Capítulo 20


“No codiciarás…”

Llegando al día de Venus, Esmeralda ya se había pacificado, por lo menos con las mujeres de la familia. Al padre, lo esquivaba. Si lo miraba de frente, no soportaría más el enojo que le producía y le lanzaría en su cara lo que pensaba acerca de él, su denigrante filosofía y la manera de conducirse en la vida. Pero tenía que apelar a la prudencia, estaba obligada a recurrir al razonamiento. Tantas veces se propuso cambiar algo de su entorno, y tantas veces quedó en simples expresiones de deseos. Esta vez, no esperaría más. Si no actuaba de inmediato, ocurrirían cuestiones de gravedad.
Además de ello, comenzaba a batallar con ese flamante objetivo, recién estrenado: la apetencia por la carne, por el sexo….
En distintas etapas del día, tuvo la necesidad imperiosa de encontrar a Michael. Una, para perdonarle. Y otra, para tocarlo. Sentir su piel a lo mejor le bastaría, para llenarse al menos el alma con su ser. Quizás sería suficiente con eso…

Durante el desayuno, sus padres le plantearon que al día siguiente, el domingo de su cumpleaños 18, harían un discreto festejo durante la merienda. Era tradición hacerlo, como pasaba con cualquier familia normal en esas fechas. Únicamente que ahora sería algo corto, familiar, ya que Brighton partiría seguidamente a un viaje de negocios. Esmeralda malició que viajaba en busca de más esclavos para la plantación. Lo que serían un par de jornadas afuera y nada más, luego un inmediato regreso.

La cumpleañera pretendió negarse ante el anuncio, en represalia por lo que había conocido de boca de Donna. No tenía ganas de fiestitas y sonrisas. Estaba rabiosa, dolida, destruida. Pero terminó aprobando la disposición, dada la persistencia del Dickens. No era simple contradecirle.

Aparte no le vendría mal distraerse un poco, dado lo acaecido, y también estaría bueno pasar un tiempo sin la severidad patriarcal. A su regreso, quizá ya habría reposado su disgusto, y le sería más fácil afrontarlo y se atrevería a encararlo de alguna forma. Así que aceptó, más o menos de buena manera.

De la merienda festiva, participarían también: la abuela Claire y el abuelo Francis. Una hora, dos a lo sumo, y la formalidad estaría cumplida. Formalidad que asumía como una imposición, una más de las tantas exigidas. Lo que no le impediría repensar las evocaciones constantes, de las veces que así fue y en las que Michael nunca participó como invitado a su mesa.
Ella siempre lo había reclamado. La respuesta recibida era un gigantesco pastel y globos multicolores, enmascarando una negativa feroz o una explicación valedera que la dejara conforme.
Eso sí, al día siguiente, el milagro sucedía: se reiteraba infaliblemente el recreo, cerca del arroyo y lejos de la casona, con su madre y Hester Sue como cómplices de un crimen; y con Michael, el invitado de honor, apartado de las miradas y de las divisiones.

Pasada la reunión, la joven Dickens volvería a la habitualidad, a lo cotidiano, igual que en los últimos días. Sin lograr ver a su amado y sin mitigar el gusto por ser poseída una vez más.
Su amante adolescente -al parecer- tomaba al pie de la letra aquel desprecio posterior a estar juntos por única vez. Lo rescatable de ello, es que había entendido que Donna, su aliada archirrival, había hablado con la más pura sinceridad y no había cumplido con un supuesto pedido de Michael, el hombre en común, buscando su indulgencia.

Ese día –Esmeralda- perdió la plenitud de las ilusiones, pese a saber que lo habría forzado a ese alejamiento, limitándolo con tal penitencia por el engaño cometido. Los rezos para volverlo a ver, no resultaban tampoco. Tanto había sido el rencor, que no llegó a saber la cantidad de ocasiones en la que su dulce siervo, la custodió desde la corta distancia física y desde las profundidades de la veneración prodigada.

Cuando la noche sabatina asolaba su desdicha y la soledad de su alcoba, una imagen gallarda se coló por el ventanal, depositando lo repentino debajo una montaña de almohadones de satines bordados y entorchados de esperanzas en su cama.
Se fue pronto, antes que el reloj diera las 10 en punto, fidelidad marcada por el inicio del descanso.

Después que dejara el mensajero el recado, reapareció “Piedrecita” acarreando su ánimo apagado. Cambió las enaguas por un largo camisón, tanto como su rostro, hasta los pies. Y presta para entregarse al sueño, inseparable amigo que la aguardaba en las umbrías, comenzó a quitar uno a uno los cojines. Al extraer el penúltimo, descubrió extrañada la presencia de Blosson, con su vestidito limpio, su cabello de lana –bien emprolijado- y entre sus manitas un rectángulo de papel –también muy prolijo- con una nota que en grafito convidaba: “Te espero este domingo, a las 6 de la tarde, en nuestro árbol…”, más el añadido de un corazón con doble delineado, uno dentro de otro y entrelazados.

¿Quién otro podía ser, sino Michael? Su manera de escribir, el perfil del dibujo y sus letras chuequitas, tan graciosas como el camino trazado por una hormiga laboriosa, se transformaba en arcoíris en los ojos de la enamorada. Lo que tanto ansiaba, había llegado.
Sin desprenderse de la tarjeta, tomó a la pepona y se arrimó la ventana, imaginando ver en la creciente oscuridad a su chico, esparciendo luz al andar. No obstante no lo encontró.

El que sí la atisbaba desde abajo, unos pasos más allá donde crecían algunos cardos, era Junior mascando semillas de girasol y haciendo su habitual rondín merodeador. Vigilaba el sueño de los Dickens, por prescripción del patrón. Y asechando el cuarto de la muchacha, por sórdido reflejo esencial.

Quedó fascinado con la visión de ese ángel celestial, amparado tras los postigos a medio abrir. Rodeado de visillos acariciando su esbeltez, trasluciendo bajo el camisón a unos pechos apetecibles y unos muslos imponentes de niña vuelta mujer. Una ráfaga acólita del descaro, se la mostró íntegra a ese sátiro en progreso, adhiriendo la tela a su piel.

La boca se le hizo hiel, más no agua. Sudó a lo desgraciado y la codició como nunca. Tenía que ser suya y de ningún otro. -“Esa linda cachorrita, será de pa´este coyote…”- Pensó. Aunque debía aguardar y no arriesgarse por una calentura momentánea.
No se fue de allí hasta que la chica cerró los vidrios, sus pestañeos y su conciencia, perdiéndose en la niebla espesa que coronaba esa noche…
Ella se durmió al calor de la carta, de Blosson y una renovada confianza. Mañana lo vería otra vez a Michael. Suerte que a las 6 de la tarde, ya estaría desocupada del menester del cumpleaños.

El domingo, despertó entusiasta. Era uno de esos amaneceres soñados, esos que a Esmeralda le encantaban. Lo observó extasiada mientras imaginaba disfrutarlos con él, algún día y a la vista de todos, en libertad.
Se desperezó, se lavó el rostro y se vistió para su segundo gran día…

En la previa de la festividad, el café con leche junto a sus familiares, estuvo rodeado de felicitaciones y obsequios. Aún en ayunas, Papá Brighton le regaló una bella estola con margaritas pintadas, digna de la nobleza europea. Mami, de lo mostrable, le dedicó un cinturón razado que hacía juego con la ropa elegida para el festejo. Mas una caja, que le advirtió no abrir hasta estar sola, ya que contenía “objetos invisibles” tal cual argumentó… Dicho estuche, mediano como el regazo de la cumpleañera, contenía a saber: corsetería fina, más apretada de lo habitual, con ligeros y moñitos. Ya eran para toda una damita de 18 años recién cumplidos. Estaba permitido servirse de ellos.
En el fondo había unas pantaletas lisas, sin los bolados característicos de las niñas. También la caja comprendía: un par de calcetas, confeccionadas en muselina color piel, igual a las usadas por las señoras, enseñando apenas los tobillos.
Y entre los abuelos Claire y Francis, le compraron una sencilla pulsera de plata, con similares eslabones a la cadenita de la cetrina joya que le daba su nombre.

El séptimo día caminó cansino, hasta alcanzar las 5 en punto de la tarde. La señorita cumpleañera, se terminaba de arreglar para la ocasión con lo obsequiado. Estaba fascinada con la totalidad de sus regalos, pero más aún con los de su madre. Ya que lucía como una chica mayor, se sentía como una mujer de verdad. Resaltando sus cualidades femeninas, casi como en la más plena intimidad…
Quizás Geo no se habría dado cuenta, pero las pantaletas eran un número menos a las que tenía habitualmente, destacando con audacia su triangular anatomía…

Se perfumó un poco, preparada a conquistar y no marear, y revisó después el lugar por donde escaparía al encuentro con Michael, al que sin duda perdonaría. Ya tenía pensado renunciar a hacerse la complicada.
El enrejado por donde crecía la enredadera -Reina de la noche-, quedaba establecida en escalera de auxilio a partir de esa tarde. La misma utilizada por el travieso y entusiasmado noviecito, al traerle el pedido de reencuentro.

Dejando la ansiedad en la recámara, se dispuso a bajar la enorme escalinata. Todavía no había llegado a la mitad de ella, cuando la detuvo la inminente falta de luz. Las celosías se encontraban herméticamente cerradas. No podían ni verse los pensamientos, menos las manos y el lugar donde pisaba.

Al intentar un paso más, y antes de darlo en falso, los cortinajes se abrieron de golpe y al espontáneo: ¡¡¡SORPRESAAAA!!!
Un muestrario de gran parte del pueblo, se agolpaba al término del alabastrino último escalón, llenando las instalaciones del estar de la vivienda.
Esmeralda, quedó azorada e inmutable. Le costó un largo rato reaccionar de la conmoción. Un nudo en la garganta se le complicó, como un nudo en la horca.
Si a la vuelta de la larga estadía en Chicago, su casa se había llenado de gente, ahora ese nutrido grupo de extraños, se sumaban a otros tantos desperdigados por la casona. ¡Estaban por todos lados! ¡Una situación calcada de la anterior, pero potenciada! ¡¡Estaba… ABSOLUTAMENTE RODEADA!!

Había varios muchachos, con tacitas de ponche en sus diestras, flanqueando a sus hermanas con paquetes matizados para la homenajeada. También una facción de los padres de ellos, acompañándoles. Era la segunda oportunidad que tenían de intentar ligar a los señoritos, con la heredera de “El Dorado”. La primera había sido precisamente a su regreso en el exilio, aunque con resultados desfavorables.
A la inmensidad de los invitados, se le agregaron unos cuantos niños –siete en total- correteando incansables alrededor de la mesa dulce, conteniendo altiva: bombones, masitas y el enorme pastel alusivo, suficiente para alimentar a un regimiento entero.

Ella, permanecía desvaía. Tanta era su perplejidad, que los invitados se le quedaron mirando. Aguardaban ganosos una respuesta suya acorde a semejante oportunidad, y no a esa típica expresión de oler repollo hervido que le deslucía su lozanía.
Las sonrisas se devaluaban en las mejillas de los intrusos. En apariencia la cumpleañera, no se sentía a gusto con la tremenda fiesta ofrecida ni con tanto invitado.

Un algo en Esmeralda la reanimó, la hizo reaccionar. Tal vez un reloj interno, resonó bullanguero, recordándole que otro contra la pared había dado las 5 de la tarde. Quedaba el margen de una hora exacta de festejos y finalmente se quitaría a esos fastidiosos convidados de piedra.
¡¡VER A MICHAEL Y ESTAR CON ÉL, ERA LO ÚNICO QUE LE IMPORTABA ESE DÍA!!

Rápidamente sonrió con amplitud a los contertulios. -¡¡¡Que alegría!!- dijo, sin dejar de detentar sus brillantes dientes. La actitud no condecía mucho con lo emitido. Sonaba a falsedad, a un mimo de suegra. Pero alguna cosa estaba obligada a hacer, para pasar el momento.

Las señoritas, se fueron acercando a saludarla y recubrirla de regalos. Los que debió abrir de a uno y agradecer efusivamente a sus entregadoras y a los progenitores de estas. Y los jóvenes, mocetes ellos, traían consigo también respectivos ramos de flores. Eran enormes, de acuerdo a las expectativas y al poder adquisitivo del postulante a novio.
Le arrimaban con caballerosidad los bouquettes y trazaban –tímidamente- una reverencia. Nada de besos en la cara. No era común que se le invadiera el metro cuadrado a una señorita soltera, aunque se esmerasen en llamarle la atención al pretender estamparle un beso en las comisuras. Solamente se les permitía eso, cuando eran muy conocidos, casi novios, previa aprobación del padre de familia, que supervisaba cauteloso las visitas. Ni siquiera estaba bien visto, arrimárseles demasiado en ocasión de una fiesta de natalicio.
Igual, algunos de ellos estaban más atraídos por la ponchera, pese a no contar con una sola gota de alcohol, que por la estrecha cintura de la invitante, libre del miriñaque, pero portadora de una pomposa falda que la hacía lucir ideal.

La legataria de la mítica hacienda, ya no los usaba desde su vida en el Norte. Allá eran antiguas. “Demodé”, les decían. Lo cual fue motivo suficiente para convertirse, en ese instante, en el centro de las críticas de los convidados del sud.
Otros chicos en cambio, sin importarles mucho las bebidas y nimiedades de la moda, seguían a Esmeralda, a lo guardia real, ayudándoles a ubicar las ofrendas otorgadas en un lugar –previamente establecido por Georgia- para exponerlos.

La hora fenecía con el paso acelerado de las manecillas del reloj de pie. Enhiesto, como un faro inmune a cualquier súplica de detención. Pronto serían las 5 y media. Y ella abriendo cajas, cajitas, estuches y estuchitos. Acogiendo más y más invitados. Inclusive a un par, que no habían recibido las invitaciones.
Tal era el caso del hijo y del sobrino de Miller -el reverendo-, que se atrevieron a colarse. No sentían el más mínimo provecho por pescar a la muchacha cumpleañera, ni a ninguna damita desesperada por un matrimonio acomodado. Que hubiera un buen servicio de comida, convenía para presentarse con sus mejores trajes y sus rostros de caraduras.

El señor Dickens, se molestó un poco en principio al verles. Empero prefirió disimular y permitir que disfrutasen de su bonanza. Con esa actitud, se ponía por encima del predicador, que ya se había puesto en evidencia como un verdadero truhán, al no condecir con los que pensaban distinto a él. En la cabeza de un autoritario y un déspota, jamás entra la idea de que alguien disienta con lo atrasado de su pensamiento.

Total, los primos Miller no aguantarían mucho una fiesta tan formal. Pronto se marcharían, probablemente a terminar a deshora acodalados en la taberna, “rescatando descarriados“, como preferían contar. Antes, habían pasado por allí a entonarse un tanto.

Y la orquesta comenzó a tocar… Dos instrumentos de viento, el resto de cuerdas, eran ejecutados por parsimoniosos caballeros de tocados empolvados y levitas con exceso de apresto. Esmeralda, ni los había divisado entre tanta gente y entre muchos nervios. Ni pudo escuchar que tocaban. Estaba demasiado histérica, aunque lo disimulaba muy bien con una sonrisa enorme y permanente, al punto de entumecerle la mandíbula.

El gran dilema era: ¿cómo haría para llegar a tiempo a la cita con Michael? La recepción recién comenzaba y no encontraba forma alguna de cortarla. Nada original se le ocurría, en tanto el conjunto de los celebrantes, invadía los más ínfimos espacios del living-room, contentos con la puesta en marcha de un ágape descomunal, criticando el atavío de la señorita Dickens y desmenuzando el chisme estrella del fin de semana: lo de la esposa de Miller… Pese a que dos de sus parientes permanecían ahí, no lo eludían. Más se apilaban en pequeños grupos, censurando y juzgando los hechos. Una realidad que en verdad desconocían en totalidad.

En el galimatías pueblerino, rumores indescifrables asaltaban a Esmeralda. El runrún no aquietaba sus fiero sonar. ¿Sería en realidad algo sobre esa señora lo que parloteaban aquellas lenguas venenosas? ¿O sería que habrían advertido que Esmeralda Dickens, ya no era una chica honesta, conforme calificaban a las chicas que eran intocables? Algo de eso habitaba en el tono de tal conversación.
Cuando se aventuraba a enfocar sus oídos en torno del cotilleo, en seguida se producía un silencio cortante, escondían sus caras y proferían acaloradas ilustraciones de “ese asunto escandaloso” del que tanto se espantaban.

En varias oportunidades, y mientras el tiempo trascurría, la cumpleañera le consultó a su madre: ¿Qué era lo que cuchicheaban los invitados y qué era lo que fervorosamente le evitaban a ella y de las demás jovencitas presentes?
Georgia contestó con una evasiva, lo que era de esperarse. Seguía el código del resto. Ella también quería salvaguardar la integridad moral de su hija, aunque no juzgaba las acciones que envolvían a la señora del predicador. Unos días atrás, la abuela Claire la ponía al tanto –gracias a doña Gina- del evocado “asunto escandaloso”…
Pronto la muchacha perdió la inclinación por lo que hablaban. La acucia de inventar la manera de escapar de la fiesta, acaparaba sus sentidos. No se ocuparía de cosas que no le competían.

La resolución se presentaría de un momento a otro. O las campanadas del reloj, alcanzarían la meta antes que llegara la iluminación mendigada.
Fue ahí, que al observar a cuatro de los niños más traviesos de la recepción, birlando unos pastelillos desbordando jalea de arándanos, una ingeniosidad se le ocurrió.
Correteando el más chiquillo al más grande de los ladronzuelos de confituras, el copete de crema sobresaliente, se hizo acreedor de un soberano mordisco del poseedor. Y fue ahí cuando Esmeralda, aprovechó el entrevero de manotazos azucarados, que exigían la división del botín. Empujando al primero, y en caída libre, ese le asestó de lleno al delicado género del faldón de la celebrada. Ella lo había interceptado a propósito, para quedar completamente untada, generando así un motivo acorde al escape.

La revuelta por el problemilla, quedó zanjada con unas caricias en las cabecita del nene. Precaviendo por anticipado que sus ojitos se inundarían de susto por la tropelía cometida, la muchacha impidió que sus padres, se lo llevaran a pellizcos cerca de ellos, esquivando así un nuevo atraco a la mesa repostera.
Lo calmó y lo dejó jugando con los demás niños, entusiasmándolos con un juego inventado. Acaso el niño, sin quererlo, se convertía así en partícipe incidental, propiciando la treta de la adolescente.
Faltó nada para que Geo, Claire y Hester Sue se apostaran en su periferia, limpiando el vestido que evidenciaba una grandiosa emporcada.
Una amable disculpa, fue el introito de la “breve” ausencia que vendría a continuación, tras abandonar a los comensales en el mejor de los mundos.

Esmeralda, estaba más que feliz por la ocurrencia sucedida. El paso consecutivo fue contarle a mamá Geo, que tomaría un baño. Frente a la sorpresa, le secreteó que la mentada jalea y crema del cup-cake, había traspasado incluso su combinación, lo cual justificaría la tardanza.
Fue glorioso cuando se escurrió por las escaleras, rumbo a la alcoba. Parecía flotar encima de los mármoles de Carrara. Pensó que su padre, pronto preguntaría por ella y por el objeto de la desaparición. Cualquier explicación, ahora descansaba en las facultades intelectuales de Georgia.
La fugitiva creyó tener todos los cabos atados… Aunque siempre hay uno que nunca se vaticina y que nunca falla…

El cambio de vestido y enaguas de miss Dickens, fue tan veloz que apenas si podía verse los brazos, por la forma en que los movía, sacando y poniéndose otra falda. Ellos llevaban una velocidad asombrosa.
Un poquito más del perfume “Reina de la noche” –aunque fueran las 6 menos cuarto de la tarde- en el cuello, encubierto por la infaltable chalina de margaritas, fue suficiente para reforzar sus encantos.
Tan hermosa se veía y tan angelical era su naturaleza, que costaba imaginarla en la situación que ella había provocado. Sus cualidades personales, discordaban con la huida emprendida. Distaba mucho del comportamiento de una “señorita de su casa”, trepada al antepecho y a la escalerilla por donde se enzarzaba fuerte la enredadera. Era una auténtica salvaje, escapando de su jaula de oro.

Del murete pasó rápida a la frágil escalera y de ahí bajó bruscamente a la planta inferior, que daba al exterior de la casa. Después aceleró sus piernas, corriendo más que nunca, hallando así el camino que la conduciría a la confluencia con el Amor de su vida.

Convulsa arribó al árbol establecido como punto de encuentro. En defecto, Michael ya no estaba a la vista.
Le faltaba el aire y le sobraba rabia, por tantos obstáculos esa tarde. Seguro que él, había interpretado un plantón, un nuevo correctivo a su confeso engaño con Donna. No habría querido aguardar en vano un “no” por respuesta a su romántica cita.
Enloquecida y odiándose a sí misma por el retraso, movió sus ojos almendrados hasta divisarlo caminando. Se le veía abatido, con un caja de madera en su diestra alargada, tanto como su rostro entristecido.
Con un sordo grito, intenso como la punzada que hería su barriga, lo mencionó amorosa: ¡¡¡MICHAEL, MICHAEL!!!... Y a ambos se les hizo la luz…
De la espesura del bosque, casi tragándoselo, él se remontó sobre sus huellas descreídas. Volvió muy rápido, justo para detenerse a la distancia prudente entre un beso y un abrazo. Lo cual fue, sin descartar alguna de las dos opciones, luego de asentar con cuidado en la hierba al mencionado cajón.

Se dieron al final aquel beso y ese abrazo, que augurados por sus emocionadas pieles se hicieron impredecibles… E impredecible fue también aquel cabo suelto, infaltable e inhumano. Únicamente que no se tuvo en cuenta, y tenía nombre y apellido: Junior Coltrane, de tapadillo persiguiendo a la señorita Dickens, como a las instancias que él bien olfateaba.

El hijo del caporal mayor, era tan zaino como su predecesor, que se había granjeado la confianza ciega de su patrón anterior: el Sr. Grimm. Sumándole la avenencia del patrón Dickens, un hombre proclive a las conspiraciones, lo hacía fácil de engatusar con alguna argucia bien montada.

Desde la frialdad, Junior se fue acercando sin que ellos lo advirtiesen. Se hallaban ocupados en enredar sus lenguas, anidando en espacios infranqueables imposibles de adivinar. Eran besos descocados, de esos que desatan marejadas en cualquier época o universo…

Las relativas presunciones del hipócrita muchachón, habían pasado a la categoría de certezas absolutas. Y estaban allí, enfrente de sus ojos. A partir de ese instante, ningún detalle se le perdería. Aunque muriera ahogado en su propia bilis, aunque se quemara de deseos por esa chica imposible que en su miserable vida, le prestaría atención. Si hasta se daba cuenta que le tenía cierta inquina. Sobrado alimento para al que llamaban “chacal”. Era oler la carne, si era juvenil mejor, para ponerse loco. Era una invitación al ataque, más si se la mezquinaban. Era la preciada hija del mandamás. Pero máxime, si ese esclavo infernal la había enamorado y la había hecho suya.

Mientras los espiaba, maquinaba ajustar su objetivo: una intriga interesante. Conseguir la voluntad de esa bella pieza de caza, retenerla y comérsela, sería lo ideal.
Era un torbellino de ideas, era un verdadero desquiciado. Encima más temprano, había tenido que soportar las burlas de sus amigotes los Miller, pavoneándose con él por meterse en la recepción del natalicio, cuando él debía quedarse de cuidador afuera de la mansión.
Ni vio cuando Michael la saludó por su cumpleaños. Le restó importancia al regalo que él le hizo. Un adorable conejito castaño, que entre los dos bautizaron: Diógenes. Mucho menos alcanzó a escuchar el pedido de perdón, que se debían el uno al otro.
En lo único que puso su taimado foco, fue cuando la parejita en su seguidilla de cariños, cada vez más propensos a lo censurable, se arrimaron -bien pegados- al nogal de las diabluras...
Ya no le quedaban más párpados exagerados de incredulidad. Una cosa era suponerlo y una muy distinta era ver lo que vio…

De pronto, la cumpleañera de sus sueños depravados, con un zarpazo se bajó el escote. Pese a eso y por causalidad, no logró mostrar en totalidad sus aréolas amapolas ni sus adorables pezones bolita. Los que se volvieron blancos de la deseosa boca de Michael, apropiándoselos en una chupeteada fenomenal.
Ella, arqueaba su torso de hespéride sibarita, igual a las que pueblan el atardecer en los puertos mediterráneos, codiciando un impaciente pescador, tras meses en altamar…

El esclavo respondía con su cadera cimbreante, empotrándola contra la corteza del árbol de nueces. Su faldón obstaculizaba con facilidad, los álgidos denuedos por penetrarla de una buena vez. Michael se sentía fuera de control. La respiración entrecortada de “Piedrecita”, lo enloquecía formidablemente. La jovenzuela no dudó en comenzar a descorrer los velos que la recubrían, ni las fronteras a traspasar que los dos podían soportar. El ardor de los minutos, apenas se lo permitían.

Primero, subió con fineza la bonita falda. Después, ya sin tantos tapujos, la que cumplía la mayoría de edad, alzó la combinación exponiendo al tacto del novio –y a las incrédulas pupilas de Coltrane Jr.- un apretujado y traslúcido calzón, sujeto por ligas tensas, que ya evidenciaba una copiosa humedad…
La pulcra señorita, se desleía por dentro ante los incesantes magreos de la lengua de Michael devorándole el corazón y frente a los embates de su inquieta pelvis, que con esfuerzo aún contenía un imponente miembro erecto, dentro de los viejos pantalones. Aunque se lo restregaba magistralmente contra su sexo, oculto y muy abierto. Ese sí se insinuaba indisimulable, debajo de aquella tela sutil, tenue como el papel de arroz, presto a ser rajado.

-“¡Amor, todavía me duele desde la otra vez…!”- Avisó Esmeralda al entusiasmado amante. La aclaración fue inaudible para Peter a pocos metros de allí, pero suficientes para continuar encendiéndose de más envidia potenciada que de un mero antojo carnal.
En cambio Michael si la escuchó, pese al dominante sopor que lo tenía a bien traer. Una nueva disculpa por su desaforado comportamiento y una nueva acometida, ensayo de coito, que se arriesgó a frenar.
-“¡¡Pero es que te deseo tanto, mi Princesa, que no me puedo medir…!!”- Dijo con un jadeo eterno en el oído caliente de su preparada prometida. A ella algo la detenía, y no era su íntima y notada irritación…

-“¡¡Sabes, me siento preocupada…!!”- Respondió, queriendo dar un razonamiento con un pellizco de coherencia. El deseo también se la engullía. Tampoco podía obviar esos besos profundos, ni las lamidas tiernas en su cuello, menos las pinceladas de saliva, incólumes en sus senos al desnudo. Pero por encima de todo aquello, no podía librarse de la quemante emoción de tener la dureza de Michael, interceptada por los lienzos de los dos. Era inútil resistirse a ello. Los alrededores se disipaban, con la simplicidad que se entrecierran los ojos.

-“¿Preocupada…?”- Preguntó con mucha seriedad y ronroneo, el excitado vaivén de él. Sin embargo, continuó y no dejó de abrazarla, ni de juguetear con su pezoncito vivaracho, ni siquiera de masajear los muslos prietos, rosados como pétalos, de su novia.

-“Si… no lo sé, Cariño… Es una sensación que me embarga…”- Trataba de justificar con afección. Y prosiguió: –“Será porque me siento en falta, al escaparme por un ratito para poder verte y estar contigo...”- Lisonjera resolló.

El joven dejó de escucharla. Su erupción masculina, afloraría inexorablemente. Pensar que con una buena penetración, llegaría el alivio… Ni por asomo lograba reflexionar así, cuando el hambre rompía en plañidos animales que surgían de su gutural respirar.
Esmeralda insistió otra vez, pero finalmente cedió al carrusel de delirios, vertiginoso y bravo. Estaba igual o peor que Michael.

El pequeño Diógenes, al que ya habían olvidado dentro de su banasta adornada, los miraba atontado con sus ojitos rubicundos, como sabiendo qué ocurría, allende de la tapa de heno trenzado que lo tapaba. Al momento, se guareció a la sombra de una mantita tejida y de una zanahoria, cuando husmeó lo que se produciría…
Y el resentido Coltrane hijo, más turbado que el conejo, acabó de destruir sus uñas contra la mica de una roca que tuvo la mala suerte de ser mojón de su rencor. ¡¡¡QUERÍA SER ÉL, EL QUE TUVIERA SOMETIDA A SUS ENCANTOS A LA AMITA DICKENS!!!

-“¿Por qué este esclavo de mil demonios, tenía tanta suerte? ¿Por qué?”- Se torturaba. –“Si ya le habían otorgado el privilegio de tener a la mejor de las reproductoras… Una hembra servicial para follarla cuando a él se le ocurriese…”- Enumeraba en su cabeza trastornada. –“¿Y ahora también esto…?”- Culminó al borde de una apoteosis, tan caliente como la abrumada parejita que se estrellaba en la vieja arboleda.

Mientras Junior se moría los codos de odio y ganas, el adorable esclavo con una maniobra de sus sensibles dedos, logró acceder a las hendiduras sórdidas de Esmeralda, a través del borde del calzón, metiéndole el índice y el mayor hasta arrancarle un clamor agudo de más y más….

De tantísimo arrebato rítmico al dedearla, el falo del chico alcanzó a ver la luz fuera de sus pantalones. Y de tanto rascar la piedra, Junior vio sucumbir la sangre vertida de sus uñas quebradas, sobre la piedra desecha, aborreciéndolos a ambos.
Quería joder a esa mujer. Le gustaba, la deseaba, pero más que nada quería quitársela al mocoso. No le importaba otra cosa, no lo concebía.

Todo era un verdadero desorden infernal. Todo se elevaba, saltando por los aires. Todos los anhelos en conjunto, colisionaban entre sí, destruyendo u obrando a su paso. El Amor, el desenfreno, las pasiones terrenales, la pura codicia aniquilando venas. Y lo profano, casi estallando al trueno feroz del reloj de pie de la gran casona, haciéndose perceptible en el oído de los amantes en el introito del clímax, que no obtuvo la cima...
Ese condenado reloj, marchando sobre las 6 y media de la tarde, apuraba el regreso Esmeralda desde el sensacional núcleo de lo inconcluso.

-“¡¡¡Debo irme…!!!”- Dijo gemebunda, con su corazón reventado en latidos, por cada maldito recorrido del maldito segundero, del maldito reloj de la sala, inmerso en la velada de su cumpleaños.

Michael se negaba a escuchar las campanadas del desgraciado reloj. Entre tanto la dulce y desesperada chica, descolgándose del placer interrumpido, bajándose las enaguas y la ropa, acomodando sus susceptibles pechos dentro del puntilloso escote, escuchó:

-“¡¡Dios… no te vayas, no nos quedemos así…!!”- Exclamó el amante, con una seria tiesura encerrada en una de sus manos, que no le alcanzaba para moderar lo inconfundible.

-“¡¡Es que tengo que volver ya, sino mi padre reparará en mi demora, me buscará y me matará al no encontrarme en el cuarto!!”- Trató de explicar a quien no podía entender nada. –“¡¡Debo irme, debo irme…!!”- Repetía impulsiva mientras se componía, recogía a Diógenes –el tierno regalo-, y se pasaba la mano por el pelo, despejando de la frente del zarandeo de varios mechones despeinados. No sin antes estamparle un enorme beso en la boca sedienta de Michael, contagiándole paciencia.

Ella no lo vio cómo celaba con la diestra –rociada de flujos- a una abultada entrepierna afuera, ni percibió su rostro de dolor. La señorita Dickens tenía tanta pavura porque los descubriesen, que emprendió una carrera infernal rumbo al encuentro de la cordura, aguardándola en la mansión junto a su familia.

Junior Coltrane, tampoco podía moverse y asimismo lo invadía el mismo dolor que a Michael… Por lo menos algo tenían en común. Sólo que a él, no le quedaría otra que escaparse al pueblo, a lo de la madura lavandera que desde que había enviudado hacía un año, atendía a los muchachos “alborotados” de Jackson. Aquellos que no tenían un céntimo, para gastárselo en el flamante y costoso Chantecler.

La joven ama de “El Dorado”, atrás dejó a su interrupta gloria. Corría tanto que creyó sentir su corazón hacerse trizas, cuando se percató de la ausencia del echarpe de margaritas.
¡¡LO HABÍA OLVIDADO TIRADO POR AHÍ EN LA HIERBA, SEGURO…!! Claro, en la trajinada coyuntura con Michael, lo dejó caer y… ¡¡LO HABÍA DEJADO TIRADO ALLÁ Y A LA BUENA DIOS!!
¿Cómo explicaría en dónde lo perdió? Se suponía que su padre creía que estaba dándose un baño.

Ya habrían transcurrido más de 15 minutos, entre la demora de despedirse de su chico y la corrida, que entró en una impresionante angustia por la falta de su pañoleta. Tenía que regresar a buscarla. No le cabía otra alternativa.
Retomando el camino, inició una atolondrada galopada. Pero llegó al nogal testigo, sin hallar el obsequio ni a Michael.

¿TENDRÍA LA CHALINA PARA DEVOLVERSELA QUIZÁS…? ¡¡¡NOOO, NO PODÍA PASAR ESO!!! ¿Y SI SALIÓ PARA RESTITUÍRSELA, TOMANDO OTRA RUTA? ¿Y SI LLEGABA AL CUMPLEAÑOS ANTES QUE ELLA Y SE LA ENTREGABA A SU PADRE? ¡¡¡NOOO, ESO NO PODÍA SUCEDER ASÍ!!! TENDRÍA QUE BUSCAR A SU AMOR Y VER SI ÉL EN REALIDAD LA TENÍA O LA HABÍA PERDIDO EN CUALQUIER OTRO LUGAR… PERO… ¿¿EN DÓNDE ESTABA MICHAEL??

La aflicción la conquistó. Ahora sí andaba con el corazón en un puño. Debía encontrar a su novio y a la pañoleta, que sentía en sus manos. Aunque estaba tan apurada, que poco podía esperar a encontrarlos. Se hallaba en una encrucijada agobiante. El tiempo agotándose, su señor papá quizá irritado por tan extensa ausencia, y un cuerpo que ya no podía soportar el deseo por su hombre satisfaciéndola. Estaba en la mitad de lo absoluto.

Respiró hondo y aquietó sus ínfulas. Consideró certera que él estaría en el depósito de algodón, allí donde una semana atrás habían hecho el amor. –“ A lo mejor fue hasta allí a ocultar la chalina”- caviló. Tanto había ocultado ese depósito…
Enseguida emprendió un trayecto más alocado que el de hacía segundos. A lo lejos divisó el almacén. Y desde lejos también, Coltrane hijo, la persiguió hasta allí. Pero nunca alcanzó a observar la escena que presenció Esmeralda.

Desde la portezuela, ella olfateó un aroma que la doblegó. Ese aroma… Una fragancia de vainillas, recién abiertas y extraídas semilla a semilla de su resistente vaina, que al tomar calor de la palma de una mano, se tornaba abrazador.
Lo que presenció la señorita Dickens, fue un extraño brebaje de conmoción y vergüenza. Y a su vez, de atracción por lo reprimido…

Con su pestañeo indeciso, se detuvo a husmear lo que emprendía Michael, sentado en el suelo y olisqueando las margaritas de la pañoleta –que evocaban el ardor femenino-, escondido de cualquier intruso fisgón (o fisgona…). No advirtió jamás que su prometida, en realidad había degustado en Illinois las beldades de las indiscreciones furtivas, casi… casi una debilidad…
Esmeralda adoró verlo con sus párpados cerrados, besando el sutil adorno que antes había le abrigado el cuello. Aunque estupefacta quedó, cuando descubrió dónde se depositaba una mano de Michael…

A partir de la alucinante visión, no faltó nada para que ella, y después de saberse imprudente, saliese despavorida –sin el echarpe añorado-, bamboleando a Diógenes, sacudiéndose dentro de la caja, y encomendándose al Gran Creador.

¡¡Lo que vio, no lo podía entender!! Se disgustó verle en esa situación tan… tan… reprochable…. ¿Cómo Michael, su Amor, podía estar haciendo “esas cosas”…? Ni percibió cuando ella misma se relamió al observar “eso”…

Junior Coltrane, no comprendía el motivo de la huida inesperada. Aunque igualmente la siguió, como pudo, para ver los pasos que aquella elegiría. Tras eso, él sabría cómo actuar de allí es más.
La vio treparse a la enredadera prodigiosa, resistente y compinche, y desaparecer a los tumbos en su inocua alcoba, que aún conservaba los sueños de niña…

Aturdida dejó a un lado el cuadrúpedo obsequio. No sin antes pedirle a su nuevo amigo, que se comportara. Y se dispuso a calmarse, cosa que le fue imposible, para bajar entre los gritos furiosos de su padre y el aullido sordo de los invitados, comentando su ausencia puesta de manifiesto.

-“¡¡ACÁ ESTOY, PADRE!!”- Chilló en lo alto de la escalinata. La misma le serpenteaba, como Medusa, bajo sus temblorosos piececitos. Parecía que nunca llegaría la planta baja, hasta que llegó.

Ahí todos sus bienes y sus males se conjuntaron. La efervescencia de un orgasmo inconcluso, el susto de la culpa y ese sentimiento inentendible de ver a Michael en tal situación…
Una tormenta interna, confluyó en sus sienes palpitantes, discurriendo en gotas frías sobre su destemplado rostro, conspirando hasta el quebranto y hasta el desmayo, cuando el señor Brighton, le inquirió: -“¿A dónde es que estabas, Esmeralda Dickens?”-

-“¡Estaba aquí, dándome un bañ…!”- Intentó farfullar. Después, el escenario desapareció en una tremenda oscuridad…

CONTINUARÁ… 

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Capítulo 19



“Enemiga íntima”

Mientras trataba de domar el carácter, Esmeralda fue aquietando su respirar. Donna, era de esas personas con la particular facultad de apaciguar los espíritus. En cambio a otros los estimulaba, especialmente a los del género masculino…
Los flamígeros deseos de desquitarse de la señorita Dickens, se iban extinguiendo como lo había hecho el mismísimo incendio, aunque nunca faltaba el ascua que podía reencenderse con un chasquido.
Abriendo bien los oídos, escuchó a la esclava. Digería cada palabra emitida, cada señal de su lenguaje corporal, buscando el más mínimo motivo para saltarle encima, a lo araña venenosa, y clavarle la ponzoña.
La mujer no daba pretexto alguno, por más que sí existiesen en la destemplada cabeza de la exclusiva despechada.
Era muy respetuosa, pero más que nada, era cálida. Bien podría haber sido una amiga apreciada. Dada la coyuntura, el tema era de práctica imposible.

-“¿Qué es lo que quieres decirme, eh…?”- Dijo soberbia la joven, desfilando en la cornisa que antecede al odio desmedido. Y continuó preguntándole en tono de orden: -“¿Cómo te dicen…? ¿Debes tener algún nombre, no?”-

-“Me llaman Donna, señorita...”- Respondió enteramente sumisa. Aviesa, había notado los ojos encendidos de su ama. Daba por seguro que lo sabía definitivamente todo y que estaba dispuesta a agredirla de algún modo si le daba cabida. Desde luego que no la provocaría, no era su metier, entonces prosiguió con el discurso: -“Yo quería pedirle perdón por lo sucedido… Usted ya se habrá enterado, me imagino, como debe ser…”- Consideraba que Michael le habría contado. Su enamoramiento por la niña de la casa, era inmenso. Lo que no se permitiría jamás, era mentirle por más que la perdiese.

-“¡¡Sí que lo sé…!! ¡A mí nada se me escapa…! ¡Las cosas que pasan en esta hacienda, incluso las conjuras, cualquiera sea, pasan por mí…!- Amenazó. –“¿¿Estoy siendo clara, verdad…?? ¿Cómo me dijiste que te llamabas…?”- Altanera y tonta argumentó, mostrando estar al control de “El Dorado”. También desoyó cuando la otra mencionaba su gracia, restándole trascendencia.

Pensar que recientemente, hacía unos pocos días nomás, Esmeralda se había percatado de las cuestiones que atañían a la sensualidad más recóndita, más penetrante… y pretendía estar a la altura de todo. Realmente con semejante actitud pueril, resultaba hasta divertida. Tan lejos se hallaba de controlar alguna cosa, ni su humor siquiera podía. Hacía alarde de lo que carecía: el poder de los sabios. Justamente lo que a su contrincante le sobraba. Amén de una marcada templanza e innata inteligencia.
La reproductora sintió ternura por ella. Era una nena jugando a ser la mandona.

-“Me lo imaginaba, señorita Dickens, me lo imaginaba…”- Anticipó compuesta. –“Y mi nombre, mi nombre es Donna, por cierto…”- Se volvió a presentar sin quitar los ojos de las puntas de zapatos de la chica, ahora confundida con una sargento, confiada sólo en sus distinciones regaladas, más no ganadas. –“Por eso le pido disculpas… Usted es la ama y se merece mi deferencia…”- Acabó cabalmente la cautiva, al igual que con los humos de Esmeralda, un tanto esfumados.

–“Estoy segura que usted también está enamorada del esclavo Michael…”- Presupuso con claridad.

La chica no sabía a quién recurrir ante esa respuesta. No tenía idea de dónde meterse. La desmantelaba de palabras, con otras mejor emitidas. Estaba arrepentía por completo de haber asentido a ese breve intercambio. Si seguía allí, se desmoronaría enserio. Había perdido el registro del sinnúmero de equivocaciones durante esa semana.

De ningún modo se mostraría frágil. Acaso era la patrona y se haría obedecer, o por lo menos haría la prueba. Simplemente temía aflojar en su integridad. Se veía que terminaría mal, era un hecho que se sulfuraría. La proximidad de Donna, mucho la embravecía.
Para acabar con un coloquio carente de sentido, se adelantó a la esclava y le recriminó, pese a que el “también” le prendió una alarma.

-“¿Y tú quién eres para arrogarte en salvadora de Michael con esa intervención, dime…?”- Le preguntó sin rodeos. Los celos se la devoraban con triunfal fervor. –“¿Y quién te crees que eres para juzgar si está o no está enamorado de mí…? ¡¡¡CONTESTA!!! ¡¡¡Y NO VUELVAS A DECIRLE ESCLAVO!!!”- Exigió sacada de quicio.

-“¡Lo siento mi ama… no crea que me calcé el sayo de protectora, de ningún forma!- Contestó evasiva, apuntando al sitio a donde se había llevado acabo la trifulca posterior a la quemazón.

En el fondo, sí lo había salvado. Una fiera reprimenda, lo hubiere arrastrado a merecer latigazos. También salvó a la jovenzuela, se salvó a sí misma en el mismo acto.

Después de andar deambulando por su mente en pausa, retrucó con docilidad: -“Pero Michael… es eso, patroncita… un esclavo, lo mismo que yo…”- Recalcando las debidas y reales diferencias existentes.

Las pretensiones de Donna, no eran precisamente andar señalando por donde se daba la grieta social; ella preexistía antes de nacidos los tres.

Su verdadera intensión, era tranquilizarla y reconocer en qué terreno pisaba la jovencita. Al parecer, la veía resuelta en sus posturas, enamoradísima, aunque muy inestable. Algo así como el experimento del científico alunado que, con mucha suerte, no le estalla en la cara su hipotético objetivo vidrioso.

-“¡¡Ya lo sé, no soy ninguna burra!!”- Resaltó. –“¡¡Y tú… eres una atrevida por indicarme de qué maldito lado estoy…!!”- Así comenzó a transitar la dura verdad, que todavía no quería enfrentar la Srta. Dickens. –“Sé que no es de mi propiedad, y que no soy su dueña, por más que mi padre sea el potentado que lo posee… ¡¡LO SÉ Y LO TENGO MUY PRESENTE!!”- Destacó la damita, quebrando su garganta con un estremecimiento que la atragantó.

-“Es bueno que lo entienda así, niña… Y disculpe mi osadía por lo que le diré… ¡¡No se equivoque, tenga calma y fortaleza…!!- Aconsejó reanudando los dichos. -“Usted es la dueña del corazón de Michael, y eso… eso es lo valedero­”- Una satisfecha Donna le avisó, pidiéndole que no lo diera por perdido. Un Amor así, no es de encontrarse fácil, ni volteando cualquier esquina.

-“¿De veras…? ¿Entonces, por qué se acostó contigo…?”- Sondeó anonadada. Después arremetió iracunda: -“¡¡No creo que alguien los haya obligado a hacerlo, ¿no…?!!”- Preguntó con desconfianza. –“¿Y por qué tengo que tener fortaleza, mujer? ¿Todavía hay otras cosas que desconozco…?” Atormentada expresó. Su cara era la de un ternero degollado. –“Es evidente que tú conoces más de él y yo, que yo de ti…-”- Dijo vencida.

-“No lo puedo negar, señorita… Hay cosas que no siempre pueden evitarse, hay que asentir… por varios motivos, tal vez… Por eso me acosté con Michael el domingo a la medianoche, justo al cumplir su mayoría de edad y…”- Desarrollaba la sierva “servida”, remontándose a los hechos transcurridos.
Un grito feroz, le acortó el preámbulo:

-“¡¡¡SILENCIO, NO SIGAS, POR TODOS LOS CIELOS!!! ¡¡¡NO TE ESMERES EN DARME LOS PORMENORES DE ESA CONDENADA NOCHE!!!”-

-“¡¡¡Perdón ama, no quise lastimarla…”- Expresó conmovida ante la reacción de Esmeralda, debiendo retroceder, para que no le cayese arriba. Ya se veía en el suelo, siendo triturada a arañazos y tarascones. Pese al susto, continuó: -“Es necesario que diga lo que le quiero decir, no sea que después sea demasiado tarde…”- Argumentó sibilina, mientras su juvenil señora se retorcía en una turbulenta demostración de acentuado rencor.

-“¡¡Escúcheme señorita, lo que le mencioné es sólo el comienzo, es una parte del cómo vino el que yo intimara con él…!! ¡¡Le suplico que me escuche, sólo por esta vez…!!”- Declaró estoica.

“Piedrecita”, la iracunda, en estado de quietud aparente la escuchó inmóvil. El aire del campo, confluyó hacia ella, vertiéndose en su valentía.

-“¡Bien…habla, dime lo que me tengas que decir y vete, apártate de mí vista!”- Rebuznó sin pestañar, cruzándose de brazos anteponiendo una adarga, maliciando otro embuste semanal.

-“¡¡Si ama, lo haré!!”- Retomando la introducción, llevó a su interlocutora a un viaje sin tocar tierra firme, en las difusas comarcas con las más contrapuestas sensaciones. Y a un periplo variopinto a quien hablaba. Ambas se enfrentarían a nuevos sentimientos y a antiguos evocados. Ni el vuelo de un par de inoportunas libélulas, las interrumpiría hasta finalizar en lo impensado…

-“Hay dos cosas que no podré negarle, ni a usted ni a nadie… Ese noche fui a hacer lo que siempre estuve acostumbrada a “hacer”, desde la primera vez que sangré…”- Anticipó dolida, aunque con comprobado orgullo. -“El ser una reproductora, es mi hoja de vida…“- Se sinceró Donna.

Esa noche, había sido una de las tantas, como a lo largo de la cantidad de años que tenía a bien cumplir con tal función, con esa obligación. A veces –muy pocas- a desgano y otras veces más, muy deseosa, demasiado… De ahí su fama y cantidad de retoños. Le encantaba estar con los hombres, más si eran fuertes e incansables, característica típica de los de su sagrada estirpe morena. Aunque jamás lo había hecho como en esta ocasión. Para ella había sido especial, porque Michael lo era. Desde siempre lo sintió así. Lo había visto crecer y volverse un bello mancebo. Y lo había sentido transformarse en macho, esa trasnoche en su cama, en su más caliente y abisal intimidad.

Lógicamente, eso no sería lo que escucharía Esmeralda. No alcanzaría nunca a revelarle que él y otro caballero misterioso, del que nadie tenía conocimiento –salvo el mismísimo Michael- era con quienes más había gozado en su no tan desperdiciada existencia.

-“¡¡¿Reproductora?!! ¿Qué es eso…? ¿A qué te refieres, mujer?”- Preguntó esperando que le dijera justo lo opuesto a lo que la impactaba.

Donna, la miró alelada. No entendía mucho por qué la muchacha le preguntaba eso. Pero a la corta, supuso que era una reacción espasmódica ante la sacudida dada con su declaración.

-“¡¡Por Dios… se lo que quiere decir reproductora…!!- Dijo como justificación a su aniñada reflexión. –“Sólo comprendo esto cuando se trata de animales, no de personas, ¡¡NO CON HUMANOS!!”- En un hilo de aliento, terminó con una frase que comenzó temeraria y se cascó con ácidas lágrimas.
En el mismo momento, la esclava derramó un suspiro que soportaron sus palmas, evitando el llanto.
Las chicas sufrían de igual modo y distinto.

-“¡¡Dime Donna… quién es el que te manda a hacer estas cosas aberrantes, como si fueran caballos a los que después les quitarán sus potrillos para venderlos al que de más…!!”- Supuso concreta, murmurando implorante.

Pues, no hubo respuesta… Quedaba implícita. –“¿Es mi padre el bárbaro que es capaz de ello…?”- Desengañada demandó después.

-“Si, ama… ¡¡Aunque no debe angustiarse…!! No es el único, todos los dueños de esclavos lo hacen…”- Quiso apaciguar, Donna. –“Al menos aquí en El Dorado, no nos sacan a nuestros pequeños a las que son como yo… Podemos quedarnos con ellos, amarlos y criarlos sanos y vigorosos, para que trabajen en el algodonal y para que algún día sean bendecidos con igual destino…”- Así explicaba, conforme con su predestinación, complacida por un posible privilegiado reproductor.

-“¡¡¡Por Dios, mujer… ¿te conformas con una vida así, en la que te ordenen cuándo debes tener hijos y encima para nosotros?”- Al rematar la oración, Esmeralda vio de cerca las miserables diferencias dadas. También se enfrentó a un horror mayor: -“¡¡Me muero, esto no pude ser así… entonces tengo que comprender y también aprobar que Michael, que Michael… ES UN REPRODUCTOR ELEGIDO POR MI PADRE!!!”- La respuesta fue un “SI” gigantesco.

Curándola de espanto, Donna le contó sin respirar, cómo en gran parte del Sur y en otras fincas, las cosas eran más crueles. La mayor parte de las veces, las esclavas eran obligadas a acostarse con sus señores, saciándoles las ganas, cuando sus esposas no les “cumplían” o se negaban directamente a satisfacer “gustitos”, a veces en extremo desagradables. En “El Dorado”, eso nunca había sucedido.

Otras chicas siervas, sufrían todavía lo peor. Sus patrones se juntan con otros de iguales mañas, y organizan saturnales en donde ellas van y vienen de brazo en brazo… Expuestas a vejámenes varios. Después de usadas, son despreciadas y tiradas, a lo trapo viejo.

Claro, están a mano y no les piden nada a cambio. Eso lo hacen las rameras. Sí les sollozan un mínimo de piedad y de descanso en medio de la fiesta carnal, donde nunca falta la mejor champaña que se pueda adquirir. Y acababan así: emborrachadas, ultrajadas y destilando las orgiásticas simientes de vaya a saber cuántos hombres en guarras madrugadas.
En la gran hacienda de Jackson, eso no pasaba, se encargaría de acentuar siempre la contundente reproductora y conductora de descarnada franqueza.
Mientras tanto la señorita Dickens, tras tal alocución, exhaló penurias postrándose en la hierba, asediada por náuseas que terminaron en llanto.

-“¡¡Me siento apenada de que se haya enterado así, señorita!!”- Lamentó la esclava. –“¿Ya ve por qué le decía que no siempre una puede optar por tal o cual cosa?”- Preguntó sin encontrar respuesta. Simplemente halló los ojos aterrados y lacrimosos de una gringa espantada.

–“Eso sí, le confieso que no fue ningún sacrificio estar… estar con Michael…”- Ensartó, como si se hubiera vengado con ese título de todos los tiranos. Lo que al principio intentó silenciar.

-“¡¡¡CALLA, NO SIGAS, QUE ME DOY CUENTA…!!! ¡¡¡Y CREEME… ENTIENDO QUE NO LO HAYAS PODIDO SORTEAR!!!”- Refutó Esmeralda, montada a una fortaleza bestial que la puso de pie, determinada. –“¡¡No pudiste porque cumples con decisiones en donde no tienes ni voz ni voto… Directamente no te preguntan, lo haces y a otra cosa…!!”- Describió con certeza.

La otra, temblaba ante la visión cierta de la que hasta media hora antes, daba muestras de inane inocencia. El encarar la realidad, era lo que la convertía en mujer y no sólo haber sido desvirgada por el chico amado. El ser mujer, era mucho más. El ser mujer, también implicaba sumo dolor…

Concluyendo con una coherencia inusitada, teñida más de instinto que de racionalidad, fue cuando la muchacha Dickens observó excitada: -“¡¡ADEMAS, ESTIMO QUE NO QUISISTE EVITAR TU MISIÓN ESTA VEZ… NO QUISISTE EVITAR A MICHAEL, FUE A LO ÚNICO QUE TE NEGASTE…!!”- Y siguió: -“¡¡CREEME QUE TAMBIÉN TE ENTIENDO, EN ESTO MÁS QUE EN CUALQUIER COSA, PORQUE ÉL ES INEVITABLE… ÉL, ES UN AMANTE EXCEPCIONAL!!”- Refrendó.

Antes de despedirse ambas chicas, el tema se había agotado en aflicciones y fogosas invocaciones, Donna le advirtió, mejor aún, le regaló una confidencia clave: -“ÉL, LA NOMBRABA MIENTRAS ME HACÍA EL AMOR, COMO SI LA QUE ESTABA DEBAJO DE SU ARREBATO, HUBIERA SIDO USTED Y NO YO…”-

La menor de las queridas, impasible y maravillada respondió: -“¿DE VERAS, DONNA?”- Tampoco hubo respuesta alguna. Quedó sobreentendido.
Después de eso, la mayor exhortó: -“Señorita, por favor, le quiero pedir que no se disguste con su padre… Estoy segura que él la ama como a nadie en el universo”- Musitó estimulando a que la joven ama, no fuera a armar un descalabro por lo develado.

-¡Descuida mujer, sé que si lo hago puede haber represalias para nosotros!- Argumentó tranquilizando a quien no era su antagonista, sino una par. E insinuó: -“¡¡Lo que sí sé es que esto no quedará así…!! ¡¡Haré lo que sea, para que las cosas cambien en El Dorado!! ¡¡No seguirán diciéndonos con quienes o dónde debemos estar!!”- Apreció colocándose en el mismo sitio: el de los débiles.

Si bien no era una de las siervas, prácticamente tenía sus mismos derechos: NINGUNO… “Sólo se bonita y calla” era la consigna, además de rica e inmaculada… Esto le daba el salvoconducto el casamiento con un hombre apuesto, más rico y que llevara bien sus pantalones.

Se fueron alejando, la una de la otra. Ahora estaban unidas, ya no eran tan desiguales. Ni ángeles ni demonios. Ni reinas ni cortesanas…

CONTINUARÁ…

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Capítulo 18


 “De espinas y rosas”

Una vez que guardó los tres pequeños botones, Junior Coltrane salió desgoznado del almacén al escuchar a Brighton, que contribuía a apagar las llamaradas en el establo y se aseguraba –a fuerza de bramidos- que su esposa y suegra, se pusieran a resguardo.

El hijo del capataz, visiblemente aturdido, cavilaba desordenado. Si urdía rápidamente un plan, haría caer a Michael en una trampa insalvable. Anhelaba castigos atroces para el descarado.

Tendría que ser muy cauto. No era cuestión de dar un paso en falso, desatando un desastre si decía lo que suponía había sucedido en el algodonero. Con ser tan arrebatado, perdería la oportunidad de tener en sus manos a la preciosidad de Esmeralda, gracias a la prueba que él sospechaba poseer. Bien utilizada, la pondría a su merced. Antes debía sacarse de encima a ese esclavo, que al parecer había llegado más allá del corazón -y más allá también…- de la beneficiaria de la gran fortuna de Jackson.

Arrimándose cerca del patrón, simuló trabajar en conjunto, intentando dominar el fuego y las circunstancias, haciéndose el preocupado. Un sumiso perro faldero, sería más digno al ir en busca de un hueso roído, arrojado para entretenerle la barriga.

En conjunto con los berridos los demás hombres, sometidos al fárrago de la lluvia yéndose y de las chispas amenazando con un nuevo inicio, tanto Michael como la joven, ya separados, descubrieron alterados la voz de Dickens padre, cuando emprendían la breve huida. Antes les habría sido imposible escuchar alguna nota con coherencia. El estrepitoso silencio, sobrevenido después de la tempestad sexual, les impedía oír algo.

El estilizado moreno, salió reduciendo contra su vientre la sábana con rastros de cópula y sangrado. Con apremio escondería primero ese testimonio, para después desprender de ellas las obscenas salpicaduras… Su camisa también se hallaba revuelta en aquel fardo hermoseado con indecencias. Y su neófita amante, atendería a lo suyo, ocultándose del ojo patriarcal que no le perdía pisada.


Previamente al arribo al “El Dorado”, se había suscitado una suerte de sainete a la americana en el carruaje conducido por el padre de Esmeralda junto a su madre.

Tras dejar atrás el consistorio, y el problema originado por el desmesurado reverendo Miller, con las dramáticas consecuencias aparejadas; el matrimonio, fue en busca de doña Claire, de cortesía y naipes en lo de su comadre. En esa dirección, crecían nubes atormentadas que descargaban sus atribuciones, obligándolos a detenerse y encapotar el vehículo, propiciando así una corta charla.

La mujer se mostraba inquieta, por el clima y los dislates en la alcaidía. Disimulaba un poquitín de desconfianza. Se anticipaba que -en breve- su marido la acusaría de haberlo desautorizado con esa intervención suya, amurallando a las desvergonzadas del “Chantecler”, el consabido lenocinio.

Ganándole de mano, prefirió adelantarse y se excusó:


-“Lamento haberte desacreditado, Amor… ”- Dijo alicaída: “… creo que no estuve muy bien el expresarme con tanto descaro…”- Simplificó pese a que reconocía silente haber hecho lo correcto.

La contestación de su marido, mientras subía a la carreta y se limpiaba las botamangas de barro, fue rotunda:

-“¿¿Crees, Georgia….?? ¿¿De veras CREES que no estuviste muy bien…??”- Recriminó con escarnio. –“¡¡¡Para tu información, querida… ESTUVISTE PÉSIMO…!!! ¡¡ME DEJASTE EN RIDÍCULO DELANTE DE TODO EL MUNDO!!!”- Remitiéndose al suceso, estallaba en cuentagotas.

Ella, atendía taciturna. Estaba convencida que hasta que él no concluyera con el exigente rollo, no podría cuestionar una situación que le llamó poderosamente la atención.

Con el devenir de la monserga, y retomando la vía, se fueron acercando a la morada de Gina, la compinche de Claire Grimm y sus existenciales penurias.

Al aparcar, el reto a Geo iba en aumento. Pero la avezada “media naranja”, como por argucia de mancias varias, esgrimió una pregunta, descolocando a su desafiante:

-“¿Notaste algo, Cariño?”- Encabezó segura. Él, con rimbombante oratoria, enojado contestó: -“No… ¿qué…?”- Y continuó ofensivo: “¡¡¡¡Mujer, ni se te ocurra desviarme del tema con una bobada, déjate de rodeos!!! ¡¡¿¿Estoy demasiado enfadado??!!”-. A lo que retrucó serena: -“¿¿No te diste cuenta que la señora del predicador no estuvo en la asamblea hoy?? ¿¿No te parece raro, cuando siempre lo acompaña a todos lados, siendo sólo una sombra que lo asiente…?? Preguntó y a la vez remedó: -“Si querido, no querido…”-

Mister Brighton, de inmediato frenó el andar de los dos trotones y su regaño: -“¡¡Tienes razón, Geo!!! Verdaderamente es llamativa su ausencia… pero es entendible... ¡¡¡Debe estar harta de sus sermoneos aparatosos!!!”- Sorprendido y también convencido argumentó. Dudas grandes se prendaban en los resquicios de su ofuscación.

Al menos Georgia, había cortado de plano el rezongo. Igualmente el caballero, en tanto dilucidaba la pregunta del millón, revisaba distintas alternativas para tener a raya a los esclavizados en la hacienda. Le había quedado dando vueltas eso de las fugas. Si alguno pretendía hacerse el pillo y se largaba, infundiendo a otros a hacer lo inconveniente, tendría que reprimir la simple presunción.

El ingenio del poste de castigos, antiguamente utilizado, era la solución ocurrida. Había que revalorizar la “corrección”, igual como hicieron los antepasados en el latifundio. Con uno nomás que azotara, por una mínima metedura de pata, serviría de advertencia para los demás.

Desde luego, no se lo diría a Georgia, ya que iba contra la absurda tradición impuesta por la facción familiar de enaguas, a partir de la madre de su madre. Era hora de decretar la cancelación de semejante sandez.

Retomando el tranco equino, se perdieron en una neblina de corazonadas acerca de la costilla del reverendísimo Miller.

Al llegar en frente del jardín saturnino de Gina, que pronto recobraría las acuarelas tintóreas cuando los chubascos flaquearan, dos campanadas bastaron para que Claire se apersonara, despidiéndose de la amiga. En sus brazos, contenía las exquisiteces degustadas en la merienda de grato esparcimiento. También portaba los lauros de una promesa bien granjeada, para su nieta, en el dominó. Lid donde era una verdadera imbatible.

Subiendo con la caridad del yerno, se acomodó en el asiento trasero del carruaje. Y al instante, escuchó hablar a los esposos e intentó dialogar con ellos. Ansiaba contarle a alguien, lo que su comadre le había confiado. Aunque prefirió esperar un poco más. No era prudente que Brighton se enterase de lo que guardaba con tanta providencia, y de lo que ya se divulgaba por cada esquina de Jackson…

A escasas leguas, y en el foco de los rayos que no se interrumpían, el señor Dickens advirtió una considerable humareda negra, proveniente de “El Dorado”. Ella se amancebaba promiscua con nubarrones bajos, pariendo cientos de a pérfidas cerrazones, que asustaban al más heroico de los terrenales. En la finca, había fuego.

Con celeridad apuró, fusta en mano, a los caballos. Necesitaba saber si Esmeralda se encontraba bien y qué era lo que había ocurrido durante su ausencia. Las mujeres del carro, lloraban y contenían los alaridos.

Soltando las riendas, saltó hacia la greda mojada que entorpecía su prisa, hasta ubicar el lugar del siniestro. Respiró aliviado al ver que no se trataba de la casona, dando por cierto que allí permanecía su hija. Al mismo tiempo se arremolinó con asistencia, para sofocar una catástrofe que no pasaría a mayores. Además observó deprimido cómo quedaba reducido a cenizas, el grueso poste en el cual se fustigaba a los siervos desobedientes en el pasado.

La idea demente de retoñarlo a ese tiempo, se fue yendo de acuerdo a los abatidos segundos y mientras el agua calaba las pavesas.

-“¿¿DÓNDE ESTÁ MI HIJA??”- Enarboló turbado, esperando escuchar lo debido. La única respuesta fue la de Hester Sue, debajo de la cornisa, al vivo aspaviento de: -¿¿ESMERALDA, MI NIÑA, DÓNDE ESTÁS QUE NO TE ENCUENTRO…??”-

Todos quedaron anquilosados, máxime sus familiares, temiendo que la moza estuviera en la caballeriza -mitad quemada y mitad derrumbada-. O debajo de las herraduras de los ruanos despavoridos y en plena trotada. Seguramente habría intentado salvarles. Era en sí una evidente tragedia

Con la conmoción a cuestas, el hombre se dejó apoderar por la incertidumbre, que empezó a ser socavada habilidosamente por el hipócrita de Junior:

-“¡¡¡¿¿Cielos Santos, dónde está la señorita??!!!”- Gritó, desfigurando contrariedad, para después rematar con maniobrera suspicacia: -“¡¡¡Y aquel imberbe, el bueno de Michael, ausente cuando hace tanta falta… ¿dónde está?…!!!”- El granuja observó queriendo ligar ambos puntos candentes del monólogo, emprendido siempre en desmedro del débil.

-“¿Qué dices, muchacho? ¿No sabes dónde está a quién tú tienes que vigilar, igual como con el resto de los siervos?”- Inquirió el amo, estropeando una intentona de asedio al susodicho ausente.

-“¡¡No patrón, fíjese usted que no le he visto en toda la tarde!! Eso que estuve trabajando arduamente y anduve controlando también por aquí, no se crea...- Remarcó avieso y agregó: –“Lo mismo que a la señorita Dickens…¡¡No la he visto TAMPOCO…!!”- Así remarcaba, sin que un pelo de su grasienta mollera, se le moviese ante la mentira ingente. El mundo entero conocía de sus escapadas domingueras, salvo el desprevenido amo, que únicamente se valía de los serviles servicios del viejo Coltrane, más lejos y aburrido de otra falacia de su hijo.

Menos aún se inmutó, cuando empuñó el disparador del enojo paterno. Había asestado en el corazón de Brighton, coligando a su “linda joyita” –Esmeralda- con uno de los esclavos más bellos de la totalidad de la áurica heredad.

Con indudable horror, abandonó lo que hacía y emprendió la búsqueda de su hija, no sin antes patalear, ordenándole a Michael pronta aparición frente a una represalia que no se prorrogaría. Ahora era Hester la que se unía al llanto desconsolado de las mujeres amas de la casa. Imaginaban que ambos, podrían haber perecido en las llamas, tras querer socorrer a los animales. Ni se le cruzó por la mente que Dickens, interpretaba a la perfección lo que Junior le dio a entender con ese entramado despreciable de verdades lapidarias.

Ante el alboroto, la desflorada y satisfecha señorita Dickens, regresó sobre sus pasos para exhibirse y frustrar que anduvieran a su caza. Pero se apostó agitada, muy cerca de donde brotaban sin detención: plegarias de las damas e improperios de su padre, por no encontrar respuesta alguna a sus sañudos mandamientos.

¿Por qué exigía tanto la comparecencia de su apasionado amador? ¿Sería que descubrió algo de lo sucedido…? No pensó que Junior Coltrane, anduviera por ahí plantando discordia.

Cuando acudiría a calmar los ánimos, repentinamente –Michael- reapareció de un costado. Se le veía asustado, con la culpa del desliz divinamente disfrutado, orillándole la mirada al señor.

Previo a destinarle la palabra al esclavo, Brighton no dudó en írsele encima, agarrarlo de un brazo y zamarrearlo al son de:

-“¡¡¡¿EN DÓNDE ESTÁ MI HIJA??!!!”- Preguntó envenenado, sin que el otro pudiera articular siquiera media lengua: –“¡¡¿¿ Y TÚ… DÓNDE HAS ESTADO, MUCHACHO??!! ¡¡REPÓNDEME… O TE DARÉ UNA ZURRA INOLVIDABLE!!”- Amenazó trastocado. Si hasta parecía que unos impresionantes colmillos, sobresalían de sus encías.

Al instante, el génesis de Michael salió en su defensa:-“¡¡¡NOOO, NO LE HAGA DAÑO A MI HIJO, POR DIOS, AMO!!! ¡¡¡ESTOY PLENAMENTE CONVENCIDA DE QUE TIENE UNA EXPLICACIÓN POR SU AUSENCIA…!!!”- Detrás de Hester Sue, también comparecían Claire y Geo, reclamando igual misericordia.

La sola mediación de la madre, evitó que Dickens extremara una situación que Junior había insistido con alentar a toda costa, murmurándole vaya a saber qué cosas en el oído al patrón.

Entre los demás empleados y varios de los siervos, conformaron un remolino alrededor del mandamás del “El Dorado”.

No faltaba nadie, excepto Esmeralda, precavida atrás del nogal, a esas alturas convertido un parapeto resistente frente a lo inevitable. Se sentía una enorme cobarde, una insignificante gallina con la aspereza manifiesta de su papá.

Jamás observó semejante antojo brutal, de quien le había otorgado cariño durante su vida. Brighton Dickens, se constituía en un bárbaro en los ojos de su hija. En cambio, pasaban desapercibidos los empeños despreciables de los Coltrane, hambrientos de ver al jefe asestarle el primer coscorrón a Michael delante de ellos.

La joven, estaba completamente petrificada. Su noviecito era una marioneta, que se desarreglaba en cada empellón. Él, se oponía a devolverle una golpiza para defenderse. Recapacitaba que era el padre de su enamorada, entonces en absoluto le presentaría los puños cerrados. Estaba convencido que Junior, le había llenado la cabeza de antemano.

Como la luz que llega de un indeterminado punto cardinal, aportando claridad a la oscuridad imperante, Donna trajo la estremecedora tranquilidad de los justos.

A la balbuceante respuesta del trigueño mozuelo: -¡¡Heemm, no he visto a la niña, señor…!!”- Que ponía raya la mera verdad desbocándose, también le sumó la excusa por la demora en apersonarse, con un débil: -“… yo… yo… estaba por ahí… yo…”-

Y al inflexible silencio, luego de esas palabras, correspondió la sugerente voz de la reproductora:

-“Michael… estaba conmigo, patrón…”-

Dickens, inspiró aliviado en conjunto con el difamado. En tanto, Hester y Geo cada vez entendían menos. Muy diferente a la abuela Claire, que en entrelíneas captaba lo que no se decía. Y Esmeralda –decaída- miraba como esa mujer, su adversaria, evolucionaba a enemiga. Sin embargo, de alguna forma, les salvaba la vida a los dos. O por lo menos la reputación.

¿Por qué inventaba eso…? Si ella no era la que había estado con él esa tarde… Debía ser que en realidad lo amaba, como para jugarse de esa manera. Sino qué otra explicación cabría a ese accionar redentor.

Una sonrisa cómplice del amo, bastó. Varias palmadas en la espalda de Michael, más un suave golpecito de nudillos en su mentón, le hicieron manto a la impiedad del encono.

Con premura la mamá del jovenzuelo, se lanzó hacia él para brindarle cariño, al tiempo que le notó unas profundas marcas en su destapada cintura. –“¿Qué son esas heridas, hijito?”- Formuló con estupor. –“¿Acaso fuiste fustigado, sin que yo me enterase?”- Intuyó molesta.

Michael, enseguida la sacó de dudas con un enredo clemente: -“No te preocupes, madre… Son simples raspones, hechos con espinas, cuando venía para acá…”-.

En parte decía una gran realidad, no tan tergiversada, claro estaba. Las púas dolorosas de una rosa con nombre de piedra preciosa, habían dejado placenteras huellas en su candente piel…

Al instante que el chico se excusó de manera poco concluyente, Walton –entreverado con los socorristas improvisados- trato de reforzar su planteamiento, también con una socarrona risilla, como la del señor Dickens, y con similar festejo con el núbil.

Hester Sue no quedó muy conforme ante las apariencias de que nada pasaba. Eso que poseía en la espalda baja su hijo, se parecían más a arañazos que a simples raspaduras.

–“Después quiero hablar contigo…”- Intimó la sierva a su esposo. Él deducía que alguna cuestión le indagaría. No era simple despistarla, ni era demasiado crédula. Para asuntos de ese tipo, le sobraba olfato.

Una ocasión más y con el estruendo orfeonista de Georgia de: -“¡¡ESMERALDAAAA!!”- Aquella se permitió ver a unos metros más de donde se apaciguaba la vorágine.

-“¡¡Aquí estoy!! ¿Qué pasa…? ¿Por qué tanto bochinche…?”- Se expresó con liviandad la más buscada, mientras aceptaba los achuchones de su madre y abuela, disputándose el cariño, cual comarca a repartirse.

El padre, se acercó con cara de susto temperado. Así como también, con una recuperada ofuscación:

-“¡¡¿¿Cómo que qué pasa, Esmeralda Dickens??!! ¡¡¿¿Dónde caraj… caracoles estabas, muchacha, que ni te enteraste de la tremenda tormenta y de la terrible catástrofe que tuvimos en el establo??!!”-

-“¡¡Aah, pues… pues, sí que me di cuenta de la tormenta…!! ¡¡No estoy sorda, ni ciega!! Y lo del incendio… ¡¡¡pues, fíjate que pensé que alguien había hecho una fogata…!!!- Se justificaba de manera inverosímil, inclusive desfachatada.

-“¡¡¿Crees que soy un zopenco…?- Esgrimió su ascendiente. –“Vuelvo a repetir mi pregunta… ¿Dónde estabas Esmeralda? ¡¡CONTÉSTAME AHORA!!!”- Exigió intimidándola.

-“Pues… anduve paseando, por allí… por el bosquecito… y bueno… eso nada más… ”- Se defendía a lo gato acorralado, considerando que una banalidad podría usarse como descargo.

-“Así que estuviste por el “bosquecito”, ¿eh?... Entonces ¿¿CÓMO ME EXPLICAS QUE ESTÉN COMPLETAMENTE SECOS TU CABELLO Y TU VESTIDO??”- Interrogando a fondo, el enojado esperaba una argumentación valedera.

-“Ejem… ejem… ¡¡Y sí… por supuesto que está seco todo…!! Si en cuanto empezó el chubasco, me vine corriendo y me resguardé en la parte de atrás de la casa… Y con tantos truenos y relámpagos, no vi que pasaba en el establo, y ni sentí nada de nada…”- Con algún traspiés, pudo manifestar.

-“Mejor dejemos el tema aquí… Más tarde, cuando pase esto, conversaremos en mi despacho, ¿¿entendido??”- Puntualizó Dickens a su hija. Y se alejó despaciosamente a organizar la recuperación de la caballeriza y sus cuadrúpedos moradores.

Lo que nadie imaginaba, era que Junior fuera a cortar el mutismo después de la última palabra del jefe máximo, evidenciando a la pepona entre sus manos, devolviéndosela a su auténtica dueña.

-“¡¡Señorita, señorita….!!”- Vociferó, para que la humanidad entera supiese que él hacía un servicio a la comunidad, tras haber hallado a la muñequilla tendida. –“Esto debe ser suyo, ¿sí?”- Cuestionó con tonalidad inofensiva, aunque buscando marcar terreno en el ánimo de la tenedora del juguete.

Ella, se dio vuelta de golpe. Estaba más aterrada que con su papá enfurecido, y miró a Junior con la Blosson totalmente descosida. ¿Sería que aquel conocía la secuencia del cómo llegó al suelo de “El Dorado” esa tarde su muñeca…? ¿Sabía de lo otro también…? Imposible sería saberlo en breve.

Seguidamente, le arrebató el objeto y le agradeció mínimamente por la misión. Hasta ahora, no distinguía demasiado cuáles eran los reales motivos del muchacho, que le provocaba tan feo escozor. Él tenía una cara socarrona, propia de un polichinela, entre payasesca y tunante.

El señor Brighton, al ver la actitud, se acercó a las integrantes de la familia y se fue con ellas. Sus instrucciones, habían sido correctamente acatadas por los subordinados. Él, se encontraba sereno. El incendio no había sido tan grave. Y Michael, estuvo con la reproductora al momento de la adversidad. Es decir, ni había escapado –como se le ocurrió en un momento- y menos aún había estado con su hija adorada.

No le correspondía temer. Eso sí, de ningún modo le quitaría la atención, ni a Donna de encima… Algo solucionó con ese inteligente movimiento de ajedrez al designarlo juvenil semental.

Con respecto a su hija, estaba visto que rebosaba sencillez. Era tal cual como la idealizaba: inocentona en exceso. Lo del paseo por el “bosquecito” –como se refirió infantilmente a la arboleda- y lo de su pepona, eran pruebas más que suficientes para su equivocada conclusión.

En el tramo recorrido al interior del dulce hogar, esa vez más que nunca, Esmeralda oteó hacia atrás y avistó a Michael y la esclava, fundiéndose con el paisaje, que dejaba presentir al Sol detrás de las nubes disipándose, augurando un atardecer entristecido. Pronóstico de malestar insuperable, terrible, en su enamoradizo corazón derrotado.

Con cada escala a la cancela de entrada, se retorcía de celos y rencor por ellos. Los figuraba amartelados, uno con el otro.

Ya adentro, la que quiso abrazarla por la fortuna de tenerla sana y salva, fue Hester Sue: -“¡¡¡ME ALEGRA QUE ESTÉS BIEN, MI NIÑITA!!!”- Afirmó sonriente. De ninguna manera sospechó, tampoco los observadores de la escena, de semejante reacción, cuasi repulsiva:

-“¡¡¡DEJA DE LLAMARME NIÑITA, QUE YA NO LO SOY… ¿¿NO TE DAS CUENTA??!!! ¡¡¡DETESTO CUANDO LO HACES!!!”- Disconforme vociferó Esmeralda, evitando los brazos cálidos de su nana.

Tras dejarla con la palabra en la boca y con la adoración desorientada, corrió por las escalinatas a encerrase en el cuarto.

En el ascenso, el enojo de su abuela no tardó en llegar: -¡¡¿¿QUÉ FORMAS SON ESAS DE DIRIGIRTE A HESTER SUE, SEÑORITA GROSERA!!! ¡¡TUS PADRES NO TE ENSEÑARON A FALTARLE EL RESPETO A LOS MAYORES!!!- Exhortó cabreada. –“¡¡REGRESA DE INMEDIATO A DARLE UNAS MERECIDAS DISCULPAS!!!”- Enfatizando así la reprimenda.

Geo y Brighton, no intervinieron. De hacerlo, en contra o a favor Claire, hubieran desacreditado el buen tino de la misma.
La que sí habló sin demoras, fue la adulta esclava, queriendo descomprimir el estrago:

-“¡¡No es nada, señora Claire… no hace falta eso, déjela por favor!!”- Dijo consternada. –“El día de hoy ha sido muy difícil para todos…”- Explicó y se resguardó en la cocina.

Estaba angustiada. Un nudo en la garganta la apretaba. Su mimada chiquilla, le había dado una cachetada atroz, sin dársela, sin tocarla. Tenía la mirada endurecida y amagaba humillación, como si la acusara de algo indescifrable. Y eso le dolía más que cualquier cosa. No sabía qué era lo que le ocurría. Había cambiado una enormidad… De amorosa adolescente pasó a joven engreída, en un par de horas nomás. Además se comportaba histéricamente.

La señorita Dickens, no atendió al reclamo y se esfumó en las alturas. Confinada en los aposentos, desfalleció con un llanto intrascendente y apagado.

Tras el paso de los minutos, y notando que no hubo quien la siguiese hasta ahí, para insistir con corregir su odiosa postura, se dejó caer boca abajo en su cama y se dedicó a lamentarse con ganas, hasta terminar exangüe.

Se le mezcló el domingo entero. Pelea entre sus padres. Riña y escándalo con Michael. Después el desconcierto inmenso, el desamor en el pináculo, el amor enloquecido y la pasión más desmedida que categóricamente no juzgó tener nunca. Pero el desencanto del engaño de su amante, era superior, era imponderable.

Redimida, después de una hora sepultada en el edredón de sal y plumas, y cuando ya nada importaba, divisó a Blosson en la mesita de noche. Parecía llamarle para el consuelo. Ni recordaba que allí la colocó, durante el ataque de ira y constricción. La muñeca, yacía manchada, como ella en su honor espléndidamente saciado.

Recapitulando la experiencia, de a poco recobró la memoria del gozo más intacto que nunca. Nuevamente sus pudores, se impregnaron de la gracia de otro encuentro juramentado por Michael… Aunque el frío del desengaño, no le permitía extasiarse con sólo presumirlo.

Para acallar entonces su entonada anatomía, y el fastidio con los propósitos divinos, se quitó los atavíos que la amarraban. Los revisó a conciencia. No fuera a ser que quedasen resabios de su otrora castidad. Y sin pista alguna, los abandonó en el sillón cercano al lecho.

Pensar que su padre confiaba en preservarla de las cualidades varoniles, hasta el casamiento, manteniéndola entre algodones santos y límpidos… Empero entre algodones, había abierto las piernas -a lo putarraca- aceptando ser clavada y atiborrándose de ese póntico negado de simientes en pleamar que tanto la regodeó.

Caminando hacia el cuarto de baño, olvidó las enaguas arriba del bargueño, y se envolvió en un toallón eventual. Al rozar sus pezones, añoró los labios de Michael, apropiándose indecorosamente de ellos con minuciosa desenvoltura. Después se dispuso a ducharse.

Tras cerrar con llave el baño, cargó con agua la tina, brindándose a ella. Arrojó la toalla y se adentró en el agua, como una ondina reinventándose en las olas, ya sin las pantaletas descamadas. Las que raspó y raspó, para que quedasen perfectas, libres de remembranzas. Pero a las apetencias por las bondades de su macho, no las borraría tan sencillamente… El vicio, más temprano que tarde, exige siempre ser alimentado, llenado…

Con tribulaciones y lujurias, enjuagó su figura. Perdió la noción de los sonidos externos, y se sometió al descanso. Nunca escuchó cuando Hester golpeó la puerta de la alcoba, que al no recibir respuesta, la adentró para hacer el triste trabajo esclavo: retirar la vestimenta usada y fregar sus suciedades.

A la hora de la cena, Esmeralda bajó al comedor. En instancia primera, se excusó con su niñera por haberla agraviado. Luego, probó apenas de la comida creada con consagración.

Y así pasó al día después… Con penas y también con glorias de un tiempo al que echaría al pasado.

Los días de la semana se sucedieron incesantes, aunque ella se había anclado a lo ocurrido. Iba de su dormitorio a la sala y de ahí a la mesa, cuando sólo cuando era llamada. Ya ni hambre tenía. Sólo la sed del deseo la invadía. Más contradictoria no podía ser: no quería ver a Michael, que rondaba la casa todas las mañanas, y varias veces por las siestas, tratando de ubicarla.

Su familia se extrañaba de verla así. No era la tan alegre de siempre. Era una sombra de aquella. No entablaba conversación alguna. Si se la conversaba, respondía con evasivas. Si se la importunaba en búsqueda de su voz risueña, se alteraba –como estanque quieto al que se le arroja un pedrusco molesto-, y se volvía respondona si se la apercibía.

Con los únicos seres que se sentía a gusto, eran los pequeños de la nana –Roy y Janice-, en los cuales volcó un afecto sin límites.

Hasta con la abuela Claire, comenzó a mostrase desagradable. Un día, la madura dama le contó que el domingo anterior -el ya ignorado-, le había vencido en el dominó a su compinche, y el premio había sido clases de tejido que Gina le ofrecía.

Esmeralda Dickens, se negó terminantemente, rechazando la entrega. Incluso se rehusó ir al pueblo por lo que fuese. En definitiva, no quería ni asomar la nariz al aire de la campiña. Tenía una semana de furia, un mes perdido y el resto del año arruinado,
Lo único rescatable de las jornadas aciagas, era que en las noches, ya no existían esos sueños de cadenas, gemas, diluvios y del cervatillo saltarín, que tanto la descolocaban.

Promediando el jueves, y a tres días de su cumpleaños, se atrevió a salir. Husmeó el soplo de los jacintos floridos, adviniendo la próxima temporada, y que su mocito no anduviera en los aledaños. Razón por la cual, se envalentonó a salir.

Habría hecho unos escasos metros, que a la vera de la vegetación, salió Donna buscando hablarle.

Ni bien la vio, la joven Dickens se reorientó a su guarida: living room-escalinata-habitación-colchón. Ese era su itinerario preferido, después de aquel suplicio dominical.

Cuando todavía no alcanzaba al dintel de la casona, la voluptuosa sierva, la interrumpió solicitándole dialogar con acucia.

-“¡¡No tengo nada que platicar contigo…!!”- Fue la resolución recibida. La reproductora redundante, repitió el pedido:

-“¡Por favor amita… necesito que me escuche…!”-

Esmeralda, no podía menospreciarla. Ese comportamiento no era parte de su forma de ser, pese a que ya había dado cátedra de crudeza con Michael y con Hester Sue.
Entonces decidió escuchar a Donna, aunque le hubiera encantado derribarla a empujones, desmecharla a tirones por seducir a Michael y por ejercitar con él sus experimentados encantos.
Apartándola a un sitio más privado, y lejos de la sagacidad familiar, se preparó para oírle…

CONTINUARÁ…

Star InLove 


Capítulo 17


“El paraíso prometido”

Los acólitos del predicador, sintieron el desafío como una provocación. Mientras que otros tantos pobladores, congratularon a los Dickens por la desenvoltura, en especial a Georgia por haberles regalado una poderosa reflexión que les quitó la venda de los ojos.

Ella, aún se recuperaba del halo de iluminación que la había abordado en defensa de las mujercitas del lupanar, más que por haber acotado el dislate de Miller. Lo único que anhelaba, era llegar rápido al remanso hogareño. Estaba conmovida, aunque muy contenta por lo declarado.

El que no parecía demasiado complacido, era su hombre, tenso a su lado y con las riendas tirantes, ojeando el camino y sorteando las piedras desprendidas de los bordillos, que lo llevaban a lo de la confidente de su suegra Claire.


En las antípodas de la plazoleta, se retiraban rumiando odio, el pérfido reverendo y sus adláteres mirando hacia atrás donde la gente se desgajaba por un temporal remojando sus barbas. Vislumbraba que una porción de los habitantes de Jackson, dejarían de ser su manso rebaño, si la mujer de Dickens continuaba entrometiéndose en el buen funcionamiento del pueblito que él afirmaba conducir. Hasta el blandengue de Rice, quedó fascinado con ese “discursito salvador”, engallándolo a mostrarle los dientes imponiéndole silencio. Ni qué hablar del patrón de la estancia “El Dorado”, que de enemigo subrepticio pasó a contrincante público, ofreciéndole una golpiza.

El ministro de Dios se notaba solo, alejado de la mano divina. Con la capital de Misisipi absolutamente cuarteada, rehuyéndole a sus empalagosos sermones. Ni la guerra había logrado dividir las aguas de esa manera. Que una agitadora como Georgia Dickens-Grimm consiguiera eso, era mucho, demasiado… Y que esas guarras de alquiler, fueran las que descerrajaran su desgracia ministerial, era catastrófico. Y él allí, hueco, con su alma encarnizada de violencia sin encontrarle cauce ni calma.

Si se enteraban en los andurriales contiguos, cobraría un descrédito inimaginable. Dejaría de gozar del respeto ajeno. Y si la trapisonda alcanzaba los oídos de los Ancianos, que comandaban la fe y su feligresía a cargo, sería el final.


Observaba a los costados, y no veía nada, o casi nada… En su hijo no podía confiar. Era un lumpen que ni tenía gusto para vestir. Era un sueño, un imposible que el mequetrefe diera un vuelco en su insulsa personalidad, y que de un día para el otro continuara con la dignidad de su labor a la que tanto había dedicado.

Y del sobrino, poco podía esperar. Tarde o temprano, lo ganaría la sucia quintaesencia que contaminaba su linajudo apellido… Era el retoño idéntico de un vagabundo importante, de un jugador empedernido de dados, que la virtud rescatable que tuvo fue la de perecer en un callejón embarrado a manos de prestamistas en un ajuste de cuentas. El infeliz, ni posibilidad a un duelo decente tuvo. Al menos Erik, tenía ambición.


Su propia casa, se encontraba desalmada… El desorden desbordaba las habitaciones, tal como el rencor que lo colmaba. Bastaba traspasar la entrada, y sus dos socios por conveniencia, olvidaban las “caras de situación” y las enseñanzas en el armario, que para lo que solamente servía eran para esconder lo apestoso de sus gabardinas, cuando los bellacos regresaban de profetizar en las madrugadas, según ellos bregaban...

Su impoluta carrera ministerial, había sido insultada y acabada por unas cuantas putas, un condenado siervo y la chusma.

Estaba completamente desbastado, girando en círculos. Hasta se habían atrevido a acusarle de un Torquemada cualquiera, como si desde el estrado del ayuntamiento, se ocupase de una simple caza de brujas…

Debe haber sido el sitio, que también le propició mala suerte ese domingo horrendo, pensó.

En lo que duró el terrible achaque de culpas al prójimo, y en tanto sus dos familiares se desvivían por bufonearse del vecindario y atragantarse con una merienda mal preparada, el reverendo Miller reparó en una idea… Lo de las brujas, en realidad no era tan malo…


Entre tanto transcurría el berenjenal en la capital del estado, en “El Dorado” se desencadenaba el Pandemónium de Esmeralda, el Purgatorio de Michael y el Paraíso Prometido de los Amantes… Íntegramente, y en ese orden, se consumaría un propósito que pondría a prueba a sus protagonistas.


Dentro del cobertizo de las parvas de algodón, los adolescentes abrumados, no querrían haber vivido la situación que pronto padecerían. La primera en abrir el fuego, fue “Piedrecita” indignada:


-“A ver… ¿Qué tienes para decirme…? Habla de una vez… ¡¡No sé qué diablos estoy haciendo contigo, si ya todo está dicho…!!”- Desgañitó, amagando ausentarse de allí.



-“Yo… yo quería decirte que… que estoy muy apenado por lo sucedido, Esmeralda… ¡No lo pude evitar…! ¡¡Lo siento, mi Amor…!!”- Anticipaba el esclavo de sus actos.


-“¡¡Por favor Michael, no me llames Amor…!! ¡¡Olvida que alguna vez fui tal cosa…!! Es evidente que la única que amaba era yo… ¡¡ ¡¡He sido tan boba por creer en tus palabras…!! ¡¡Baahh, mera charlatanería…!!”- Soltó la señorita Dickens, convencida del desamor.



-“¡¡No digas eso , yo siempre te he amado de verdad!!”- Contrapunteó Michael, más seguro de sus sentires, sin importarle lo que sobrevolaba debajo del abominable aguacero iniciado a baja intensidad, si lo parangonaba con el cabreo de la pequeña ama.


-“Sinceramente, no entiendo qué ocurrió contigo Michael… Mejor dicho… ¿qué me ocurrió a mí para dejarme llevar por las cosas que me decías? ¿En qué me equivoqué…?”- Un mea culpa exagerado, hacía la voz femenina del dueto.


-“¡¡Dios, no todo pasa por ti en la vida, niña…!!!”- Arguyó el siervo ya algo molesto. Aborrecía cuando Esmeralda se inculpaba para llamar su atención.


-“¡¡¡No me llames “niña”, Michael…!!! ¡¡¡Ni que fuera una imbécil…!!! ¡¡Ja… claro… lo que ya estuviste acostado con una cualquiera, vienes con esas ínfulas de macho presumido…!!!”- Atribuyó la heredera de la hacienda, arriesgando a una monstruosa discusión.

-“¡¡¡Cierra la boca, que no me estoy vanagloriando, Esmeralda!!! ¡¡Y deja de hablar así de Donna, estás muy equivocada en decir que es una cualquiera…!! ¡¡Ni sabías que existía en tu finca!! ¡¡Tú, desconoces lo que pasa a tu alrededor, entonces estás muy lejos de saber cómo es ella…!! ¡¡No ves más allá de tus narices!!”- Atronó Michael, en conjunto con los incontables truenos que igualmente se hacían escuchar.

La contienda apenas empezaba a sulfurarse.

Como si eso no bastara, la joven prosiguió con su descarga despechada.

-“¡¡¿¿Quéeeee, también la defiendes…??!!”- Indagó. -¡¡No lo puedo creer, la traicionada soy yo y tú te mueres por proteger a tu querida…y…!!!”- Así estallaba Esmeralda Dickens, de enojo y desconsuelo, hundiendo su cara entre los dedos, llorando con una amargura de desahucio.

Luego de ello, prosiguió dándole un remate al asunto que no iba por donde ninguno de los dos había fantaseado. –“Sabes… hay algo en donde tienes razón Michael…”- Aventajó, desconcertando a quien alguna vez fue su amigo: -“¡¡¡SI, ESTOY EQUIVOCADA…!! Es cierto, me equivoqué primero en darte crédito por el supuesto amor que me decías tener… Y en segundo lugar… ¡¡cometí el error de venirme de Chicago, gracias a esa carta que me enviaste hablándome de lo mucho que me extrañabas…!!! ¡¡¡ME ARREPIENTO DE HABER VUELTO, PORQUE TUS PALABRAS ERAN NADA MÁS QUE PATRAñAS!!!”- Espetó sin conmiseración.

A Michael se le cargaron los lagrimales, y unos celos formidables se apoderaron de él.


-“¡¡¡Ya me doy cuenta que lamentas haber regresado…!!! Y si… debes añorar al lechuguino ese que conociste por allá… a ese tal señorito Hathaway…!!!”- Encrespado endosó, fuera de sus cabales.

Todavía en ese estado, una parte de Michael contenía con rigor la realidad que lo había llevado a estar en brazos de la reproductora. Aunque su costado más sombrío, se alistó para confrontar cuando de su enajenada amadora, dijo la siguiente frase:

-“¡¡¡ Santo Dios, y tú qué tienes para criticarle a Pierre?!!! ¡¡Dime!!! ¡¡¡Tampoco lo conoces…!!! ¡¡¡Y no sé cómo te enteraste de él…!! ¿Quién te fue con el cuento…? ”- Aullaba Esmeralda, custodiando al que no tenía nada que ver en el entuerto. –“Él fue tan amable conmigo… ¡¡Todo un caballero…!!”- Rememoró la joven, bajando la voz a nivel de cariñoso recuerdo.

-“¡¡¡¡Aaaah pues bien, así se llama… Pierre!!! Se nota que sientes mucho afecto por el “señorito Pierre Hathaway”…!!! ¡¡¿¿Cómo no enterarme de él???!!! ¡¡¡Además, nadie me vino con cuentos…!!! Se lo oí a mi mamá mencionar… Ella dice que no haces otra cosa más que hablar del sujeto…!!!”- Remarcó, ya montado al lomo de una mordacidad inaguantable, levantando la apuesta verbal a un enfrentamiento mayor.

–“¡¡¡¡ESTOY SEGURO QUE YA TE HABRÁS ANDADO BESUQUEADO CON ÉL, ¿¿VERDAD??!!!!!! ¡¡¡¡POR ESO LO RECUERDAS CON TAAAANTO AFECTO, CHIQUILLA!!!!!!- Enronqueció, enardecido por las suposiciones que rondaban sus remordimientos.

Con un recelo lógico y primigenio brotándole sin remilgos, tapaba su flaqueza y también las órdenes de su amo.

Los celos de figurarse a Esmeralda, siendo cortejada por otro hombre lo encegueció, empero no al linde de arrojarle la verdad a la cara. El haber sido designado novato semental de la siembra por su propio padre, la devastaría. La amaba demasiado como para darse el lujo de ponerla en su contra. De él, jamás saldría esa crudeza. Bastante había lastimado a la pobre al contarle lo acaecido. Que fácil hubiera sido callar antes o hablar en ese instante…


-“¡¡!¿Qué, ahora también escuchas detrás de las paredes??!!!- Acusó, como si ella no lo hubiere hecho. -¡¡¡No puede estar pasando esto…!!!”- Repetía la volcánica mujercita, insistiendo con más ahínco:-“¡¡¡¡¡¡Y no te aventures a decirme “chiquilla”, maldición!!!!!! ¡¡¡ Y no me vengas con un melodrama que no sientes…!!!! ¡¡¡ERES TÚ EL QUE ROMPIÓ NUESTRO PACTO, Y NO YO; ERES TÚ EL QUE SE INVOLUCRÓ CON ESA COCHINA…!!!!!! ¡¡Ni siquiera fuiste capaz de esperarte hasta hoy, Michael!!!! ¡¡¡No… el jovencito no tuvo mejor plan que hacerlo con otra, y no conmigo, cómo tú mismo propusiste!!!! ¡¡¡ERES UN AUTÉNTICO TRAMPOSO!!!- Achacó Esmeralda, insolente y furibunda. -¡¡¡Por lo menos, ten la decencia de reconocer que es a esa a quien deseas… reconoce que la quieres!!!!- En un ahorcado gemido, se unió a la tromba asolando el techo de paja del pequeño depósito. Lo que sería un nido romántico, se transformó en una guarida de bestias liquidándose.

-“¡¡¡PUES SÍIIIII, LO ADMITO ESMERALDA… LA DESEÉ… PERO NO LA AMO!!! ¡¡¡ES INDISCUTIBLE, NO ME PUDE CONTENER CON DONNA, PERO NO LA QUIERO COMO PIENSAS!!! ¡¡¡ELLA ESTÄ FUERA DE MI VIDA!!! ¡¡¡Y A LA QUE DESEO ES A TI!!!!! ¡¡ERES A LA ÚNICA QUE QUIERO, A LA ÚNICA QUE AMOOO!!!”- Confesaba Michael, desoyendo el alias de “tramposo” y viendo la ilusión desbastarse, sin redención probable.

-“¡¡¡FELICITACIONES MICHAEL, LO TUYO ES MUUUY ENCOMIABLE…!!! Solamente era eso lo que quería saber… ¡¡¡QUE LA DESEAS Y QUE ALGUNA VEZ CONSIDERASTE TENERLA EN TU EXISTENCIA!!”- De la boca de su amado, se daba cuenta de lo más profundo del instinto de un muchacho en presencia de otra mujer, de una intrusa... La lujuria superaba al Legítimo Amor. El que alguna vez ellos se juraron, prometiéndose mutuas virtudes…

-“¡¡¡DIOS NOOOO, NO DIJE ESO!!! ¡¡¡SIGUES SIN COMPRENDER NI UNA PALABRA…!!!! ¡¡¡MIRA, CREO QUE ES MEJOR DEJAR LAS COSAS COMO ESTÁN, ESTO HA SIDO SUFICIENTE PARA MÍ…!!! ¡¡ME VOY DE AQUÍ ESMERALDA!!! ¡¡¡OLVÍDALO…!!”- Desinflado expresó el tiranizado por la certeza.

-“¡¡¡ERES UN COBARDE!!- Ametralló ella. ¡¡¡Y DESCUIDA… LA QUE SE VA SOY YO, MICHAEL…!!!”- Envuelta en un nimbo de lágrimas, ella abrió la puerta, pero Michael la contuvo, la tomó por la cintura y tras un: -¡¡¡Ven acá por favor, no te vayas, quédate conmigo…!! ¡¡QUIERO DECIRTE QUE TE AMO HASTA EL INFINITO!!!!- Exponiéndose se desamarró un abanico de besos, que su recibiente predilecta no pudo resistir. Sus labios sabían al ajenjo dulzón, del que exclusivamente beben los inspirados poetas.

En un postrero intento de no caer en esas redes de azúcar, Esmeralda se debilitaba con la cercanía de Michael y con su piel caliente rozando la suya, tan gélida de enojo y estupor, lo empujó por segunda vez en el día, y le impuso detentar juicio. Luego agregó:

-¡¡OOOH, RECÍEN LO ENTIENDO…!!! ¡¡¿¿QUIERES DESFOGARTE CONMIGO ACASO??!! ¡¡¿¿ES ESO, NO??!!- Conjeturó. -¡¡PUES… GRANDIOSO!!! ¡¡¡ADELANTE, ACÁ ESTOY…!!! ¡¡HAZLO DE UNA VEZ Y YA…!!! ¡¡¡VAMOS, HÁZLO… ¿¿QUÉ MÁS DA…??!!!- Conminó suponiendo una negativa en tal caso. Enseguida vio como el muchacho retrocedió replegándose al son de un preocupado: –“¡¡Nooo, así no… de esta forma no…!!!”- Angustiado y aturdido se negó.

-¡¡¡¡HÁZLO!!!!- Fue lo que ensordeció el interior del almacén. Sin embargo, esas cinco letras sellaron un movimiento que él no se esperaba. Michael observó anonadado, como la tierna “Piedrecita” de antaño arrojó su vestimenta, arrancándosela prácticamente. Después, bajó de un tirón las enaguas y las bragas de entredós, mostrándose con la perfecta desnudez de una vestal, salvo por sus calcetas blancas apuntilladas, las guillerminas de los domingos y la alhaja que le daba nombre.

-“¡¡NO TE ATREVERÁS, ESMERLADA, NO TE ATREVERÁS..!!”- Exclamó fuera de sus casillas, enredado por uno de los muslos de la muchacha en sus caderas y con los pechos bamboleándose encima de su humilde camisa, arrugada por unas encrespadas garras que lo arrastraron a un lugar apropiado, tras recalcar poseída:

-“¡¡¡¿¿QUE NOOOO??!!! ¡¡¡¿¡QUE NOOOOO??!!!”-

Sin más, él la desafió:

-“¡¡¡¡EXCELENTE, ERES DIGNA HIJA DE TU PADRE!!!! ¡¡¡ENTONCES, SE HARÁ COMO USTED MANDE, SEÑORITA DICKENS!!!!!”- Cayéndole encima, se dispuso a compensarle el escarmiento que ella pretendía darle.

Por un instante, la novata sintió mucho resquemor; el peso del esclavo, la achicó. Aun así, reanudó la ofensiva. ¿Qué otra cosa peor podía salir…? Nunca se equipararía al mal trance por el que pasaba desde que quiso felicitarle por su cumpleaños número 18, tres cuartos de hora atrás. Él, tenía ganada una lección.

Michael quiso besarla, procurando un cambio en el mal gesto de su combativa virgen. Ella retiró la boca apretujada en obvia señal de indiferencia, por más ganas que tuviera de comerlo a besos.

El mancebo pasó por alto lo tajante del desdén y la escandalosa escalada de agravios. Lo hubiera abandonado todo… Esfumarse de ahí sería lo adecuado, en vez de tener bajo su anatomía a su novia, totalmente desalmada, reduciendo el acto amoroso a un simple trámite en una oficina postal.

Ni una partícula de ella, era lo que antes fue. La irreconocible yacía helada, igual que el caos de la tormenta filtrándose por los ventanucos.

Como no tenía vuelta atrás, él se enderezó sin dejar de mirarle a sus párpados, apartados mirando al vacío. Pese a la inflexibilidad de ese carácter, él se encontraba sumamente excitado… Fue suficiente verla esa tarde soñada, para dejarse llevar por el encendimiento que le generaba. La utopía ideal y la pesadilla desesperante, eran una dentro de sí.

Michael, sufría el embate por la falta incurrida, y era objeto de la ardentía de un aguerrido semental. Su atributo, se remarcaba exuberante en los holgados lienzos que ni parecían ya pantalón.

Rápidamente se libró de los jirones, dejando al aire libre la totalidad de la potestad... La chica aguardaba tumbada en la cavidad del algodón acopiado, arriba de una sábana blanca, tan pura como su flagrante desabrigo arrogado…

De reojo, intuyó que él ya estaba pronto a desflorarla. Instintivamente, se cubrió los senos con una mano y una pequeña porción de su brazo. Con otros dedos, su pubis se escondió de las farolas prendidas del bellísimo criado, mientras sujetaba sus vergüenzas entre los saludables muslos.
Él, al revés de la doncella, ostentaba por reflejo unas desenfadadas y firmes pulgadas…

Pronto intervino en esas piernas cerradas, que antipáticas le mezquinaban aquel apetitoso objetivo. Abriéndolas sin forzarlas, consiguió que la ruda Esmeralda las separara de lado a lado, aunque sin el más mínimo de pasión. Las dejó caer, como si carecieran de energía; la energía que él ansiaba entregarle.

El burlado galán, se bajó enseguida al impenetrable monte, se posicionó en las inmediaciones de su vulva inmaculada, no queriendo explorarla de otros modos… No pudo contemplarla siquiera. Regodearse en cada rincón hubiera sido un magnífico deleite, pero las perversas leyes del azar y de las urgencias, no se lo permitían. Todavía tenía el afán de revertir la penitencia. Reconquistarla, era la meta a obtener…

La chica Dickens estaba más interesada en los juegos de luces y sombras, y en las volteretas de la tela, incluyéndolos a los dos, que en la octava maravilla que tenía en frente.

Entonces, con férrea decisión Michael la accedió con delicadeza. Al menos el intento hizo… El himen, más tenaz que el genio de su poseedora, desafiaba el grosor de su portento… Bastó algo más de ánimo para introducirse en Esmeralda...

No sólo hendió sus pétalos, sino que le desarraigó un alarido lastimero que con dificultad disimularon una seguidilla de tambores de rayos, herrándole a la diana escogida. Más tarde, repetiría el relámpago su tiro.

A la sazón, las uñas de la chica se clavaron en la arqueada cintura de Michael, rasguñándolo acérrima. Un par de rufas gotas sanguíneas, se congeniaron a las otras, regando la pureza de sus florecitas, arrancadas arriba de la sábana ahora manchada…

Solamente así ella recobró los colores y el llanto. De la palidez seca de nieve perenne, pasó a una rojez de tormento, sin gamas intermedias.

El agobio nuevamente la invadía… De haber sabido que “aquello” dolía tanto, no le hubiera exigido madurez a su Michael, ni ella se hubiera dado aires de pedante mujerona. Era demasiado tarde… No podía frenar a un hombre en esas condiciones…

Su mente, no dilucidaba qué era lo que más le daba dolor: si sus entrañas desgarradas, o la desolación del engaño….

Entretanto Michael, y la mitad de su humanidad, se constreñían dentro de “Piedrecita”, que tenía las mejillas más húmedas que su estrechez. La rabieta acontecida le había impedido mojarse… Apenas un poquito de flujo y un virtuoso sangrado, conseguían que el ardor no la desmayase.

Él, recordaba su experiencia anterior, y sin quererlo hacía una odiosa comparación, en donde Donna y la Srta. Dickens, litigaban por ser la mejor de las hembras, la más destacada.

Con la reproductora, la invasión se dio sin obstinación. Su tiesura se deslizó con una desenvoltura asombrosa. En cambio con la heredera de “El Dorado”, observaba una angostura demasiado inquietante… A medida que la acometía, arremetiendo y retrocediendo sin desacoplarse, sentía escozor en la tozudez de su glande, y muchísima más satisfacción que con la Donna.

De proceder pausado y cadencioso, jamás agresivo, Michael fue sumergiéndose en esa rajada concha, que ocultaba las joyas oceánicas que él tanto buscaba.

Subía, bajaba, se expandía en la carnosa galería que se negaba a la fruición total. Esa mujercita en cada incursión, gemía y lloriqueaba mordiendo sus labios, reprimiendo un atroz alarido. Más se estremecía, más se le incrustaba. Un cálculo aritmético inverosímil, los controlaba y nos los soltaba.

Por un momento, se extravió en los ojos de quien se balanceaba ensanchando –soberbiamente- su vagina. Quedó fascinada y bajo trance de esa adorable fiera carnicera en la que su amigo de la infancia, se transformaba segundo tras segundo… ¡¡¡ÉL, TENIA UNA MIRADA…!!! Sí… él adquirió esa mirada de la que Hester Sue hablaba, cuando recordó a Walton en una cuestión semejante…

Esmeralda, no daba más…La zozobra en su deshilachada castidad, era superior que la de cualquier engaño masculino. No sabía cómo detenerlo. Le hacía ver las estrellas, aunque estuviera nublada de rencor.

La lógica se disipaba a continuación de cada cogida… Y lo único que atinó, fue a suplicar un sincero y lozano: -“¡¡¡Me duele mucho…!!! ¡¡¡Ve más despacio “Ciervito de chocolate”, por favor…!!!”- En tanto sostenía el rostro transfigurado del esclavo, que en un bendito intervalo sin zarandearse, volvió de su bravura al angelical de siempre.

Un lamento puntual de ella, lo amedrentó, anclándose a una patria confeccionada de sentimientos, temores y coraje de su nueva entusiasta mujer. Si hasta parecía la de antes… No tenía esa espantosa ira contradictoria, que lo forzaba y lo rechazaba.

Con lo consecuente de su corazón a medio destruir, Michael respondió con espontaneidad: -“¡¡LO LAMENTO, MI AMOR!! ¡¡LO LAMENTO TANTO…!!”- En contados términos, se disculpaba por las penurias asestadas, y por el sufrimiento que los dos estaban transitando.

La boca de Esmeralda, trajo sosiego al calvario de su dulce “Ciervito”, que aún abotonado, tuvo la gallardía de escucharla y contener su voracidad, todavía no desplegada en plenitud.

Así, sus labios se ufanaron en una rapsodia. Y el llanto cautivo, lavó los cachetes de “Piedrecita”.

Acoplándose con lenguas en llamas, que iban y venían, pasaron de la ofuscación al encanto, y de la leve alegría a un exorbitante placer…

Cuando Michael tomó aire y le permitió respirar a Esmeralda, que ya había disminuido su hostilidad a cero, por más que tuviera incrustada a la torre de Babel en su confuso resquicio, se percató de sus pechitos redondos presionándole las tetillas, y tuvo una visión fascinante que lo embrujó.

Dos manzanas de mediano volumen, flotaban infladas ante su inminente contacto… Pero la emocionante particularidad allende sus pezones retozones, como dos confites vivarachos, eran unas fenomenales aréolas tan afines a amapolas, que eran increíblemente bellas, demandando ser probadas a la brevedad…

Con razón su madre y la señora Dickens, se esmeraban tanto en agregar blondas a sus vestidos comprados en el pueblito. Con razón preferían ellas mismas dedicarse a coser las prendas, no dejando que esas rojeces quedaran de manifiesto y a la vista de alguien con tiradores y testosterona.

Encandilado perdió la noción del alrededor, como el pirata que husmea dos monedas cobrizas y se arroja para quedarse con ellas, desestimando incluso un adorno caro emitiendo su luz verdemar…

Él dejó marcharse al último asomo de indulgencia que le restaba, y se prendió de esos globos vanidosos, estremecidos con el tímido achuchar de resuellos dados. Superando eso, dos islas sonrojadas, fueron recorridas por su lengua bordándole cada milímetro…

Con temerarios lametones, procuró sonrisas en el semblante de Esmeralda, desfallecida frente a los indecorosos mimos. Y un sinnúmero de estrujamientos, hicieron de sus bonitas tetas, el suculento cítrico que no se cansó de chupar, hasta notar que su doncella -divinamente deshonrada- lo enlazó con sus piernas embravecidas y lo azuzó, estimulándolo a deslizarse, a revolverse dentro de ella…

La damisela Dickens-Grimm, se oficializaba en una genuina yegua caliente… Fielmente descifraba que de su sometida intimidad, confluían cascadas que aliviaba sus honduras y facilitaban el eficiente empotrar de Michael…

El moreno, ciertamente retomó su creciente vaivén, mientras consentían su espalda con lisonjas y gemidos entrecortados por el ajetreo de la portezuela del almacén, golpeteada por la ventisca. Al traca-traca… traca-traca… se le sumó el tañido de los topetazos corporales…

Así, ella levantaba vuelo. Y él, la ayudó aletear por esa constelación brillante. Una sensación en la boca del estómago, la maravilló… Algo latente, procuraba suceder… Y de repente, de repente un pestañeo la estremeció… El tierno vasallo compañero de vida, se apoyó en sus manos, combó su torso y con una implacable embestida, la clavó hasta el fondo, dándole un viaje por cientos de galaxias placenteras, descargando en su tajo derretido, la inmensidad de la Vía Láctea…

Ellos, conquistaban juntos el Paraíso. Y la gloria de un orgasmo los coronaba aullantes, enmudeciendo el crujido de una diestra centella, asestándole a una saliente en el “El Dorado”, motivando un incendio que se propagó a la alborotada caballeriza. Enseguida, Peter Coltrane y otros, fueron a extinguir el fuego.

Michael, tendido sobre el busto de la adolescente, descansó somnoliento. Se rehusaba a desencajarse de “Piedrecita”, exhausta de placer. Ser llenada por la tibieza de la abundancia, fue inexplicablemente glorioso.

Con sus ojos congestionados, él se incorporó al escuchar claramente las corridas de la gente de la finca. Mucho sucedía en las afueras, mientras se despejaban de los gozos.

Esmeralda vacilante, simplemente con un el calcetín amontonado en el tobillo, con el otro insurrecto a mitad de la pantorrilla, y con las albas ballerinas desabrochadas, quiso también ponerse de pie. Pero un letargo ostentoso, más la tembladera de sus rodillas –como la de una jirafa recién nacida-, la devolvieron desnuda al cojín de nubes inventadas de algodón.

Un poco abochornada, observó a su chico limpiarse unos hilos de sangre, que en red acariciaban su imperio adormecido. Embobada con lo prohibido, cruzó la mirada con la de Michael, que no dejó ni un trozo de su visaje por contemplar.

Entonces él, con los vozarrones del caporal y los ayudantes in crescendo en las inmediaciones, portando su humilde camisa abollada en la mano, se arrimó deprisa a la extasiada, le separó cómodamente los muslos, higienizándole con extrema suavidad los restos de su embadurnada lujuria. Esa actitud, combinación de terneza y sensualidad al por mayor, la puso fuera de combate.

Michael, tuvo que alentarla con fortaleza a pararse. Y en un santiamén, se terminaron de vestir sin dirigirse la palabra. Sólo los suspiros los comunicaban sin chistar.

Planificando la huida, cada cual a su habitualidad, pasado uno de los temporales más descomunales del que evocaran, él le propuso salir primera, ya que se encargaría de desaparecer los indicios de la indecencia. Ella, aceptó gustosa.

Manteniendo su boquita cerrada, con una mueca chocante de sospechoso resentimiento, desfiló hacia la salida como si nada hubiese valido. Entonces Michael, nuevamente la tomó por la retaguardia, y le cuchicheo al oído: -¡¡TE AMO HASTA LA LOCURA, ESMERALDA!! ES UNA PENA QUE HAYAMOS TENIDO TAN CORTO TIEMPO PARA ESTO… SINO TE VOLVERÍA A TOMAR, UNA Y CIEN VECES MÁS…”– Contundente y prometedor reconocía.

Su amada, volteándole la mesa patas para arriba, respondió con brutal franqueza: -“… HAY COSAS QUE NO PUEDO OLVIDAR, MICHAEL… ¡¡ESTO… ESTO QUE PASÓ, JAMÁS VOLVERÁ A PASAR…!! ¡ESTO TERMINA ACÁ…!- Engarzó sin compasión alguna, desentendiéndose de su trigueño amante, sumido en hieles, viéndola alejarse eludiendo la llovizna y a quienes pudieran localizarla.

Con su abúlico caballo, apuntando memorioso en dirección a la hacienda, Junior dejó la juerga dominical. Algo más que la tormenta, lo regresaba de sus beodas desmesuras. Urgido iba al encuentro de un quién sabe qué…

Desmontándose de la soberbia, pese al jaleo del incendio, tuvo la pasividad de aquietar su patanería, y observar detenidamente el panorama. Todos los hombres, excepto el niñato de Michael al que le tenía tirria, se dirigían brindados a la fogata. Y la niña Esmeralda -a hurtadillas- partía del depósito, tambaleándose con una altivez encarecida.

-“¡¡¡CÁSPITAS…!!! ¿Qué hace esa, saliendo como parida, de un lugar que no le es común visitar?- Se preguntó el hijo de Coltrane, que andaba dándole órdenes a los demás mortales, en vez de cooperar.

Atraído y como si olisqueara una cava que esconde un alambique, destilando el estertor de una pisca de preciado bourbon, se atarantó a su interior, donde llenó sus amodorrados sentidos de un aroma fácilmente reconocible… Encontrando entre los trastos algodonosos, tres botoncillos que Esmeralda había perdido aparte de su castidad. Enseguida supuso de qué habían sido testigos privilegiados los cuatro muros de madera.

Sonriendo envidioso, sumaba el primer as para acercarse y dominar a la mocosa, que ni bien lo veía se le ponía la piel de gallina y los pelos de punta. Más tarde, hallaría un poco más lejos a Blosson, caída y con la faldita maltrecha por el agua de la atmósfera encocorada, y unos petalitos estropeados, emulando a su impura dueña henchida…

CONTINUARÁ…

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