Capítulo 1



“Piedras Preciosas”

Jackson – Misisipi

Primavera de 1827…

La alegría y ansiedad en “El Dorado”, la finca de la familia Grimm, se hacía presente. Un nuevo hijo traería venturas a la estancia. El padre, llamado James, aguardaba inquieto en la sala a que su esposa Claire diese a luz a un niño, como él tanto deseaba desde que se habían desposado. Las tradiciones de la época, promovían la prolongación de los apellidos y, solapadamente, la perpetuación del machismo reinante por aquel entonces.

El médico de Jackson, la población más cercana a la gran casona de los Grimm, se apersonó esa tarde, ayudando a la comadrona que, hacía dos años atrás, había recibido a la pequeña Luisiana, así como también a muchos niños de la zona.

Una mujer alegre y servicial -de uno sesenta años- que ostentaba con orgullo su trayectoria como partera, y miraba con cierto desdén al doctor de la familia, indicándole inclusive lo que debía hacer. Con el arribo del galeno a la pequeña población del Sur Profundo, se había generado esa silenciosa disputa de la ciencia versus las antiguas prácticas de recibir bebés, asistiendo a lo que el mismo facultativo tachaba de “curanderismo”. Y esa oportunidad, no sería la excepción de proseguir con la vieja reyerta.



El Dr. King, tres décadas más joven que ella, se amparaba en sus años del sacrificado estudio de la medicina, aunque con mucho menos tiempo de experiencia que la Sra. Queen que, si bien no tenía instrucción como doctora, había recibido el “arte” según decía, de su madre y esta -a su vez- de la suya. En la misma, se concentraba una compacta generación de elegidas, que le daban la entrada a este mundo a cientos de niñitos.

Tanto la partera como el médico, en el único fundamento con el que coincidían, era que hallaban en la tarea a lo más gratificantes del ser humano. Y poco importaba si lo hacía un erudito o un entendido, hombre o mujer; en ello, no cabía distinción alguna. Eran instrumentos de Dios.

En tanto discutían -en voz baja- sobre el tema, Claire empezó a dar gritos de dolor. Las contracciones, se hacían cada vez más frecuentes. Fiel indicio de que -el bebé- estaba muy próximo a llegar.

El quejido altisonante, alertó a James en la sala, provocando que brincase de su asiento y comenzara a caminar, deambulando de un lado al otro, persiguiendo lo invisible. Él, se sentía –lógicamente- nervioso al escuchar a su esposa en trabajo de parto; eran tiempos en que muchas morían pariendo. También, estaba muy ávido de conocer el género de su hijo.



Los esclavos de la casa, en especial las mujeres, estaban deseosos por ver al nuevo heredero. Cuchicheaban y conjeturaban, suponiendo que sería una hermanita la que vendría a acompañar a Luisiana, hasta ese día, la primogénita. Una hermosa pequeña de mejillas rozagantes, con ojos chispeantes iluminando la casa.

La niña, desconocía lo que estaba sucediendo. Su madre, le había dicho vagamente que -muy pronto- tendría una nueva compañera de juegos, una muñeca para amar y jugar. La única diferencia radicaba que ésta, sería de carne y hueso, tal como ocurría en el cuento de origen italiano llamado “Pinocchio”, donde un juguete de madera cobra vida por obra y magia de una varita de fantasía.

En esos tiempos, no se acostumbraba a decirles a las criaturas cómo venían al mundo, ya que estaba relacionado con el tema tabú por excelencia: la sexualidad. Algo que entre los pobladores de color, se vivía de manera muy distinta. Si bien se conservaban determinados pudores, era una cuestión tomada con naturalidad y libertad… Tal vez, la única decisión que poseían sobre sus cuerpos... Así y todo, eso también era avasallado y usufructuado en los años oscuros. La esclavitud, estaba inmersa íntegramente en los estratos sociales de aquel período de la historia americana, básicamente en los más encumbrados, debiendo los dominados responder a las “leyes” impuestas por los gringos.

Mientras el señor de la casa, dejando surcos en el tapete del recibidor, encendía un cigarro con el cual creía amainar su impaciencia, observaba a las muchachas corretear por las escaleras de la mansión, con jofainas que derramaban por sus orillas agua caliente; y con múltiples lienzos limpios, apilados entre laboriosas manos, apretándolos contra sus generosos pechos, orientándose presurosas al cuarto de la parturienta.

El Sol y algunas perezosas nubes, haciendo ronda alrededor suyo, rechazaban dejar el imperio en el firmamento, a la espera del nuevo integrante de los Grimm, ilustrándole la faena a los esclavos -en la plantación de algodón “El Dorado”- que con armoniosos cánticos le darían la bienvenida al recién nacido.

Antes de la insinuación de la Luna, Inti alcanzó a acariciar -con tibieza- el rostro del pequeño sollozante, que entre los alaridos de la puérpera, vio su luz al salir del vientre, consagrándolo con una tiara de luminosísimo ámbar de su vendimia solar.

La algarabía de los “Ayudantes del Creador”, como muchos de los criados caratulaban a la matrona y al médico, estallaba en sus rostros, celebrando el alumbramiento saludable del codiciado fruto del amor.

En tanto higienizaban a la señora, y cortaban el cordón existencial ligándola a su retoño, ella retornaba de un esfuerzo extra tras la expulsión de la placenta; y asearon también, a ese pequeñísimo e indefenso ser que -enrojecido- derramaba un irreprimible llanto cerrando los ojitos.

A medida que las risas y las buenas nuevas descendían por las escalinatas de la casa, el padre subía veloz, sorteando -sin esfuerzos- varios peldaños por vez. Sus botas, resonaban ruidosas, aminorando el estrépito al aproximarse a la alcoba donde descansaban su adorada compañera e hijo.



El Dr. King, abrió la puerta anticipándose al progenitor. Con apretones de mano y salutaciones, lo felicitó por la belleza y salud de la niña, y por la fortaleza de su mujer en el nacimiento.

El rostro de James se eclipsó, como lo hacía el atardecer –opacándose- al ser abandonado por la estrella diurna que, en el final de la jornada, dejaba sus rayos redibujando la hermosa cara de la bebé, al entrar curioso por uno de los ventanales, atravesando el cortinado pigmentado por el anochecer en crecimiento. Unas palmadas en la espalda, por parte del médico, lo hicieron reaccionar.

Despertando del enmudecido letargo del machismo derrotado, se avecinó al gran lecho, siendo recibido por la tímida y temerosa sonrisa de Claire, ostentando a la pequeña en sus brazos.

La penumbras, aún permanecían en la alcoba y en el semblante adusto de James, hasta que la Luna se atrevió a besar a la niña que abría sus grandes ojos, fascinando a esa tenue y platinada luminiscencia, y al propio padre que quedó prendado de la inocente e intensa mirada de su hija, aunque no tanto como la de su hija mayor.



-“¡Me está mirando, Amor!”- Dijo, sonriendo a la esposa.



-“¡Todavía es muy chiquita para mirar, querido mío!”- Expresó ella, ya más relajada por la “aceptación” de su niña, pese a que no fuese el hombrecito como quería su esposo.



En el ínterin en que la partera enjugaba sus manos, echando a reír por las ocurrencias del joven papá, se aprestó a retirarse, despidiéndose de la Sra. Grimm y de su “recibida”.

Con paso victorioso, haciendo galas de que el “sexo débil” no lo era tanto, oteaba de reojo al inexperto doctor, abriéndole con cordialidad la puerta para partir –ambos- rumbo a la ciudad. Esta vez, el triunfo le pertenecía a una elite de fuertes mujeres que se gestaba en el mismísimo núcleo de la familia Grimm.

Todos se alejaron de la habitación, excepto una de las criadas que entró trayendo aupada a Luisiana, momentos antes reclamando por su madre. James, aposentado -cuidadoso- en el mullido colchón, tomó a la niña de las manos de la chica, y la abrazó cariñosamente.

Ya solos los cuatro, el silencio volvía a habitar a la pareja. Cosas que no se decían eran gritadas en el mutismo, hasta que Luisiana –oportunamente- estiró sus bracitos queriendo tocar a la nena. Su padre, dejó que por encima de la cama se acercara gateando a ella; y Claire, con una sonrisa resplandeciente, se enderezó resumiendo las distancias.



-“¡Ella es tu hermana, hijita!”- Anunció con profunda felicidad la madre.



La niña de cachetes rosados y cabellos de ébano, la acarició con dulzura y delicadeza, reclinándose sobre el regazo de Claire, estampándole un beso de su boquita rosa rococó.

Rozó sus húmedos cabellos, poseedores de destellos idénticos al del oro, diciendo -a media lengua- que amaba a su “hermana muñequita”, maravillando a sus padres por la terneza y el amor demostrado, aún siendo tan menuda. Además, asombró que pidiera a la madre poder cargarla, lo que se resolvió con mucha meticulosidad. Auxiliando a Luisiana, James la acomodó cerca de donde la señora se apoyaba, y le ofrendó la bebita, honrada con su frágil fortaleza robustecida de orgullo.



Otorgándole a su hermanita un sinnúmero de mimos, los padres empezaron a debatir algunos posibles nombres de la nueva descendiente.

Al de Luisiana, lo había elegido James. Ahora, era el turno de la esposa y sus preferencias. Siguiendo la usanza con la que habían optado por el nombre de su primera hija, volverían a hacer honor a las ciudades sureñas nativas de cada uno de ellos.

Las deliberaciones, iban de Alabama a Georgia. Claire, había nacido en la nombrada al principio, pero pasó su feliz infancia en Georgia. Después, con el legado de tierras y plantaciones dejadas por el abuelo a su padre, terminó residiendo en la última, en Misisipi.

La compulsa, no alcanzaba un punto de equilibrio, y cuando eso quedaría para el día siguiente, tanto la madre y la hija debían descansar, Luisiana y su inocencia, empero de tenaz personalidad, torció la balanza por Georgia.

Los papás gustosos, accedieron a la salomónica y apropiada conciliación de la mayor de sus pequeñas, que se hizo entender y considerar.



La noche, se presentó con la oscuridad interceptada por la diosa selenita que, en complicidad con el rocío, se desparramó sobre “El Dorado” y sobre Jackson, junto con el cantar de los esclavos loando al Señor por la nueva vida. Y junto a los miembros de los Grimm, entregándose al reposo.

Un nuevo día, asomaba detrás de las extensas colinas. Verdosas en primavera, incluso en otoño; azuladas en los suaves inviernos; y multicolores durante los tórridos y sofocantes veranos.

El padre, recibió al Dr. King, que venía a constatar cómo trascurrían las primeras horas de la recién nacida, y cómo seguía la vigorosa madre, esperando afanosa por el médico para que aprobara el comienzo de labores livianas de ama de casa,

Aprovechando la visita, James se ausentó, aduciendo que debía hacer algo -muy importante- en la ciudad.

Luego que King auscultara a Claire y sostuviese a Georgia en sus brazos, con suave llanto le anunció a su origen la hora de la alimentación. La madre, respondiendo al sagrado llamado la amamantó, instalándose en una mecedora contigua a la ventana de la planta alta de la morada.

El doctor se retiró, dejándolas solas en ese instante sublime, convidado por la cocinera a degustar un sabroso pastel de manzanas, aquel que tanto le apetecía, con una gran taza de humeante café recién machacado.

En el largo trayecto del corredor, que llevaba a las escalinatas, se topó con Luisiana huyendo de sus aposentos rumbo al de su madre y hermana menor, dejando los brazos abiertos del médico, al que antiguamente se le abalanzaba jugueteando con sus gafas; y a su esclava -detrás-, lanzándose a la infructuosa carrera, tratando de alcanzarla.

El médico King, asentado su mano en el comienzo del barandal de la escalera, reía y le decía a la juvenil niñera que, los adultos, no contaríamos a partir de ahora para Luisiana. Hoy por hoy, ella tenía un motivo más de despertar alegre por las mañanas. Georgia, se volvería centro de su vida, amparándola de todo mal que se cerniera sobre ella y su descendencia en el futuro, aún en proyecto divino...



La jornada, proseguía su paso intransigente en la hacienda. Los siervos, trabajando denodadamente, recogiendo el llamativo fruto del algodón que, con altiva humildad, brotaba en los extensos campos del fértil paraje. Un blanco primor, asemejado a nubes descolgadas del celeste cielo, gravitando pomposo sobre el corindón de la pradera. Un tesoro muy apreciado que, después de recolectado, era acopiado, embalado y transformado en paño posteriormente.

Observar los esclavos en la campiña, invitaba a ver ángeles morenos en los vastos e interminables nimbos del Paraíso. Salvo que para ellos, nada tenía de comparable el Edén con esta vida sometida tocada en suerte. La esclavitud física, espiritual, emocional y cultural se daba en todos los órdenes de su existencia. Si bien, era una de las pocas granjas en donde no se les aplicaba –desde hacía años- el castigo corporal, sí eran sojuzgados en sus derechos. Algo muy “normal” en ese siglo. La diferencia de color, era el pretexto de la herejía.

Sin embargo, no eran las únicas víctimas, ya que la distinción de sexo, religión o ideas, eran puestas en tela de juicio, como lo había sido siempre desde el origen de la civilización. Lo diferente atemorizaba, y una forma de combatirlo era contraatacar a quienes generaban esos miedos sin asidero, justificando la barbarie y sus métodos.

El mediodía, centrado en el cenit con el sol en su magnánimo fulgor, recrudecía en las espaldas de los jornaleros, y sobre los coloridos turbantes de las muchachas, lavando y colgando sábanas al aire libre, impregnándose de perfume a flores retozando en bucólicas ráfagas primaverales.

En tanto en la cocina, encima de la estufa, un sabroso guisado bien sazonado más carne asada, eran supervisados por Claire, que probaba de la gran cacerola y miraba donde Luisiana jugaba con la mantelería, próxima a extenderse en la gran mesa del comedor, haciendo las veces de manto real en sus hombros, enredándose traviesamente con su largo y asalmonado vestido. Mediando el corto trecho que la separaba de su madre, estaba la cuna con Georgia adormecida, balanceada por una de las jocosas mancebas de la casona.

La visión que tenía la señora, era de ensueño. Sus niñas, juntas. Y las criadas, a las cuales adoraba y jamás pudo colocarles el denigrante mote de esclavas, disfrutando del “privilegio” de ser servidoras de casa y no de campo, tarea más pesada y sufrida. Muchas de esas mujeres, eran tan añejas como el algodonal. Otras, arribadas hacía unos pocos años.

A lo lejos, un carruaje descubierto y tirado por dos caballos, vibraban sus cascos en cadencioso galope. Era James de regreso de la villa. Al escucharle, su mujer dejó la cocina y salió al encuentro del mismo, no sin antes levantar a Georgia de su cesto, y tomar de la mano a Luisiana.

El muchacho, admiraba el rancho, satisfecho por el bendecido lugar donde se enclavaba toda su fortuna, y por una hermosa familia que se conformaba en cuentagotas. Aún, no había llegado el heredero varón que pretendía. En su interior, apostaba tener -pronto- bajo su techo a la perduración de la estirpe Grimm.

En el recorrido panorámico de sus ojos por el inmenso paisaje, fueron acaparados por la gloriosa figura de Claire y sus niñas. Hacía sólo unas horas que se había alejado de ellas, y una eternidad lo había traído de vuelta. Apresurando los caballos con las riendas, avivó el trote, abreviando el sendero que se cubría de flores, en diversos colores y tamaños, al aproximarse al hogar.



Se apeó del carruaje. Uno de los muchachos de su propiedad, desencajó la carreta y la llevó al establo junto con los corceles, acatando la orden del amo. Él, con una sonrisa que le dio más lozanía, fue subiendo algunos peldaños que lo llevaban directo al encuentro con la mirada de la esposa, siendo blanco de una brisa que hizo flamear su vestidura y delantal. Alzó a Luisiana, y tomó con la diestra el semblante acorazonado de su mujer enamorada, mirando airoso en el fondo de la cunita a la diminuta Georgia, con una cofia malva haciendo juego con las mantas, recreándose con querubines de la guarda que podía ver cuando se espabilaba.



-“¡Has llegado justo a la hora del almuerzo, James!”- Recitó, en tono suspirante y rebosado, dirigiéndose adentro de la casa.



-“Temía llegar tarde, querida… ¡Al fin, conseguí lo que quería!”- Replicó encopetado. Ella, con sumisa pasión, preguntó:



-“¿Qué es lo que te llevó a la ciudad, Amor? Esta mañana, estabas algo ansioso...”- Rematando de curiosidad al gran conocimiento de su hombre.



-“¡Ya verás…! Durante la comida te cuento, y les enseño a mis mujercitas lo que les he traído...”- Habló, denotando un gesto de picardía con lo que llevaba escondido en la chaqueta.



En la mesa, la cual era regida por el dueño de casa, la cocinera les sirvió los platos y el vino. Con Luisiana intentando comer por sí sola, y Georgia -en la canasta- cerca de ellos, con sus manitos juntas, moviendo los ojos respondiendo a los haces de luz ingresando por las ventanas. James se respaldó en la silla, y buscó en el saco una bolsa de terciopelo bordó. La abrió con lento sigilo, extrayendo dos relucientes piedras preciosas, dejando enmudecida a Claire por unos minutos, que después manifestó:



-“¡¡Que belleza, James!!... Son unas gemas maravillosas, y sus colores verdaderamente extraordinarios...”- Gozando de los facetados tesoros que –él- desplegaba en una de sus palmas.



-“Son para nuestras hijas”- Con pletórica alegría, apuntó el caballero.

-“Es algo que se me ocurrió anoche... Quería darles estos dechados de hermosura natural a nuestras niñas”- Le comentó a su esposa que, con delicados movimientos, tocaba las joyas.



-“Es mi intensión designárselas a cada una. Y en el futuro, cuando cumplan quince años, engarzárcelas en plata...Así podrán embellecer más sus respectivas bellezas.”- Terminando con el decreto, que acompañaba el regalo.

Luisiana, dejando el alimento a medio comer, se las ingenió y bajó de su alta silla, adoptando el lujoso mineral con sus manitas, afirmándola en el pecho de su hermana menor que entre los liláceos volados de la ropa, hacía lucir el verdor de una esplendorosa esmeralda, tan aceitunada como los tonos de los árboles en Misisipi, y tan brillante como los saltos del río que cruzaban “El Dorado”.

Su papá, al advertir el desplazamiento de la niña, tomó la piedra y devolviéndosela a las manos, avisó:



-“No, hijita, la esmeralda será para ti... La piedra que le corresponde a Georgia, es esta...”- Mostrándole la profundidad de la noche y sus misterios, en un arrogante zafiro.

La pequeña, examinó con detenimiento la futura alhaja que engalanaría su escote, según su padre. Y luego de navegar mentalmente por el mar encerrado en la gema, volvió a puntear con sus dedos el glorioso destello de ilusión, atrapado en la otra.

Desafiando con su pequeñez los designios paternales, vio el camino de retorno al pechito de su hermana con esa beldad cetrina, y contuvo con pasión al zafiro, muy oprimido contra las alforzas de su vestidura, como si reteniendo a la roca azulina, protegiera a su compañera de la enigmática nebulosidad del azafirado obsequio.

El padre, rio con ternura y soberbia. Su muchachita mayor, sin ser un niño, tenía el carácter muy parecido al suyo. Iba en busca de lo que quería. Pero él, no comprendía todavía los sentimientos que se removían impetuosos y pletóricos en el interior de su hija, capaz de ser la precursora de una formidable tempestad, cambiando la historia del pueblo.

James, guareció a las valiosas gemas. Deberían transcurrir trece años más hasta que la primera niña, accediera a la potestad de la joya; y quince años, para que Georgia fuera la futura guardiana de la que a ella le correspondía.



Así fueron pasando los meses, los años y las cuatro estaciones, volcándose exactas en la finca y sus vidas. Las pequeñas, crecían fuertes -día a día-, destacando virtudes a cada instante. Luisiana, tenía un temperamento fogoso e intrépido, con una imaginación que se acrecentaba con los cuentos que su madre le leía, ideando otras historias que después contaba a su hermana menor por las tardes después de la merienda en el jardín.

Y Georgia, con honda admiración a la voz cantante de la familia, se deleitaba con su compañía. Pasaba horas conversando y jugando con ella. De personalidad más sumisa, si cometía alguna fechoría, aceptaba resignada el reto de su padre, gran imponedor de penitencias. Sin embargo, Luisiana era la depositaria de la totalidad de los enojos de James. Habitualmente, cargaba con las inofensivas travesurillas de la más pequeña, volviéndose el objetivo predilecto de enfados frecuentes y largas reprimendas.

Algunas veces, en la finca no todo salía como el amo quería, ya que el contexto en general de aquellos años no era favorable, llevándolo a agriar su genio, desdibujando al alegre muchacho que había logrado conquistar a Claire, pese a que su matrimonio se constituyó por intereses económicos y no tanto por cariño. El afecto, conforme decía la gente grande, venía con el tiempo.

A medida que aquel hombre cándido, de modales distinguidos, se diluía con el paso de los años y las vicisitudes cotidianas, se apoderó de -él- el constante reproche a su mujer por no haber podido concebir un hijo varón, lo que consiguió borrar la plenitud de sus rostros.

También se le añadió a los contratiempos hogareños, que Luisiana comenzaran a manifestar ciertas dotes de agorera. Soñaba por las noches, para amanecer y contarle -a quien viera en primer término-, los difusos presagios que se aventuraban sobre la familia. Algunos muy buenos, otros no tanto.

El padre, solía decirle que eran inventos, que tantas fábulas relatadas en consonancia con su afiebrada imaginación, acababan por asemejarse a la realidad.

Cabe señalar que -el Sr. Grimm- disfrutaba cuando los buenos vaticinios de la hija se consumaban, argumentando que ello resultaba de sus acertados manejos del negocio de la plantación. Y despotricaba contra su creatividad, cayéndole como furioso vendaval, cuando la prosperidad no estaba de su lado.

La niña, aprendió a guardarse los sueños y visiones al darse cuenta que debía callar ese tipo de situaciones, las cuales -para sí- eran verdades absolutas y sobrevenían indefectiblemente.



Grimm, proponiéndose evitar a que persistiese con “semblanzas de hechicera de feria”, decidió que era tiempo de tener una mascota a quien cuidar, en conjunto con su hermana. La estancia era muy grande, pero eran contados los animales con los cuales podían entretenerse. Solamente, poseían algunas aves de granja y caballos. Entonces, en una de sus tantas idas semanales al poblado, un buen día trajo un animalito para las niñas.

Al llegar, las llamó ante su presencia y les entregó una canasta de caña. La misma, en su base mostraba un esponjoso cojín que acogía a un desconfiada gatita de angora, de bonita tonalidad plateada, similar al centelleo similar de las perlas cultivadas.

Encantadas con el regalo, abrazaron con tenacidad al padre. Y previa promesa de atender al cachorrito, lo alzaron en sus brazos, acunándolo y acariciándolo. Después, recorrieron docenas de nominaciones que probablemente tendría, signándola con el nombre de Tomicca.

Las niñas Grimm, estaban deslumbradas con la mascota. Crecía a la par de las dos. Cariñosa, dulce y dueña de una insolente preciosidad, hacían de su felina compañía un verdadero deleite. Luisiana, como de costumbre, le encontró magia a la gatita. Decía que -Tomicca- era una princesa encantada, y que por ese motivo era tan elegante y cautivadora.

Según la mayor de las hermanas, ansiaba ser como la cuadrúpeda soberana, contoneándose osada por la casa, concitando el interés de sus miembros, haciéndose fin de miles de caricias.

Luisiana insistía que, al ser señorita, sería como ella:



-“Cuando sea mayor voy a ser una gata... Todos, me mirarán y me amarán”- Sentenciaba siempre que podía. Para colmo de males, Georgia festejaba sus agudas picardías.



Con el paso del tiempo, lo que a su padre antes le había parecido gracioso, se convertía en una fastidiosa letanía que debía sofocar con celeridad y severidad, vedándole decir ese tipo de frases poco agradables.

Lo que el señor desconocía, era que su hija avizoraba en el porvenir, hechos desafortunados y muy semejantes a los de la gata.

Asimismo, Luisiana era una muchacha muy curiosa; todo lo analizaba e investigaba. Durante los crepúsculos, había notado perpleja que Tomicca desaparecía, regresando amanecida. En una de esas noches, en que la minina se fugaba del cuarto donde descansaban con las hermanas, ésta la persiguió, notando estupefacta como la refinada mascota, se rodeaba por varios machos felinos de las fincas aledañas.

La gata, vagaba entre ellos atisbándolos, como si -la muy coqueta- escogiera el socio ideal de esa noche apenas alumbrada por la Luna. Luego, se internaba en los bajos matorrales, cerca de la casona… Posterior a eso, Luisiana solía escuchar una incontable sucesión de los maullidos lastimosos... Uno de los días en que la siguió, logró ver lo que hacía…

La vida, pasaba incesante en la familia. Las hijas, despuntaban a una adolescencia agraciada en donosura y lindeza hasta que -al fin- llegó el gran día, el hito histórico que involucraría al futuro familiar: el cumpleaños número quince de Luisiana.



Esa mañana, fue definitivamente gloriosa. En el abundante desayuno, programado por la madre para la circunstancia, su padre hizo entrega a la cumpleañera de lo que había adquirido el día posterior al nacimiento de su segunda y última hija: una hermosa esmeralda, con cientos de caras que reflectaban inequívocamente el bello aura de la jovencita.

La joya, ya incrustada en una especie de garra argentada pendiendo de una cadena, invistió su rosada garganta, apareciendo rutilante en medio de sus largos y asedados rizos. Ella, estaba feliz con los quince años recién cumplidos, aunque no tanto con el regalo, disimulando con esmero -frente sus padres- tal desazón.

En realidad, Luisiana no despreciaba la joya, sino que anhelaba -para sí- el zafiro destinado a Georgia, que le correspondería cuando le tocara la edad de recibirlo.

Consecutivamente a tomar los alimentos de la celebración, su hermana no perdió oportunidad de preguntarle el por qué de la desilusión que revelaba, de manera indisimulable, en su rostro:



-“¿Qué te ocurre hermana? ¿Por qué estás tan triste en este día tan lindo para ti? ¿Acaso no te agrada lo que Papá te ha obsequiado?”- Inquiría, buceando en los gestos de su confidente.



-“No… no es eso mi amada Georgia… Es sólo que esta piedra, es la que a ti te toca. Ella, concentra la claridad que te define… Transparencia y pureza”- Adujo convencida, escondiéndole una angustia que enmudeció la risueña voz de siempre.



-“Pero el zafiro que me darán cuando yo cumpla años, es muy bonito también. ¿No crees...?”- Preguntaba la menor de las Grimm, titubeando.



-“Claro… es hermoso… Sin embargo, encierra enigmas muy potentes… En cambio, esta esmeralda es luz que contrarresta toda la carga inexplicable sentida al tener en mis manos a la otra piedra, a la gema azul… Créeme, lo percibí el primer día que la toqué, hermana”- Trataba de esclarecerle a Georgia, entretanto también intentaba asimilar lo que -con más poder- se incrementaba en sueños difusos durante las noches.



Ellas, se silenciaron. Luisiana, para no inquietar a la más chiquilina. Y Georgia, acompañando eso que no conseguía dilucidar en los ojos de su eterna protectora. Por lo tanto, con el afán de calmar el taciturno clima originado por su constante interrogatorio, buscó una salida a la pesadumbre de la más grande:



-“Ha de haber un modo de que no estés apenada Luisiana… No sé qué hacer para aliviar tu congoja…”- Expresó, inspeccionando en su recóndito interior, prestando atención al escuchar:



-“¡¡Ya lo sé, Geo…!! ¡¡¡Sí!!!... Me parece que encontré una la solución justa para esto…”- Enseñando en sus arreboladas facciones, la sonrisa que había dado por perdida, continuando con la frase empezada por la menor:

La más pequeña, al ver su contento y saber que había hallado el bálsamo al problema, entró en la dulce serenidad que ella le otorgaba –invariablemente- en los momentos de dolor o de miedo, anunciándole lo pensado:



-“¿Qué te parece Georgia, si al llegar tu día dentro de dos años, intercambiamos las gemas? Tú, tendrías la esmeralda, hoy a mi cuidado, y yo obtendría el zafiro que aún tiene nuestro papá… ¿Estás de acuerdo mi niña?”- Consultó animada, tropezando con el remedio a los padecimientos de los mortales.



-“¡¡Síiii!! Me parece acertada tu proposición. Me parece muy bien… Y ¿sabes algo...? Pienso que esto debería quedar guardado -entre las dos-, como un secreto...”- Argumentaba la jovencita.



Luisiana, con un gran peso quitado de encima del corazón, abrazó con efusión a Georgia, culminando la idea creada por ella, y acabada por ambas, con un inquebrantable y fraternal pacto:



-“Cuando seamos mayores, y tengamos hijas, le pondremos los nombres de estas piedras preciosas…”- Fraseó satisfecha. La menor de las Grimm, más feliz que nunca, aceptó el compromiso.

CONTINUARÁ…

Star InLove


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