“No codiciarás…”
Llegando al día de Venus, Esmeralda ya se había pacificado, por lo menos con las mujeres de la familia. Al padre, lo esquivaba. Si lo miraba de frente, no soportaría más el enojo que le producía y le lanzaría en su cara lo que pensaba acerca de él, su denigrante filosofía y la manera de conducirse en la vida. Pero tenía que apelar a la prudencia, estaba obligada a recurrir al razonamiento. Tantas veces se propuso cambiar algo de su entorno, y tantas veces quedó en simples expresiones de deseos. Esta vez, no esperaría más. Si no actuaba de inmediato, ocurrirían cuestiones de gravedad.
Además de ello, comenzaba a batallar con ese flamante objetivo, recién estrenado: la apetencia por la carne, por el sexo….
En distintas etapas del día, tuvo la necesidad imperiosa de encontrar a Michael. Una, para perdonarle. Y otra, para tocarlo. Sentir su piel a lo mejor le bastaría, para llenarse al menos el alma con su ser. Quizás sería suficiente con eso…
Durante el desayuno, sus padres le plantearon que al día siguiente, el domingo de su cumpleaños 18, harían un discreto festejo durante la merienda. Era tradición hacerlo, como pasaba con cualquier familia normal en esas fechas. Únicamente que ahora sería algo corto, familiar, ya que Brighton partiría seguidamente a un viaje de negocios. Esmeralda malició que viajaba en busca de más esclavos para la plantación. Lo que serían un par de jornadas afuera y nada más, luego un inmediato regreso.
La cumpleañera pretendió negarse ante el anuncio, en represalia por lo que había conocido de boca de Donna. No tenía ganas de fiestitas y sonrisas. Estaba rabiosa, dolida, destruida. Pero terminó aprobando la disposición, dada la persistencia del Dickens. No era simple contradecirle.
Aparte no le vendría mal distraerse un poco, dado lo acaecido, y también estaría bueno pasar un tiempo sin la severidad patriarcal. A su regreso, quizá ya habría reposado su disgusto, y le sería más fácil afrontarlo y se atrevería a encararlo de alguna forma. Así que aceptó, más o menos de buena manera.
De la merienda festiva, participarían también: la abuela Claire y el abuelo Francis. Una hora, dos a lo sumo, y la formalidad estaría cumplida. Formalidad que asumía como una imposición, una más de las tantas exigidas. Lo que no le impediría repensar las evocaciones constantes, de las veces que así fue y en las que Michael nunca participó como invitado a su mesa.
Ella siempre lo había reclamado. La respuesta recibida era un gigantesco pastel y globos multicolores, enmascarando una negativa feroz o una explicación valedera que la dejara conforme.
Eso sí, al día siguiente, el milagro sucedía: se reiteraba infaliblemente el recreo, cerca del arroyo y lejos de la casona, con su madre y Hester Sue como cómplices de un crimen; y con Michael, el invitado de honor, apartado de las miradas y de las divisiones.
Pasada la reunión, la joven Dickens volvería a la habitualidad, a lo cotidiano, igual que en los últimos días. Sin lograr ver a su amado y sin mitigar el gusto por ser poseída una vez más.
Su amante adolescente -al parecer- tomaba al pie de la letra aquel desprecio posterior a estar juntos por única vez. Lo rescatable de ello, es que había entendido que Donna, su aliada archirrival, había hablado con la más pura sinceridad y no había cumplido con un supuesto pedido de Michael, el hombre en común, buscando su indulgencia.
Ese día –Esmeralda- perdió la plenitud de las ilusiones, pese a saber que lo habría forzado a ese alejamiento, limitándolo con tal penitencia por el engaño cometido. Los rezos para volverlo a ver, no resultaban tampoco. Tanto había sido el rencor, que no llegó a saber la cantidad de ocasiones en la que su dulce siervo, la custodió desde la corta distancia física y desde las profundidades de la veneración prodigada.
Cuando la noche sabatina asolaba su desdicha y la soledad de su alcoba, una imagen gallarda se coló por el ventanal, depositando lo repentino debajo una montaña de almohadones de satines bordados y entorchados de esperanzas en su cama.
Se fue pronto, antes que el reloj diera las 10 en punto, fidelidad marcada por el inicio del descanso.
Después que dejara el mensajero el recado, reapareció “Piedrecita” acarreando su ánimo apagado. Cambió las enaguas por un largo camisón, tanto como su rostro, hasta los pies. Y presta para entregarse al sueño, inseparable amigo que la aguardaba en las umbrías, comenzó a quitar uno a uno los cojines. Al extraer el penúltimo, descubrió extrañada la presencia de Blosson, con su vestidito limpio, su cabello de lana –bien emprolijado- y entre sus manitas un rectángulo de papel –también muy prolijo- con una nota que en grafito convidaba: “Te espero este domingo, a las 6 de la tarde, en nuestro árbol…”, más el añadido de un corazón con doble delineado, uno dentro de otro y entrelazados.
¿Quién otro podía ser, sino Michael? Su manera de escribir, el perfil del dibujo y sus letras chuequitas, tan graciosas como el camino trazado por una hormiga laboriosa, se transformaba en arcoíris en los ojos de la enamorada. Lo que tanto ansiaba, había llegado.
Sin desprenderse de la tarjeta, tomó a la pepona y se arrimó la ventana, imaginando ver en la creciente oscuridad a su chico, esparciendo luz al andar. No obstante no lo encontró.
El que sí la atisbaba desde abajo, unos pasos más allá donde crecían algunos cardos, era Junior mascando semillas de girasol y haciendo su habitual rondín merodeador. Vigilaba el sueño de los Dickens, por prescripción del patrón. Y asechando el cuarto de la muchacha, por sórdido reflejo esencial.
Quedó fascinado con la visión de ese ángel celestial, amparado tras los postigos a medio abrir. Rodeado de visillos acariciando su esbeltez, trasluciendo bajo el camisón a unos pechos apetecibles y unos muslos imponentes de niña vuelta mujer. Una ráfaga acólita del descaro, se la mostró íntegra a ese sátiro en progreso, adhiriendo la tela a su piel.
La boca se le hizo hiel, más no agua. Sudó a lo desgraciado y la codició como nunca. Tenía que ser suya y de ningún otro. -“Esa linda cachorrita, será de pa´este coyote…”- Pensó. Aunque debía aguardar y no arriesgarse por una calentura momentánea.
No se fue de allí hasta que la chica cerró los vidrios, sus pestañeos y su conciencia, perdiéndose en la niebla espesa que coronaba esa noche…
Ella se durmió al calor de la carta, de Blosson y una renovada confianza. Mañana lo vería otra vez a Michael. Suerte que a las 6 de la tarde, ya estaría desocupada del menester del cumpleaños.
El domingo, despertó entusiasta. Era uno de esos amaneceres soñados, esos que a Esmeralda le encantaban. Lo observó extasiada mientras imaginaba disfrutarlos con él, algún día y a la vista de todos, en libertad.
Se desperezó, se lavó el rostro y se vistió para su segundo gran día…
En la previa de la festividad, el café con leche junto a sus familiares, estuvo rodeado de felicitaciones y obsequios. Aún en ayunas, Papá Brighton le regaló una bella estola con margaritas pintadas, digna de la nobleza europea. Mami, de lo mostrable, le dedicó un cinturón razado que hacía juego con la ropa elegida para el festejo. Mas una caja, que le advirtió no abrir hasta estar sola, ya que contenía “objetos invisibles” tal cual argumentó… Dicho estuche, mediano como el regazo de la cumpleañera, contenía a saber: corsetería fina, más apretada de lo habitual, con ligeros y moñitos. Ya eran para toda una damita de 18 años recién cumplidos. Estaba permitido servirse de ellos.
En el fondo había unas pantaletas lisas, sin los bolados característicos de las niñas. También la caja comprendía: un par de calcetas, confeccionadas en muselina color piel, igual a las usadas por las señoras, enseñando apenas los tobillos.
Y entre los abuelos Claire y Francis, le compraron una sencilla pulsera de plata, con similares eslabones a la cadenita de la cetrina joya que le daba su nombre.
El séptimo día caminó cansino, hasta alcanzar las 5 en punto de la tarde. La señorita cumpleañera, se terminaba de arreglar para la ocasión con lo obsequiado. Estaba fascinada con la totalidad de sus regalos, pero más aún con los de su madre. Ya que lucía como una chica mayor, se sentía como una mujer de verdad. Resaltando sus cualidades femeninas, casi como en la más plena intimidad…
Quizás Geo no se habría dado cuenta, pero las pantaletas eran un número menos a las que tenía habitualmente, destacando con audacia su triangular anatomía…
Se perfumó un poco, preparada a conquistar y no marear, y revisó después el lugar por donde escaparía al encuentro con Michael, al que sin duda perdonaría. Ya tenía pensado renunciar a hacerse la complicada.
El enrejado por donde crecía la enredadera -Reina de la noche-, quedaba establecida en escalera de auxilio a partir de esa tarde. La misma utilizada por el travieso y entusiasmado noviecito, al traerle el pedido de reencuentro.
Dejando la ansiedad en la recámara, se dispuso a bajar la enorme escalinata. Todavía no había llegado a la mitad de ella, cuando la detuvo la inminente falta de luz. Las celosías se encontraban herméticamente cerradas. No podían ni verse los pensamientos, menos las manos y el lugar donde pisaba.
Al intentar un paso más, y antes de darlo en falso, los cortinajes se abrieron de golpe y al espontáneo: ¡¡¡SORPRESAAAA!!!
Un muestrario de gran parte del pueblo, se agolpaba al término del alabastrino último escalón, llenando las instalaciones del estar de la vivienda.
Esmeralda, quedó azorada e inmutable. Le costó un largo rato reaccionar de la conmoción. Un nudo en la garganta se le complicó, como un nudo en la horca.
Si a la vuelta de la larga estadía en Chicago, su casa se había llenado de gente, ahora ese nutrido grupo de extraños, se sumaban a otros tantos desperdigados por la casona. ¡Estaban por todos lados! ¡Una situación calcada de la anterior, pero potenciada! ¡¡Estaba… ABSOLUTAMENTE RODEADA!!
Había varios muchachos, con tacitas de ponche en sus diestras, flanqueando a sus hermanas con paquetes matizados para la homenajeada. También una facción de los padres de ellos, acompañándoles. Era la segunda oportunidad que tenían de intentar ligar a los señoritos, con la heredera de “El Dorado”. La primera había sido precisamente a su regreso en el exilio, aunque con resultados desfavorables.
A la inmensidad de los invitados, se le agregaron unos cuantos niños –siete en total- correteando incansables alrededor de la mesa dulce, conteniendo altiva: bombones, masitas y el enorme pastel alusivo, suficiente para alimentar a un regimiento entero.
Ella, permanecía desvaía. Tanta era su perplejidad, que los invitados se le quedaron mirando. Aguardaban ganosos una respuesta suya acorde a semejante oportunidad, y no a esa típica expresión de oler repollo hervido que le deslucía su lozanía.
Las sonrisas se devaluaban en las mejillas de los intrusos. En apariencia la cumpleañera, no se sentía a gusto con la tremenda fiesta ofrecida ni con tanto invitado.
Un algo en Esmeralda la reanimó, la hizo reaccionar. Tal vez un reloj interno, resonó bullanguero, recordándole que otro contra la pared había dado las 5 de la tarde. Quedaba el margen de una hora exacta de festejos y finalmente se quitaría a esos fastidiosos convidados de piedra.
¡¡VER A MICHAEL Y ESTAR CON ÉL, ERA LO ÚNICO QUE LE IMPORTABA ESE DÍA!!
Rápidamente sonrió con amplitud a los contertulios. -¡¡¡Que alegría!!- dijo, sin dejar de detentar sus brillantes dientes. La actitud no condecía mucho con lo emitido. Sonaba a falsedad, a un mimo de suegra. Pero alguna cosa estaba obligada a hacer, para pasar el momento.
Las señoritas, se fueron acercando a saludarla y recubrirla de regalos. Los que debió abrir de a uno y agradecer efusivamente a sus entregadoras y a los progenitores de estas. Y los jóvenes, mocetes ellos, traían consigo también respectivos ramos de flores. Eran enormes, de acuerdo a las expectativas y al poder adquisitivo del postulante a novio.
Le arrimaban con caballerosidad los bouquettes y trazaban –tímidamente- una reverencia. Nada de besos en la cara. No era común que se le invadiera el metro cuadrado a una señorita soltera, aunque se esmerasen en llamarle la atención al pretender estamparle un beso en las comisuras. Solamente se les permitía eso, cuando eran muy conocidos, casi novios, previa aprobación del padre de familia, que supervisaba cauteloso las visitas. Ni siquiera estaba bien visto, arrimárseles demasiado en ocasión de una fiesta de natalicio.
Igual, algunos de ellos estaban más atraídos por la ponchera, pese a no contar con una sola gota de alcohol, que por la estrecha cintura de la invitante, libre del miriñaque, pero portadora de una pomposa falda que la hacía lucir ideal.
La legataria de la mítica hacienda, ya no los usaba desde su vida en el Norte. Allá eran antiguas. “Demodé”, les decían. Lo cual fue motivo suficiente para convertirse, en ese instante, en el centro de las críticas de los convidados del sud.
Otros chicos en cambio, sin importarles mucho las bebidas y nimiedades de la moda, seguían a Esmeralda, a lo guardia real, ayudándoles a ubicar las ofrendas otorgadas en un lugar –previamente establecido por Georgia- para exponerlos.
La hora fenecía con el paso acelerado de las manecillas del reloj de pie. Enhiesto, como un faro inmune a cualquier súplica de detención. Pronto serían las 5 y media. Y ella abriendo cajas, cajitas, estuches y estuchitos. Acogiendo más y más invitados. Inclusive a un par, que no habían recibido las invitaciones.
Tal era el caso del hijo y del sobrino de Miller -el reverendo-, que se atrevieron a colarse. No sentían el más mínimo provecho por pescar a la muchacha cumpleañera, ni a ninguna damita desesperada por un matrimonio acomodado. Que hubiera un buen servicio de comida, convenía para presentarse con sus mejores trajes y sus rostros de caraduras.
El señor Dickens, se molestó un poco en principio al verles. Empero prefirió disimular y permitir que disfrutasen de su bonanza. Con esa actitud, se ponía por encima del predicador, que ya se había puesto en evidencia como un verdadero truhán, al no condecir con los que pensaban distinto a él. En la cabeza de un autoritario y un déspota, jamás entra la idea de que alguien disienta con lo atrasado de su pensamiento.
Total, los primos Miller no aguantarían mucho una fiesta tan formal. Pronto se marcharían, probablemente a terminar a deshora acodalados en la taberna, “rescatando descarriados“, como preferían contar. Antes, habían pasado por allí a entonarse un tanto.
Y la orquesta comenzó a tocar… Dos instrumentos de viento, el resto de cuerdas, eran ejecutados por parsimoniosos caballeros de tocados empolvados y levitas con exceso de apresto. Esmeralda, ni los había divisado entre tanta gente y entre muchos nervios. Ni pudo escuchar que tocaban. Estaba demasiado histérica, aunque lo disimulaba muy bien con una sonrisa enorme y permanente, al punto de entumecerle la mandíbula.
El gran dilema era: ¿cómo haría para llegar a tiempo a la cita con Michael? La recepción recién comenzaba y no encontraba forma alguna de cortarla. Nada original se le ocurría, en tanto el conjunto de los celebrantes, invadía los más ínfimos espacios del living-room, contentos con la puesta en marcha de un ágape descomunal, criticando el atavío de la señorita Dickens y desmenuzando el chisme estrella del fin de semana: lo de la esposa de Miller… Pese a que dos de sus parientes permanecían ahí, no lo eludían. Más se apilaban en pequeños grupos, censurando y juzgando los hechos. Una realidad que en verdad desconocían en totalidad.
En el galimatías pueblerino, rumores indescifrables asaltaban a Esmeralda. El runrún no aquietaba sus fiero sonar. ¿Sería en realidad algo sobre esa señora lo que parloteaban aquellas lenguas venenosas? ¿O sería que habrían advertido que Esmeralda Dickens, ya no era una chica honesta, conforme calificaban a las chicas que eran intocables? Algo de eso habitaba en el tono de tal conversación.
Cuando se aventuraba a enfocar sus oídos en torno del cotilleo, en seguida se producía un silencio cortante, escondían sus caras y proferían acaloradas ilustraciones de “ese asunto escandaloso” del que tanto se espantaban.
En varias oportunidades, y mientras el tiempo trascurría, la cumpleañera le consultó a su madre: ¿Qué era lo que cuchicheaban los invitados y qué era lo que fervorosamente le evitaban a ella y de las demás jovencitas presentes?
Georgia contestó con una evasiva, lo que era de esperarse. Seguía el código del resto. Ella también quería salvaguardar la integridad moral de su hija, aunque no juzgaba las acciones que envolvían a la señora del predicador. Unos días atrás, la abuela Claire la ponía al tanto –gracias a doña Gina- del evocado “asunto escandaloso”…
Pronto la muchacha perdió la inclinación por lo que hablaban. La acucia de inventar la manera de escapar de la fiesta, acaparaba sus sentidos. No se ocuparía de cosas que no le competían.
La resolución se presentaría de un momento a otro. O las campanadas del reloj, alcanzarían la meta antes que llegara la iluminación mendigada.
Fue ahí, que al observar a cuatro de los niños más traviesos de la recepción, birlando unos pastelillos desbordando jalea de arándanos, una ingeniosidad se le ocurrió.
Correteando el más chiquillo al más grande de los ladronzuelos de confituras, el copete de crema sobresaliente, se hizo acreedor de un soberano mordisco del poseedor. Y fue ahí cuando Esmeralda, aprovechó el entrevero de manotazos azucarados, que exigían la división del botín. Empujando al primero, y en caída libre, ese le asestó de lleno al delicado género del faldón de la celebrada. Ella lo había interceptado a propósito, para quedar completamente untada, generando así un motivo acorde al escape.
La revuelta por el problemilla, quedó zanjada con unas caricias en las cabecita del nene. Precaviendo por anticipado que sus ojitos se inundarían de susto por la tropelía cometida, la muchacha impidió que sus padres, se lo llevaran a pellizcos cerca de ellos, esquivando así un nuevo atraco a la mesa repostera.
Lo calmó y lo dejó jugando con los demás niños, entusiasmándolos con un juego inventado. Acaso el niño, sin quererlo, se convertía así en partícipe incidental, propiciando la treta de la adolescente.
Georgia contestó con una evasiva, lo que era de esperarse. Seguía el código del resto. Ella también quería salvaguardar la integridad moral de su hija, aunque no juzgaba las acciones que envolvían a la señora del predicador. Unos días atrás, la abuela Claire la ponía al tanto –gracias a doña Gina- del evocado “asunto escandaloso”…
Pronto la muchacha perdió la inclinación por lo que hablaban. La acucia de inventar la manera de escapar de la fiesta, acaparaba sus sentidos. No se ocuparía de cosas que no le competían.
La resolución se presentaría de un momento a otro. O las campanadas del reloj, alcanzarían la meta antes que llegara la iluminación mendigada.
Fue ahí, que al observar a cuatro de los niños más traviesos de la recepción, birlando unos pastelillos desbordando jalea de arándanos, una ingeniosidad se le ocurrió.
Correteando el más chiquillo al más grande de los ladronzuelos de confituras, el copete de crema sobresaliente, se hizo acreedor de un soberano mordisco del poseedor. Y fue ahí cuando Esmeralda, aprovechó el entrevero de manotazos azucarados, que exigían la división del botín. Empujando al primero, y en caída libre, ese le asestó de lleno al delicado género del faldón de la celebrada. Ella lo había interceptado a propósito, para quedar completamente untada, generando así un motivo acorde al escape.
La revuelta por el problemilla, quedó zanjada con unas caricias en las cabecita del nene. Precaviendo por anticipado que sus ojitos se inundarían de susto por la tropelía cometida, la muchacha impidió que sus padres, se lo llevaran a pellizcos cerca de ellos, esquivando así un nuevo atraco a la mesa repostera.
Lo calmó y lo dejó jugando con los demás niños, entusiasmándolos con un juego inventado. Acaso el niño, sin quererlo, se convertía así en partícipe incidental, propiciando la treta de la adolescente.
Faltó nada para que Geo, Claire y Hester Sue se apostaran en su periferia, limpiando el vestido que evidenciaba una grandiosa emporcada.
Una amable disculpa, fue el introito de la “breve” ausencia que vendría a continuación, tras abandonar a los comensales en el mejor de los mundos.
Esmeralda, estaba más que feliz por la ocurrencia sucedida. El paso consecutivo fue contarle a mamá Geo, que tomaría un baño. Frente a la sorpresa, le secreteó que la mentada jalea y crema del cup-cake, había traspasado incluso su combinación, lo cual justificaría la tardanza.
Fue glorioso cuando se escurrió por las escaleras, rumbo a la alcoba. Parecía flotar encima de los mármoles de Carrara. Pensó que su padre, pronto preguntaría por ella y por el objeto de la desaparición. Cualquier explicación, ahora descansaba en las facultades intelectuales de Georgia.
La fugitiva creyó tener todos los cabos atados… Aunque siempre hay uno que nunca se vaticina y que nunca falla…
El cambio de vestido y enaguas de miss Dickens, fue tan veloz que apenas si podía verse los brazos, por la forma en que los movía, sacando y poniéndose otra falda. Ellos llevaban una velocidad asombrosa.
Un poquito más del perfume “Reina de la noche” –aunque fueran las 6 menos cuarto de la tarde- en el cuello, encubierto por la infaltable chalina de margaritas, fue suficiente para reforzar sus encantos.
Tan hermosa se veía y tan angelical era su naturaleza, que costaba imaginarla en la situación que ella había provocado. Sus cualidades personales, discordaban con la huida emprendida. Distaba mucho del comportamiento de una “señorita de su casa”, trepada al antepecho y a la escalerilla por donde se enzarzaba fuerte la enredadera. Era una auténtica salvaje, escapando de su jaula de oro.
Del murete pasó rápida a la frágil escalera y de ahí bajó bruscamente a la planta inferior, que daba al exterior de la casa. Después aceleró sus piernas, corriendo más que nunca, hallando así el camino que la conduciría a la confluencia con el Amor de su vida.
Convulsa arribó al árbol establecido como punto de encuentro. En defecto, Michael ya no estaba a la vista.
Le faltaba el aire y le sobraba rabia, por tantos obstáculos esa tarde. Seguro que él, había interpretado un plantón, un nuevo correctivo a su confeso engaño con Donna. No habría querido aguardar en vano un “no” por respuesta a su romántica cita.
Enloquecida y odiándose a sí misma por el retraso, movió sus ojos almendrados hasta divisarlo caminando. Se le veía abatido, con un caja de madera en su diestra alargada, tanto como su rostro entristecido.
Una amable disculpa, fue el introito de la “breve” ausencia que vendría a continuación, tras abandonar a los comensales en el mejor de los mundos.
Esmeralda, estaba más que feliz por la ocurrencia sucedida. El paso consecutivo fue contarle a mamá Geo, que tomaría un baño. Frente a la sorpresa, le secreteó que la mentada jalea y crema del cup-cake, había traspasado incluso su combinación, lo cual justificaría la tardanza.
Fue glorioso cuando se escurrió por las escaleras, rumbo a la alcoba. Parecía flotar encima de los mármoles de Carrara. Pensó que su padre, pronto preguntaría por ella y por el objeto de la desaparición. Cualquier explicación, ahora descansaba en las facultades intelectuales de Georgia.
La fugitiva creyó tener todos los cabos atados… Aunque siempre hay uno que nunca se vaticina y que nunca falla…
El cambio de vestido y enaguas de miss Dickens, fue tan veloz que apenas si podía verse los brazos, por la forma en que los movía, sacando y poniéndose otra falda. Ellos llevaban una velocidad asombrosa.
Un poquito más del perfume “Reina de la noche” –aunque fueran las 6 menos cuarto de la tarde- en el cuello, encubierto por la infaltable chalina de margaritas, fue suficiente para reforzar sus encantos.
Tan hermosa se veía y tan angelical era su naturaleza, que costaba imaginarla en la situación que ella había provocado. Sus cualidades personales, discordaban con la huida emprendida. Distaba mucho del comportamiento de una “señorita de su casa”, trepada al antepecho y a la escalerilla por donde se enzarzaba fuerte la enredadera. Era una auténtica salvaje, escapando de su jaula de oro.
Del murete pasó rápida a la frágil escalera y de ahí bajó bruscamente a la planta inferior, que daba al exterior de la casa. Después aceleró sus piernas, corriendo más que nunca, hallando así el camino que la conduciría a la confluencia con el Amor de su vida.
Convulsa arribó al árbol establecido como punto de encuentro. En defecto, Michael ya no estaba a la vista.
Le faltaba el aire y le sobraba rabia, por tantos obstáculos esa tarde. Seguro que él, había interpretado un plantón, un nuevo correctivo a su confeso engaño con Donna. No habría querido aguardar en vano un “no” por respuesta a su romántica cita.
Enloquecida y odiándose a sí misma por el retraso, movió sus ojos almendrados hasta divisarlo caminando. Se le veía abatido, con un caja de madera en su diestra alargada, tanto como su rostro entristecido.
Con un sordo grito, intenso como la punzada que hería su barriga, lo mencionó amorosa: ¡¡¡MICHAEL, MICHAEL!!!... Y a ambos se les hizo la luz…
De la espesura del bosque, casi tragándoselo, él se remontó sobre sus huellas descreídas. Volvió muy rápido, justo para detenerse a la distancia prudente entre un beso y un abrazo. Lo cual fue, sin descartar alguna de las dos opciones, luego de asentar con cuidado en la hierba al mencionado cajón.
Se dieron al final aquel beso y ese abrazo, que augurados por sus emocionadas pieles se hicieron impredecibles… E impredecible fue también aquel cabo suelto, infaltable e inhumano. Únicamente que no se tuvo en cuenta, y tenía nombre y apellido: Junior Coltrane, de tapadillo persiguiendo a la señorita Dickens, como a las instancias que él bien olfateaba.
El hijo del caporal mayor, era tan zaino como su predecesor, que se había granjeado la confianza ciega de su patrón anterior: el Sr. Grimm. Sumándole la avenencia del patrón Dickens, un hombre proclive a las conspiraciones, lo hacía fácil de engatusar con alguna argucia bien montada.
Desde la frialdad, Junior se fue acercando sin que ellos lo advirtiesen. Se hallaban ocupados en enredar sus lenguas, anidando en espacios infranqueables imposibles de adivinar. Eran besos descocados, de esos que desatan marejadas en cualquier época o universo…
Las relativas presunciones del hipócrita muchachón, habían pasado a la categoría de certezas absolutas. Y estaban allí, enfrente de sus ojos. A partir de ese instante, ningún detalle se le perdería. Aunque muriera ahogado en su propia bilis, aunque se quemara de deseos por esa chica imposible que en su miserable vida, le prestaría atención. Si hasta se daba cuenta que le tenía cierta inquina. Sobrado alimento para al que llamaban “chacal”. Era oler la carne, si era juvenil mejor, para ponerse loco. Era una invitación al ataque, más si se la mezquinaban. Era la preciada hija del mandamás. Pero máxime, si ese esclavo infernal la había enamorado y la había hecho suya.
Mientras los espiaba, maquinaba ajustar su objetivo: una intriga interesante. Conseguir la voluntad de esa bella pieza de caza, retenerla y comérsela, sería lo ideal.
Era un torbellino de ideas, era un verdadero desquiciado. Encima más temprano, había tenido que soportar las burlas de sus amigotes los Miller, pavoneándose con él por meterse en la recepción del natalicio, cuando él debía quedarse de cuidador afuera de la mansión.
Ni vio cuando Michael la saludó por su cumpleaños. Le restó importancia al regalo que él le hizo. Un adorable conejito castaño, que entre los dos bautizaron: Diógenes. Mucho menos alcanzó a escuchar el pedido de perdón, que se debían el uno al otro.
En lo único que puso su taimado foco, fue cuando la parejita en su seguidilla de cariños, cada vez más propensos a lo censurable, se arrimaron -bien pegados- al nogal de las diabluras...
Ya no le quedaban más párpados exagerados de incredulidad. Una cosa era suponerlo y una muy distinta era ver lo que vio…
De pronto, la cumpleañera de sus sueños depravados, con un zarpazo se bajó el escote. Pese a eso y por causalidad, no logró mostrar en totalidad sus aréolas amapolas ni sus adorables pezones bolita. Los que se volvieron blancos de la deseosa boca de Michael, apropiándoselos en una chupeteada fenomenal.
Ella, arqueaba su torso de hespéride sibarita, igual a las que pueblan el atardecer en los puertos mediterráneos, codiciando un impaciente pescador, tras meses en altamar…
El esclavo respondía con su cadera cimbreante, empotrándola contra la corteza del árbol de nueces. Su faldón obstaculizaba con facilidad, los álgidos denuedos por penetrarla de una buena vez. Michael se sentía fuera de control. La respiración entrecortada de “Piedrecita”, lo enloquecía formidablemente. La jovenzuela no dudó en comenzar a descorrer los velos que la recubrían, ni las fronteras a traspasar que los dos podían soportar. El ardor de los minutos, apenas se lo permitían.
Primero, subió con fineza la bonita falda. Después, ya sin tantos tapujos, la que cumplía la mayoría de edad, alzó la combinación exponiendo al tacto del novio –y a las incrédulas pupilas de Coltrane Jr.- un apretujado y traslúcido calzón, sujeto por ligas tensas, que ya evidenciaba una copiosa humedad…
La pulcra señorita, se desleía por dentro ante los incesantes magreos de la lengua de Michael devorándole el corazón y frente a los embates de su inquieta pelvis, que con esfuerzo aún contenía un imponente miembro erecto, dentro de los viejos pantalones. Aunque se lo restregaba magistralmente contra su sexo, oculto y muy abierto. Ese sí se insinuaba indisimulable, debajo de aquella tela sutil, tenue como el papel de arroz, presto a ser rajado.
-“¡Amor, todavía me duele desde la otra vez…!”- Avisó Esmeralda al entusiasmado amante. La aclaración fue inaudible para Peter a pocos metros de allí, pero suficientes para continuar encendiéndose de más envidia potenciada que de un mero antojo carnal.
De la espesura del bosque, casi tragándoselo, él se remontó sobre sus huellas descreídas. Volvió muy rápido, justo para detenerse a la distancia prudente entre un beso y un abrazo. Lo cual fue, sin descartar alguna de las dos opciones, luego de asentar con cuidado en la hierba al mencionado cajón.
Se dieron al final aquel beso y ese abrazo, que augurados por sus emocionadas pieles se hicieron impredecibles… E impredecible fue también aquel cabo suelto, infaltable e inhumano. Únicamente que no se tuvo en cuenta, y tenía nombre y apellido: Junior Coltrane, de tapadillo persiguiendo a la señorita Dickens, como a las instancias que él bien olfateaba.
El hijo del caporal mayor, era tan zaino como su predecesor, que se había granjeado la confianza ciega de su patrón anterior: el Sr. Grimm. Sumándole la avenencia del patrón Dickens, un hombre proclive a las conspiraciones, lo hacía fácil de engatusar con alguna argucia bien montada.
Desde la frialdad, Junior se fue acercando sin que ellos lo advirtiesen. Se hallaban ocupados en enredar sus lenguas, anidando en espacios infranqueables imposibles de adivinar. Eran besos descocados, de esos que desatan marejadas en cualquier época o universo…
Las relativas presunciones del hipócrita muchachón, habían pasado a la categoría de certezas absolutas. Y estaban allí, enfrente de sus ojos. A partir de ese instante, ningún detalle se le perdería. Aunque muriera ahogado en su propia bilis, aunque se quemara de deseos por esa chica imposible que en su miserable vida, le prestaría atención. Si hasta se daba cuenta que le tenía cierta inquina. Sobrado alimento para al que llamaban “chacal”. Era oler la carne, si era juvenil mejor, para ponerse loco. Era una invitación al ataque, más si se la mezquinaban. Era la preciada hija del mandamás. Pero máxime, si ese esclavo infernal la había enamorado y la había hecho suya.
Mientras los espiaba, maquinaba ajustar su objetivo: una intriga interesante. Conseguir la voluntad de esa bella pieza de caza, retenerla y comérsela, sería lo ideal.
Era un torbellino de ideas, era un verdadero desquiciado. Encima más temprano, había tenido que soportar las burlas de sus amigotes los Miller, pavoneándose con él por meterse en la recepción del natalicio, cuando él debía quedarse de cuidador afuera de la mansión.
Ni vio cuando Michael la saludó por su cumpleaños. Le restó importancia al regalo que él le hizo. Un adorable conejito castaño, que entre los dos bautizaron: Diógenes. Mucho menos alcanzó a escuchar el pedido de perdón, que se debían el uno al otro.
En lo único que puso su taimado foco, fue cuando la parejita en su seguidilla de cariños, cada vez más propensos a lo censurable, se arrimaron -bien pegados- al nogal de las diabluras...
Ya no le quedaban más párpados exagerados de incredulidad. Una cosa era suponerlo y una muy distinta era ver lo que vio…
De pronto, la cumpleañera de sus sueños depravados, con un zarpazo se bajó el escote. Pese a eso y por causalidad, no logró mostrar en totalidad sus aréolas amapolas ni sus adorables pezones bolita. Los que se volvieron blancos de la deseosa boca de Michael, apropiándoselos en una chupeteada fenomenal.
Ella, arqueaba su torso de hespéride sibarita, igual a las que pueblan el atardecer en los puertos mediterráneos, codiciando un impaciente pescador, tras meses en altamar…
El esclavo respondía con su cadera cimbreante, empotrándola contra la corteza del árbol de nueces. Su faldón obstaculizaba con facilidad, los álgidos denuedos por penetrarla de una buena vez. Michael se sentía fuera de control. La respiración entrecortada de “Piedrecita”, lo enloquecía formidablemente. La jovenzuela no dudó en comenzar a descorrer los velos que la recubrían, ni las fronteras a traspasar que los dos podían soportar. El ardor de los minutos, apenas se lo permitían.
Primero, subió con fineza la bonita falda. Después, ya sin tantos tapujos, la que cumplía la mayoría de edad, alzó la combinación exponiendo al tacto del novio –y a las incrédulas pupilas de Coltrane Jr.- un apretujado y traslúcido calzón, sujeto por ligas tensas, que ya evidenciaba una copiosa humedad…
La pulcra señorita, se desleía por dentro ante los incesantes magreos de la lengua de Michael devorándole el corazón y frente a los embates de su inquieta pelvis, que con esfuerzo aún contenía un imponente miembro erecto, dentro de los viejos pantalones. Aunque se lo restregaba magistralmente contra su sexo, oculto y muy abierto. Ese sí se insinuaba indisimulable, debajo de aquella tela sutil, tenue como el papel de arroz, presto a ser rajado.
-“¡Amor, todavía me duele desde la otra vez…!”- Avisó Esmeralda al entusiasmado amante. La aclaración fue inaudible para Peter a pocos metros de allí, pero suficientes para continuar encendiéndose de más envidia potenciada que de un mero antojo carnal.
En cambio Michael si la escuchó, pese al dominante sopor que lo tenía a bien traer. Una nueva disculpa por su desaforado comportamiento y una nueva acometida, ensayo de coito, que se arriesgó a frenar.
-“¡¡Pero es que te deseo tanto, mi Princesa, que no me puedo medir…!!”- Dijo con un jadeo eterno en el oído caliente de su preparada prometida. A ella algo la detenía, y no era su íntima y notada irritación…
-“¡¡Sabes, me siento preocupada…!!”- Respondió, queriendo dar un razonamiento con un pellizco de coherencia. El deseo también se la engullía. Tampoco podía obviar esos besos profundos, ni las lamidas tiernas en su cuello, menos las pinceladas de saliva, incólumes en sus senos al desnudo. Pero por encima de todo aquello, no podía librarse de la quemante emoción de tener la dureza de Michael, interceptada por los lienzos de los dos. Era inútil resistirse a ello. Los alrededores se disipaban, con la simplicidad que se entrecierran los ojos.
-“¿Preocupada…?”- Preguntó con mucha seriedad y ronroneo, el excitado vaivén de él. Sin embargo, continuó y no dejó de abrazarla, ni de juguetear con su pezoncito vivaracho, ni siquiera de masajear los muslos prietos, rosados como pétalos, de su novia.
-“Si… no lo sé, Cariño… Es una sensación que me embarga…”- Trataba de justificar con afección. Y prosiguió: –“Será porque me siento en falta, al escaparme por un ratito para poder verte y estar contigo...”- Lisonjera resolló.
El joven dejó de escucharla. Su erupción masculina, afloraría inexorablemente. Pensar que con una buena penetración, llegaría el alivio… Ni por asomo lograba reflexionar así, cuando el hambre rompía en plañidos animales que surgían de su gutural respirar.
Esmeralda insistió otra vez, pero finalmente cedió al carrusel de delirios, vertiginoso y bravo. Estaba igual o peor que Michael.
El pequeño Diógenes, al que ya habían olvidado dentro de su banasta adornada, los miraba atontado con sus ojitos rubicundos, como sabiendo qué ocurría, allende de la tapa de heno trenzado que lo tapaba. Al momento, se guareció a la sombra de una mantita tejida y de una zanahoria, cuando husmeó lo que se produciría…
Y el resentido Coltrane hijo, más turbado que el conejo, acabó de destruir sus uñas contra la mica de una roca que tuvo la mala suerte de ser mojón de su rencor. ¡¡¡QUERÍA SER ÉL, EL QUE TUVIERA SOMETIDA A SUS ENCANTOS A LA AMITA DICKENS!!!
-“¿Por qué este esclavo de mil demonios, tenía tanta suerte? ¿Por qué?”- Se torturaba. –“Si ya le habían otorgado el privilegio de tener a la mejor de las reproductoras… Una hembra servicial para follarla cuando a él se le ocurriese…”- Enumeraba en su cabeza trastornada. –“¿Y ahora también esto…?”- Culminó al borde de una apoteosis, tan caliente como la abrumada parejita que se estrellaba en la vieja arboleda.
Mientras Junior se moría los codos de odio y ganas, el adorable esclavo con una maniobra de sus sensibles dedos, logró acceder a las hendiduras sórdidas de Esmeralda, a través del borde del calzón, metiéndole el índice y el mayor hasta arrancarle un clamor agudo de más y más….
De tantísimo arrebato rítmico al dedearla, el falo del chico alcanzó a ver la luz fuera de sus pantalones. Y de tanto rascar la piedra, Junior vio sucumbir la sangre vertida de sus uñas quebradas, sobre la piedra desecha, aborreciéndolos a ambos.
Quería joder a esa mujer. Le gustaba, la deseaba, pero más que nada quería quitársela al mocoso. No le importaba otra cosa, no lo concebía.
Todo era un verdadero desorden infernal. Todo se elevaba, saltando por los aires. Todos los anhelos en conjunto, colisionaban entre sí, destruyendo u obrando a su paso. El Amor, el desenfreno, las pasiones terrenales, la pura codicia aniquilando venas. Y lo profano, casi estallando al trueno feroz del reloj de pie de la gran casona, haciéndose perceptible en el oído de los amantes en el introito del clímax, que no obtuvo la cima...
Ese condenado reloj, marchando sobre las 6 y media de la tarde, apuraba el regreso Esmeralda desde el sensacional núcleo de lo inconcluso.
-“¡¡¡Debo irme…!!!”- Dijo gemebunda, con su corazón reventado en latidos, por cada maldito recorrido del maldito segundero, del maldito reloj de la sala, inmerso en la velada de su cumpleaños.
Michael se negaba a escuchar las campanadas del desgraciado reloj. Entre tanto la dulce y desesperada chica, descolgándose del placer interrumpido, bajándose las enaguas y la ropa, acomodando sus susceptibles pechos dentro del puntilloso escote, escuchó:
-“¡¡Dios… no te vayas, no nos quedemos así…!!”- Exclamó el amante, con una seria tiesura encerrada en una de sus manos, que no le alcanzaba para moderar lo inconfundible.
-“¡¡Es que tengo que volver ya, sino mi padre reparará en mi demora, me buscará y me matará al no encontrarme en el cuarto!!”- Trató de explicar a quien no podía entender nada. –“¡¡Debo irme, debo irme…!!”- Repetía impulsiva mientras se componía, recogía a Diógenes –el tierno regalo-, y se pasaba la mano por el pelo, despejando de la frente del zarandeo de varios mechones despeinados. No sin antes estamparle un enorme beso en la boca sedienta de Michael, contagiándole paciencia.
Ella no lo vio cómo celaba con la diestra –rociada de flujos- a una abultada entrepierna afuera, ni percibió su rostro de dolor. La señorita Dickens tenía tanta pavura porque los descubriesen, que emprendió una carrera infernal rumbo al encuentro de la cordura, aguardándola en la mansión junto a su familia.
Junior Coltrane, tampoco podía moverse y asimismo lo invadía el mismo dolor que a Michael… Por lo menos algo tenían en común. Sólo que a él, no le quedaría otra que escaparse al pueblo, a lo de la madura lavandera que desde que había enviudado hacía un año, atendía a los muchachos “alborotados” de Jackson. Aquellos que no tenían un céntimo, para gastárselo en el flamante y costoso Chantecler.
La joven ama de “El Dorado”, atrás dejó a su interrupta gloria. Corría tanto que creyó sentir su corazón hacerse trizas, cuando se percató de la ausencia del echarpe de margaritas.
¡¡LO HABÍA OLVIDADO TIRADO POR AHÍ EN LA HIERBA, SEGURO…!! Claro, en la trajinada coyuntura con Michael, lo dejó caer y… ¡¡LO HABÍA DEJADO TIRADO ALLÁ Y A LA BUENA DIOS!!
¿Cómo explicaría en dónde lo perdió? Se suponía que su padre creía que estaba dándose un baño.
Ya habrían transcurrido más de 15 minutos, entre la demora de despedirse de su chico y la corrida, que entró en una impresionante angustia por la falta de su pañoleta. Tenía que regresar a buscarla. No le cabía otra alternativa.
Retomando el camino, inició una atolondrada galopada. Pero llegó al nogal testigo, sin hallar el obsequio ni a Michael.
¿TENDRÍA LA CHALINA PARA DEVOLVERSELA QUIZÁS…? ¡¡¡NOOO, NO PODÍA PASAR ESO!!! ¿Y SI SALIÓ PARA RESTITUÍRSELA, TOMANDO OTRA RUTA? ¿Y SI LLEGABA AL CUMPLEAÑOS ANTES QUE ELLA Y SE LA ENTREGABA A SU PADRE? ¡¡¡NOOO, ESO NO PODÍA SUCEDER ASÍ!!! TENDRÍA QUE BUSCAR A SU AMOR Y VER SI ÉL EN REALIDAD LA TENÍA O LA HABÍA PERDIDO EN CUALQUIER OTRO LUGAR… PERO… ¿¿EN DÓNDE ESTABA MICHAEL??
La aflicción la conquistó. Ahora sí andaba con el corazón en un puño. Debía encontrar a su novio y a la pañoleta, que sentía en sus manos. Aunque estaba tan apurada, que poco podía esperar a encontrarlos. Se hallaba en una encrucijada agobiante. El tiempo agotándose, su señor papá quizá irritado por tan extensa ausencia, y un cuerpo que ya no podía soportar el deseo por su hombre satisfaciéndola. Estaba en la mitad de lo absoluto.
Respiró hondo y aquietó sus ínfulas. Consideró certera que él estaría en el depósito de algodón, allí donde una semana atrás habían hecho el amor. –“ A lo mejor fue hasta allí a ocultar la chalina”- caviló. Tanto había ocultado ese depósito…
Enseguida emprendió un trayecto más alocado que el de hacía segundos. A lo lejos divisó el almacén. Y desde lejos también, Coltrane hijo, la persiguió hasta allí. Pero nunca alcanzó a observar la escena que presenció Esmeralda.
Desde la portezuela, ella olfateó un aroma que la doblegó. Ese aroma… Una fragancia de vainillas, recién abiertas y extraídas semilla a semilla de su resistente vaina, que al tomar calor de la palma de una mano, se tornaba abrazador.
Lo que presenció la señorita Dickens, fue un extraño brebaje de conmoción y vergüenza. Y a su vez, de atracción por lo reprimido…
Con su pestañeo indeciso, se detuvo a husmear lo que emprendía Michael, sentado en el suelo y olisqueando las margaritas de la pañoleta –que evocaban el ardor femenino-, escondido de cualquier intruso fisgón (o fisgona…). No advirtió jamás que su prometida, en realidad había degustado en Illinois las beldades de las indiscreciones furtivas, casi… casi una debilidad…
Esmeralda adoró verlo con sus párpados cerrados, besando el sutil adorno que antes había le abrigado el cuello. Aunque estupefacta quedó, cuando descubrió dónde se depositaba una mano de Michael…
A partir de la alucinante visión, no faltó nada para que ella, y después de saberse imprudente, saliese despavorida –sin el echarpe añorado-, bamboleando a Diógenes, sacudiéndose dentro de la caja, y encomendándose al Gran Creador.
¡¡Lo que vio, no lo podía entender!! Se disgustó verle en esa situación tan… tan… reprochable…. ¿Cómo Michael, su Amor, podía estar haciendo “esas cosas”…? Ni percibió cuando ella misma se relamió al observar “eso”…
Junior Coltrane, no comprendía el motivo de la huida inesperada. Aunque igualmente la siguió, como pudo, para ver los pasos que aquella elegiría. Tras eso, él sabría cómo actuar de allí es más.
La vio treparse a la enredadera prodigiosa, resistente y compinche, y desaparecer a los tumbos en su inocua alcoba, que aún conservaba los sueños de niña…
Aturdida dejó a un lado el cuadrúpedo obsequio. No sin antes pedirle a su nuevo amigo, que se comportara. Y se dispuso a calmarse, cosa que le fue imposible, para bajar entre los gritos furiosos de su padre y el aullido sordo de los invitados, comentando su ausencia puesta de manifiesto.
-“¡¡ACÁ ESTOY, PADRE!!”- Chilló en lo alto de la escalinata. La misma le serpenteaba, como Medusa, bajo sus temblorosos piececitos. Parecía que nunca llegaría la planta baja, hasta que llegó.
Ahí todos sus bienes y sus males se conjuntaron. La efervescencia de un orgasmo inconcluso, el susto de la culpa y ese sentimiento inentendible de ver a Michael en tal situación…
Una tormenta interna, confluyó en sus sienes palpitantes, discurriendo en gotas frías sobre su destemplado rostro, conspirando hasta el quebranto y hasta el desmayo, cuando el señor Brighton, le inquirió: -“¿A dónde es que estabas, Esmeralda Dickens?”-
-“¡Estaba aquí, dándome un bañ…!”- Intentó farfullar. Después, el escenario desapareció en una tremenda oscuridad…
CONTINUARÁ…
-“¡¡Pero es que te deseo tanto, mi Princesa, que no me puedo medir…!!”- Dijo con un jadeo eterno en el oído caliente de su preparada prometida. A ella algo la detenía, y no era su íntima y notada irritación…
-“¡¡Sabes, me siento preocupada…!!”- Respondió, queriendo dar un razonamiento con un pellizco de coherencia. El deseo también se la engullía. Tampoco podía obviar esos besos profundos, ni las lamidas tiernas en su cuello, menos las pinceladas de saliva, incólumes en sus senos al desnudo. Pero por encima de todo aquello, no podía librarse de la quemante emoción de tener la dureza de Michael, interceptada por los lienzos de los dos. Era inútil resistirse a ello. Los alrededores se disipaban, con la simplicidad que se entrecierran los ojos.
-“¿Preocupada…?”- Preguntó con mucha seriedad y ronroneo, el excitado vaivén de él. Sin embargo, continuó y no dejó de abrazarla, ni de juguetear con su pezoncito vivaracho, ni siquiera de masajear los muslos prietos, rosados como pétalos, de su novia.
-“Si… no lo sé, Cariño… Es una sensación que me embarga…”- Trataba de justificar con afección. Y prosiguió: –“Será porque me siento en falta, al escaparme por un ratito para poder verte y estar contigo...”- Lisonjera resolló.
El joven dejó de escucharla. Su erupción masculina, afloraría inexorablemente. Pensar que con una buena penetración, llegaría el alivio… Ni por asomo lograba reflexionar así, cuando el hambre rompía en plañidos animales que surgían de su gutural respirar.
Esmeralda insistió otra vez, pero finalmente cedió al carrusel de delirios, vertiginoso y bravo. Estaba igual o peor que Michael.
El pequeño Diógenes, al que ya habían olvidado dentro de su banasta adornada, los miraba atontado con sus ojitos rubicundos, como sabiendo qué ocurría, allende de la tapa de heno trenzado que lo tapaba. Al momento, se guareció a la sombra de una mantita tejida y de una zanahoria, cuando husmeó lo que se produciría…
Y el resentido Coltrane hijo, más turbado que el conejo, acabó de destruir sus uñas contra la mica de una roca que tuvo la mala suerte de ser mojón de su rencor. ¡¡¡QUERÍA SER ÉL, EL QUE TUVIERA SOMETIDA A SUS ENCANTOS A LA AMITA DICKENS!!!
-“¿Por qué este esclavo de mil demonios, tenía tanta suerte? ¿Por qué?”- Se torturaba. –“Si ya le habían otorgado el privilegio de tener a la mejor de las reproductoras… Una hembra servicial para follarla cuando a él se le ocurriese…”- Enumeraba en su cabeza trastornada. –“¿Y ahora también esto…?”- Culminó al borde de una apoteosis, tan caliente como la abrumada parejita que se estrellaba en la vieja arboleda.
Mientras Junior se moría los codos de odio y ganas, el adorable esclavo con una maniobra de sus sensibles dedos, logró acceder a las hendiduras sórdidas de Esmeralda, a través del borde del calzón, metiéndole el índice y el mayor hasta arrancarle un clamor agudo de más y más….
De tantísimo arrebato rítmico al dedearla, el falo del chico alcanzó a ver la luz fuera de sus pantalones. Y de tanto rascar la piedra, Junior vio sucumbir la sangre vertida de sus uñas quebradas, sobre la piedra desecha, aborreciéndolos a ambos.
Quería joder a esa mujer. Le gustaba, la deseaba, pero más que nada quería quitársela al mocoso. No le importaba otra cosa, no lo concebía.
Todo era un verdadero desorden infernal. Todo se elevaba, saltando por los aires. Todos los anhelos en conjunto, colisionaban entre sí, destruyendo u obrando a su paso. El Amor, el desenfreno, las pasiones terrenales, la pura codicia aniquilando venas. Y lo profano, casi estallando al trueno feroz del reloj de pie de la gran casona, haciéndose perceptible en el oído de los amantes en el introito del clímax, que no obtuvo la cima...
Ese condenado reloj, marchando sobre las 6 y media de la tarde, apuraba el regreso Esmeralda desde el sensacional núcleo de lo inconcluso.
-“¡¡¡Debo irme…!!!”- Dijo gemebunda, con su corazón reventado en latidos, por cada maldito recorrido del maldito segundero, del maldito reloj de la sala, inmerso en la velada de su cumpleaños.
Michael se negaba a escuchar las campanadas del desgraciado reloj. Entre tanto la dulce y desesperada chica, descolgándose del placer interrumpido, bajándose las enaguas y la ropa, acomodando sus susceptibles pechos dentro del puntilloso escote, escuchó:
-“¡¡Dios… no te vayas, no nos quedemos así…!!”- Exclamó el amante, con una seria tiesura encerrada en una de sus manos, que no le alcanzaba para moderar lo inconfundible.
-“¡¡Es que tengo que volver ya, sino mi padre reparará en mi demora, me buscará y me matará al no encontrarme en el cuarto!!”- Trató de explicar a quien no podía entender nada. –“¡¡Debo irme, debo irme…!!”- Repetía impulsiva mientras se componía, recogía a Diógenes –el tierno regalo-, y se pasaba la mano por el pelo, despejando de la frente del zarandeo de varios mechones despeinados. No sin antes estamparle un enorme beso en la boca sedienta de Michael, contagiándole paciencia.
Ella no lo vio cómo celaba con la diestra –rociada de flujos- a una abultada entrepierna afuera, ni percibió su rostro de dolor. La señorita Dickens tenía tanta pavura porque los descubriesen, que emprendió una carrera infernal rumbo al encuentro de la cordura, aguardándola en la mansión junto a su familia.
Junior Coltrane, tampoco podía moverse y asimismo lo invadía el mismo dolor que a Michael… Por lo menos algo tenían en común. Sólo que a él, no le quedaría otra que escaparse al pueblo, a lo de la madura lavandera que desde que había enviudado hacía un año, atendía a los muchachos “alborotados” de Jackson. Aquellos que no tenían un céntimo, para gastárselo en el flamante y costoso Chantecler.
La joven ama de “El Dorado”, atrás dejó a su interrupta gloria. Corría tanto que creyó sentir su corazón hacerse trizas, cuando se percató de la ausencia del echarpe de margaritas.
¡¡LO HABÍA OLVIDADO TIRADO POR AHÍ EN LA HIERBA, SEGURO…!! Claro, en la trajinada coyuntura con Michael, lo dejó caer y… ¡¡LO HABÍA DEJADO TIRADO ALLÁ Y A LA BUENA DIOS!!
¿Cómo explicaría en dónde lo perdió? Se suponía que su padre creía que estaba dándose un baño.
Ya habrían transcurrido más de 15 minutos, entre la demora de despedirse de su chico y la corrida, que entró en una impresionante angustia por la falta de su pañoleta. Tenía que regresar a buscarla. No le cabía otra alternativa.
Retomando el camino, inició una atolondrada galopada. Pero llegó al nogal testigo, sin hallar el obsequio ni a Michael.
¿TENDRÍA LA CHALINA PARA DEVOLVERSELA QUIZÁS…? ¡¡¡NOOO, NO PODÍA PASAR ESO!!! ¿Y SI SALIÓ PARA RESTITUÍRSELA, TOMANDO OTRA RUTA? ¿Y SI LLEGABA AL CUMPLEAÑOS ANTES QUE ELLA Y SE LA ENTREGABA A SU PADRE? ¡¡¡NOOO, ESO NO PODÍA SUCEDER ASÍ!!! TENDRÍA QUE BUSCAR A SU AMOR Y VER SI ÉL EN REALIDAD LA TENÍA O LA HABÍA PERDIDO EN CUALQUIER OTRO LUGAR… PERO… ¿¿EN DÓNDE ESTABA MICHAEL??
La aflicción la conquistó. Ahora sí andaba con el corazón en un puño. Debía encontrar a su novio y a la pañoleta, que sentía en sus manos. Aunque estaba tan apurada, que poco podía esperar a encontrarlos. Se hallaba en una encrucijada agobiante. El tiempo agotándose, su señor papá quizá irritado por tan extensa ausencia, y un cuerpo que ya no podía soportar el deseo por su hombre satisfaciéndola. Estaba en la mitad de lo absoluto.
Respiró hondo y aquietó sus ínfulas. Consideró certera que él estaría en el depósito de algodón, allí donde una semana atrás habían hecho el amor. –“ A lo mejor fue hasta allí a ocultar la chalina”- caviló. Tanto había ocultado ese depósito…
Enseguida emprendió un trayecto más alocado que el de hacía segundos. A lo lejos divisó el almacén. Y desde lejos también, Coltrane hijo, la persiguió hasta allí. Pero nunca alcanzó a observar la escena que presenció Esmeralda.
Desde la portezuela, ella olfateó un aroma que la doblegó. Ese aroma… Una fragancia de vainillas, recién abiertas y extraídas semilla a semilla de su resistente vaina, que al tomar calor de la palma de una mano, se tornaba abrazador.
Lo que presenció la señorita Dickens, fue un extraño brebaje de conmoción y vergüenza. Y a su vez, de atracción por lo reprimido…
Con su pestañeo indeciso, se detuvo a husmear lo que emprendía Michael, sentado en el suelo y olisqueando las margaritas de la pañoleta –que evocaban el ardor femenino-, escondido de cualquier intruso fisgón (o fisgona…). No advirtió jamás que su prometida, en realidad había degustado en Illinois las beldades de las indiscreciones furtivas, casi… casi una debilidad…
Esmeralda adoró verlo con sus párpados cerrados, besando el sutil adorno que antes había le abrigado el cuello. Aunque estupefacta quedó, cuando descubrió dónde se depositaba una mano de Michael…
A partir de la alucinante visión, no faltó nada para que ella, y después de saberse imprudente, saliese despavorida –sin el echarpe añorado-, bamboleando a Diógenes, sacudiéndose dentro de la caja, y encomendándose al Gran Creador.
¡¡Lo que vio, no lo podía entender!! Se disgustó verle en esa situación tan… tan… reprochable…. ¿Cómo Michael, su Amor, podía estar haciendo “esas cosas”…? Ni percibió cuando ella misma se relamió al observar “eso”…
Junior Coltrane, no comprendía el motivo de la huida inesperada. Aunque igualmente la siguió, como pudo, para ver los pasos que aquella elegiría. Tras eso, él sabría cómo actuar de allí es más.
La vio treparse a la enredadera prodigiosa, resistente y compinche, y desaparecer a los tumbos en su inocua alcoba, que aún conservaba los sueños de niña…
Aturdida dejó a un lado el cuadrúpedo obsequio. No sin antes pedirle a su nuevo amigo, que se comportara. Y se dispuso a calmarse, cosa que le fue imposible, para bajar entre los gritos furiosos de su padre y el aullido sordo de los invitados, comentando su ausencia puesta de manifiesto.
-“¡¡ACÁ ESTOY, PADRE!!”- Chilló en lo alto de la escalinata. La misma le serpenteaba, como Medusa, bajo sus temblorosos piececitos. Parecía que nunca llegaría la planta baja, hasta que llegó.
Ahí todos sus bienes y sus males se conjuntaron. La efervescencia de un orgasmo inconcluso, el susto de la culpa y ese sentimiento inentendible de ver a Michael en tal situación…
Una tormenta interna, confluyó en sus sienes palpitantes, discurriendo en gotas frías sobre su destemplado rostro, conspirando hasta el quebranto y hasta el desmayo, cuando el señor Brighton, le inquirió: -“¿A dónde es que estabas, Esmeralda Dickens?”-
-“¡Estaba aquí, dándome un bañ…!”- Intentó farfullar. Después, el escenario desapareció en una tremenda oscuridad…
CONTINUARÁ…
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