Capítulo 18


 “De espinas y rosas”

Una vez que guardó los tres pequeños botones, Junior Coltrane salió desgoznado del almacén al escuchar a Brighton, que contribuía a apagar las llamaradas en el establo y se aseguraba –a fuerza de bramidos- que su esposa y suegra, se pusieran a resguardo.

El hijo del capataz, visiblemente aturdido, cavilaba desordenado. Si urdía rápidamente un plan, haría caer a Michael en una trampa insalvable. Anhelaba castigos atroces para el descarado.

Tendría que ser muy cauto. No era cuestión de dar un paso en falso, desatando un desastre si decía lo que suponía había sucedido en el algodonero. Con ser tan arrebatado, perdería la oportunidad de tener en sus manos a la preciosidad de Esmeralda, gracias a la prueba que él sospechaba poseer. Bien utilizada, la pondría a su merced. Antes debía sacarse de encima a ese esclavo, que al parecer había llegado más allá del corazón -y más allá también…- de la beneficiaria de la gran fortuna de Jackson.

Arrimándose cerca del patrón, simuló trabajar en conjunto, intentando dominar el fuego y las circunstancias, haciéndose el preocupado. Un sumiso perro faldero, sería más digno al ir en busca de un hueso roído, arrojado para entretenerle la barriga.

En conjunto con los berridos los demás hombres, sometidos al fárrago de la lluvia yéndose y de las chispas amenazando con un nuevo inicio, tanto Michael como la joven, ya separados, descubrieron alterados la voz de Dickens padre, cuando emprendían la breve huida. Antes les habría sido imposible escuchar alguna nota con coherencia. El estrepitoso silencio, sobrevenido después de la tempestad sexual, les impedía oír algo.

El estilizado moreno, salió reduciendo contra su vientre la sábana con rastros de cópula y sangrado. Con apremio escondería primero ese testimonio, para después desprender de ellas las obscenas salpicaduras… Su camisa también se hallaba revuelta en aquel fardo hermoseado con indecencias. Y su neófita amante, atendería a lo suyo, ocultándose del ojo patriarcal que no le perdía pisada.


Previamente al arribo al “El Dorado”, se había suscitado una suerte de sainete a la americana en el carruaje conducido por el padre de Esmeralda junto a su madre.

Tras dejar atrás el consistorio, y el problema originado por el desmesurado reverendo Miller, con las dramáticas consecuencias aparejadas; el matrimonio, fue en busca de doña Claire, de cortesía y naipes en lo de su comadre. En esa dirección, crecían nubes atormentadas que descargaban sus atribuciones, obligándolos a detenerse y encapotar el vehículo, propiciando así una corta charla.

La mujer se mostraba inquieta, por el clima y los dislates en la alcaidía. Disimulaba un poquitín de desconfianza. Se anticipaba que -en breve- su marido la acusaría de haberlo desautorizado con esa intervención suya, amurallando a las desvergonzadas del “Chantecler”, el consabido lenocinio.

Ganándole de mano, prefirió adelantarse y se excusó:


-“Lamento haberte desacreditado, Amor… ”- Dijo alicaída: “… creo que no estuve muy bien el expresarme con tanto descaro…”- Simplificó pese a que reconocía silente haber hecho lo correcto.

La contestación de su marido, mientras subía a la carreta y se limpiaba las botamangas de barro, fue rotunda:

-“¿¿Crees, Georgia….?? ¿¿De veras CREES que no estuviste muy bien…??”- Recriminó con escarnio. –“¡¡¡Para tu información, querida… ESTUVISTE PÉSIMO…!!! ¡¡ME DEJASTE EN RIDÍCULO DELANTE DE TODO EL MUNDO!!!”- Remitiéndose al suceso, estallaba en cuentagotas.

Ella, atendía taciturna. Estaba convencida que hasta que él no concluyera con el exigente rollo, no podría cuestionar una situación que le llamó poderosamente la atención.

Con el devenir de la monserga, y retomando la vía, se fueron acercando a la morada de Gina, la compinche de Claire Grimm y sus existenciales penurias.

Al aparcar, el reto a Geo iba en aumento. Pero la avezada “media naranja”, como por argucia de mancias varias, esgrimió una pregunta, descolocando a su desafiante:

-“¿Notaste algo, Cariño?”- Encabezó segura. Él, con rimbombante oratoria, enojado contestó: -“No… ¿qué…?”- Y continuó ofensivo: “¡¡¡¡Mujer, ni se te ocurra desviarme del tema con una bobada, déjate de rodeos!!! ¡¡¿¿Estoy demasiado enfadado??!!”-. A lo que retrucó serena: -“¿¿No te diste cuenta que la señora del predicador no estuvo en la asamblea hoy?? ¿¿No te parece raro, cuando siempre lo acompaña a todos lados, siendo sólo una sombra que lo asiente…?? Preguntó y a la vez remedó: -“Si querido, no querido…”-

Mister Brighton, de inmediato frenó el andar de los dos trotones y su regaño: -“¡¡Tienes razón, Geo!!! Verdaderamente es llamativa su ausencia… pero es entendible... ¡¡¡Debe estar harta de sus sermoneos aparatosos!!!”- Sorprendido y también convencido argumentó. Dudas grandes se prendaban en los resquicios de su ofuscación.

Al menos Georgia, había cortado de plano el rezongo. Igualmente el caballero, en tanto dilucidaba la pregunta del millón, revisaba distintas alternativas para tener a raya a los esclavizados en la hacienda. Le había quedado dando vueltas eso de las fugas. Si alguno pretendía hacerse el pillo y se largaba, infundiendo a otros a hacer lo inconveniente, tendría que reprimir la simple presunción.

El ingenio del poste de castigos, antiguamente utilizado, era la solución ocurrida. Había que revalorizar la “corrección”, igual como hicieron los antepasados en el latifundio. Con uno nomás que azotara, por una mínima metedura de pata, serviría de advertencia para los demás.

Desde luego, no se lo diría a Georgia, ya que iba contra la absurda tradición impuesta por la facción familiar de enaguas, a partir de la madre de su madre. Era hora de decretar la cancelación de semejante sandez.

Retomando el tranco equino, se perdieron en una neblina de corazonadas acerca de la costilla del reverendísimo Miller.

Al llegar en frente del jardín saturnino de Gina, que pronto recobraría las acuarelas tintóreas cuando los chubascos flaquearan, dos campanadas bastaron para que Claire se apersonara, despidiéndose de la amiga. En sus brazos, contenía las exquisiteces degustadas en la merienda de grato esparcimiento. También portaba los lauros de una promesa bien granjeada, para su nieta, en el dominó. Lid donde era una verdadera imbatible.

Subiendo con la caridad del yerno, se acomodó en el asiento trasero del carruaje. Y al instante, escuchó hablar a los esposos e intentó dialogar con ellos. Ansiaba contarle a alguien, lo que su comadre le había confiado. Aunque prefirió esperar un poco más. No era prudente que Brighton se enterase de lo que guardaba con tanta providencia, y de lo que ya se divulgaba por cada esquina de Jackson…

A escasas leguas, y en el foco de los rayos que no se interrumpían, el señor Dickens advirtió una considerable humareda negra, proveniente de “El Dorado”. Ella se amancebaba promiscua con nubarrones bajos, pariendo cientos de a pérfidas cerrazones, que asustaban al más heroico de los terrenales. En la finca, había fuego.

Con celeridad apuró, fusta en mano, a los caballos. Necesitaba saber si Esmeralda se encontraba bien y qué era lo que había ocurrido durante su ausencia. Las mujeres del carro, lloraban y contenían los alaridos.

Soltando las riendas, saltó hacia la greda mojada que entorpecía su prisa, hasta ubicar el lugar del siniestro. Respiró aliviado al ver que no se trataba de la casona, dando por cierto que allí permanecía su hija. Al mismo tiempo se arremolinó con asistencia, para sofocar una catástrofe que no pasaría a mayores. Además observó deprimido cómo quedaba reducido a cenizas, el grueso poste en el cual se fustigaba a los siervos desobedientes en el pasado.

La idea demente de retoñarlo a ese tiempo, se fue yendo de acuerdo a los abatidos segundos y mientras el agua calaba las pavesas.

-“¿¿DÓNDE ESTÁ MI HIJA??”- Enarboló turbado, esperando escuchar lo debido. La única respuesta fue la de Hester Sue, debajo de la cornisa, al vivo aspaviento de: -¿¿ESMERALDA, MI NIÑA, DÓNDE ESTÁS QUE NO TE ENCUENTRO…??”-

Todos quedaron anquilosados, máxime sus familiares, temiendo que la moza estuviera en la caballeriza -mitad quemada y mitad derrumbada-. O debajo de las herraduras de los ruanos despavoridos y en plena trotada. Seguramente habría intentado salvarles. Era en sí una evidente tragedia

Con la conmoción a cuestas, el hombre se dejó apoderar por la incertidumbre, que empezó a ser socavada habilidosamente por el hipócrita de Junior:

-“¡¡¡¿¿Cielos Santos, dónde está la señorita??!!!”- Gritó, desfigurando contrariedad, para después rematar con maniobrera suspicacia: -“¡¡¡Y aquel imberbe, el bueno de Michael, ausente cuando hace tanta falta… ¿dónde está?…!!!”- El granuja observó queriendo ligar ambos puntos candentes del monólogo, emprendido siempre en desmedro del débil.

-“¿Qué dices, muchacho? ¿No sabes dónde está a quién tú tienes que vigilar, igual como con el resto de los siervos?”- Inquirió el amo, estropeando una intentona de asedio al susodicho ausente.

-“¡¡No patrón, fíjese usted que no le he visto en toda la tarde!! Eso que estuve trabajando arduamente y anduve controlando también por aquí, no se crea...- Remarcó avieso y agregó: –“Lo mismo que a la señorita Dickens…¡¡No la he visto TAMPOCO…!!”- Así remarcaba, sin que un pelo de su grasienta mollera, se le moviese ante la mentira ingente. El mundo entero conocía de sus escapadas domingueras, salvo el desprevenido amo, que únicamente se valía de los serviles servicios del viejo Coltrane, más lejos y aburrido de otra falacia de su hijo.

Menos aún se inmutó, cuando empuñó el disparador del enojo paterno. Había asestado en el corazón de Brighton, coligando a su “linda joyita” –Esmeralda- con uno de los esclavos más bellos de la totalidad de la áurica heredad.

Con indudable horror, abandonó lo que hacía y emprendió la búsqueda de su hija, no sin antes patalear, ordenándole a Michael pronta aparición frente a una represalia que no se prorrogaría. Ahora era Hester la que se unía al llanto desconsolado de las mujeres amas de la casa. Imaginaban que ambos, podrían haber perecido en las llamas, tras querer socorrer a los animales. Ni se le cruzó por la mente que Dickens, interpretaba a la perfección lo que Junior le dio a entender con ese entramado despreciable de verdades lapidarias.

Ante el alboroto, la desflorada y satisfecha señorita Dickens, regresó sobre sus pasos para exhibirse y frustrar que anduvieran a su caza. Pero se apostó agitada, muy cerca de donde brotaban sin detención: plegarias de las damas e improperios de su padre, por no encontrar respuesta alguna a sus sañudos mandamientos.

¿Por qué exigía tanto la comparecencia de su apasionado amador? ¿Sería que descubrió algo de lo sucedido…? No pensó que Junior Coltrane, anduviera por ahí plantando discordia.

Cuando acudiría a calmar los ánimos, repentinamente –Michael- reapareció de un costado. Se le veía asustado, con la culpa del desliz divinamente disfrutado, orillándole la mirada al señor.

Previo a destinarle la palabra al esclavo, Brighton no dudó en írsele encima, agarrarlo de un brazo y zamarrearlo al son de:

-“¡¡¡¿EN DÓNDE ESTÁ MI HIJA??!!!”- Preguntó envenenado, sin que el otro pudiera articular siquiera media lengua: –“¡¡¿¿ Y TÚ… DÓNDE HAS ESTADO, MUCHACHO??!! ¡¡REPÓNDEME… O TE DARÉ UNA ZURRA INOLVIDABLE!!”- Amenazó trastocado. Si hasta parecía que unos impresionantes colmillos, sobresalían de sus encías.

Al instante, el génesis de Michael salió en su defensa:-“¡¡¡NOOO, NO LE HAGA DAÑO A MI HIJO, POR DIOS, AMO!!! ¡¡¡ESTOY PLENAMENTE CONVENCIDA DE QUE TIENE UNA EXPLICACIÓN POR SU AUSENCIA…!!!”- Detrás de Hester Sue, también comparecían Claire y Geo, reclamando igual misericordia.

La sola mediación de la madre, evitó que Dickens extremara una situación que Junior había insistido con alentar a toda costa, murmurándole vaya a saber qué cosas en el oído al patrón.

Entre los demás empleados y varios de los siervos, conformaron un remolino alrededor del mandamás del “El Dorado”.

No faltaba nadie, excepto Esmeralda, precavida atrás del nogal, a esas alturas convertido un parapeto resistente frente a lo inevitable. Se sentía una enorme cobarde, una insignificante gallina con la aspereza manifiesta de su papá.

Jamás observó semejante antojo brutal, de quien le había otorgado cariño durante su vida. Brighton Dickens, se constituía en un bárbaro en los ojos de su hija. En cambio, pasaban desapercibidos los empeños despreciables de los Coltrane, hambrientos de ver al jefe asestarle el primer coscorrón a Michael delante de ellos.

La joven, estaba completamente petrificada. Su noviecito era una marioneta, que se desarreglaba en cada empellón. Él, se oponía a devolverle una golpiza para defenderse. Recapacitaba que era el padre de su enamorada, entonces en absoluto le presentaría los puños cerrados. Estaba convencido que Junior, le había llenado la cabeza de antemano.

Como la luz que llega de un indeterminado punto cardinal, aportando claridad a la oscuridad imperante, Donna trajo la estremecedora tranquilidad de los justos.

A la balbuceante respuesta del trigueño mozuelo: -¡¡Heemm, no he visto a la niña, señor…!!”- Que ponía raya la mera verdad desbocándose, también le sumó la excusa por la demora en apersonarse, con un débil: -“… yo… yo… estaba por ahí… yo…”-

Y al inflexible silencio, luego de esas palabras, correspondió la sugerente voz de la reproductora:

-“Michael… estaba conmigo, patrón…”-

Dickens, inspiró aliviado en conjunto con el difamado. En tanto, Hester y Geo cada vez entendían menos. Muy diferente a la abuela Claire, que en entrelíneas captaba lo que no se decía. Y Esmeralda –decaída- miraba como esa mujer, su adversaria, evolucionaba a enemiga. Sin embargo, de alguna forma, les salvaba la vida a los dos. O por lo menos la reputación.

¿Por qué inventaba eso…? Si ella no era la que había estado con él esa tarde… Debía ser que en realidad lo amaba, como para jugarse de esa manera. Sino qué otra explicación cabría a ese accionar redentor.

Una sonrisa cómplice del amo, bastó. Varias palmadas en la espalda de Michael, más un suave golpecito de nudillos en su mentón, le hicieron manto a la impiedad del encono.

Con premura la mamá del jovenzuelo, se lanzó hacia él para brindarle cariño, al tiempo que le notó unas profundas marcas en su destapada cintura. –“¿Qué son esas heridas, hijito?”- Formuló con estupor. –“¿Acaso fuiste fustigado, sin que yo me enterase?”- Intuyó molesta.

Michael, enseguida la sacó de dudas con un enredo clemente: -“No te preocupes, madre… Son simples raspones, hechos con espinas, cuando venía para acá…”-.

En parte decía una gran realidad, no tan tergiversada, claro estaba. Las púas dolorosas de una rosa con nombre de piedra preciosa, habían dejado placenteras huellas en su candente piel…

Al instante que el chico se excusó de manera poco concluyente, Walton –entreverado con los socorristas improvisados- trato de reforzar su planteamiento, también con una socarrona risilla, como la del señor Dickens, y con similar festejo con el núbil.

Hester Sue no quedó muy conforme ante las apariencias de que nada pasaba. Eso que poseía en la espalda baja su hijo, se parecían más a arañazos que a simples raspaduras.

–“Después quiero hablar contigo…”- Intimó la sierva a su esposo. Él deducía que alguna cuestión le indagaría. No era simple despistarla, ni era demasiado crédula. Para asuntos de ese tipo, le sobraba olfato.

Una ocasión más y con el estruendo orfeonista de Georgia de: -“¡¡ESMERALDAAAA!!”- Aquella se permitió ver a unos metros más de donde se apaciguaba la vorágine.

-“¡¡Aquí estoy!! ¿Qué pasa…? ¿Por qué tanto bochinche…?”- Se expresó con liviandad la más buscada, mientras aceptaba los achuchones de su madre y abuela, disputándose el cariño, cual comarca a repartirse.

El padre, se acercó con cara de susto temperado. Así como también, con una recuperada ofuscación:

-“¡¡¿¿Cómo que qué pasa, Esmeralda Dickens??!! ¡¡¿¿Dónde caraj… caracoles estabas, muchacha, que ni te enteraste de la tremenda tormenta y de la terrible catástrofe que tuvimos en el establo??!!”-

-“¡¡Aah, pues… pues, sí que me di cuenta de la tormenta…!! ¡¡No estoy sorda, ni ciega!! Y lo del incendio… ¡¡¡pues, fíjate que pensé que alguien había hecho una fogata…!!!- Se justificaba de manera inverosímil, inclusive desfachatada.

-“¡¡¿Crees que soy un zopenco…?- Esgrimió su ascendiente. –“Vuelvo a repetir mi pregunta… ¿Dónde estabas Esmeralda? ¡¡CONTÉSTAME AHORA!!!”- Exigió intimidándola.

-“Pues… anduve paseando, por allí… por el bosquecito… y bueno… eso nada más… ”- Se defendía a lo gato acorralado, considerando que una banalidad podría usarse como descargo.

-“Así que estuviste por el “bosquecito”, ¿eh?... Entonces ¿¿CÓMO ME EXPLICAS QUE ESTÉN COMPLETAMENTE SECOS TU CABELLO Y TU VESTIDO??”- Interrogando a fondo, el enojado esperaba una argumentación valedera.

-“Ejem… ejem… ¡¡Y sí… por supuesto que está seco todo…!! Si en cuanto empezó el chubasco, me vine corriendo y me resguardé en la parte de atrás de la casa… Y con tantos truenos y relámpagos, no vi que pasaba en el establo, y ni sentí nada de nada…”- Con algún traspiés, pudo manifestar.

-“Mejor dejemos el tema aquí… Más tarde, cuando pase esto, conversaremos en mi despacho, ¿¿entendido??”- Puntualizó Dickens a su hija. Y se alejó despaciosamente a organizar la recuperación de la caballeriza y sus cuadrúpedos moradores.

Lo que nadie imaginaba, era que Junior fuera a cortar el mutismo después de la última palabra del jefe máximo, evidenciando a la pepona entre sus manos, devolviéndosela a su auténtica dueña.

-“¡¡Señorita, señorita….!!”- Vociferó, para que la humanidad entera supiese que él hacía un servicio a la comunidad, tras haber hallado a la muñequilla tendida. –“Esto debe ser suyo, ¿sí?”- Cuestionó con tonalidad inofensiva, aunque buscando marcar terreno en el ánimo de la tenedora del juguete.

Ella, se dio vuelta de golpe. Estaba más aterrada que con su papá enfurecido, y miró a Junior con la Blosson totalmente descosida. ¿Sería que aquel conocía la secuencia del cómo llegó al suelo de “El Dorado” esa tarde su muñeca…? ¿Sabía de lo otro también…? Imposible sería saberlo en breve.

Seguidamente, le arrebató el objeto y le agradeció mínimamente por la misión. Hasta ahora, no distinguía demasiado cuáles eran los reales motivos del muchacho, que le provocaba tan feo escozor. Él tenía una cara socarrona, propia de un polichinela, entre payasesca y tunante.

El señor Brighton, al ver la actitud, se acercó a las integrantes de la familia y se fue con ellas. Sus instrucciones, habían sido correctamente acatadas por los subordinados. Él, se encontraba sereno. El incendio no había sido tan grave. Y Michael, estuvo con la reproductora al momento de la adversidad. Es decir, ni había escapado –como se le ocurrió en un momento- y menos aún había estado con su hija adorada.

No le correspondía temer. Eso sí, de ningún modo le quitaría la atención, ni a Donna de encima… Algo solucionó con ese inteligente movimiento de ajedrez al designarlo juvenil semental.

Con respecto a su hija, estaba visto que rebosaba sencillez. Era tal cual como la idealizaba: inocentona en exceso. Lo del paseo por el “bosquecito” –como se refirió infantilmente a la arboleda- y lo de su pepona, eran pruebas más que suficientes para su equivocada conclusión.

En el tramo recorrido al interior del dulce hogar, esa vez más que nunca, Esmeralda oteó hacia atrás y avistó a Michael y la esclava, fundiéndose con el paisaje, que dejaba presentir al Sol detrás de las nubes disipándose, augurando un atardecer entristecido. Pronóstico de malestar insuperable, terrible, en su enamoradizo corazón derrotado.

Con cada escala a la cancela de entrada, se retorcía de celos y rencor por ellos. Los figuraba amartelados, uno con el otro.

Ya adentro, la que quiso abrazarla por la fortuna de tenerla sana y salva, fue Hester Sue: -“¡¡¡ME ALEGRA QUE ESTÉS BIEN, MI NIÑITA!!!”- Afirmó sonriente. De ninguna manera sospechó, tampoco los observadores de la escena, de semejante reacción, cuasi repulsiva:

-“¡¡¡DEJA DE LLAMARME NIÑITA, QUE YA NO LO SOY… ¿¿NO TE DAS CUENTA??!!! ¡¡¡DETESTO CUANDO LO HACES!!!”- Disconforme vociferó Esmeralda, evitando los brazos cálidos de su nana.

Tras dejarla con la palabra en la boca y con la adoración desorientada, corrió por las escalinatas a encerrase en el cuarto.

En el ascenso, el enojo de su abuela no tardó en llegar: -¡¡¿¿QUÉ FORMAS SON ESAS DE DIRIGIRTE A HESTER SUE, SEÑORITA GROSERA!!! ¡¡TUS PADRES NO TE ENSEÑARON A FALTARLE EL RESPETO A LOS MAYORES!!!- Exhortó cabreada. –“¡¡REGRESA DE INMEDIATO A DARLE UNAS MERECIDAS DISCULPAS!!!”- Enfatizando así la reprimenda.

Geo y Brighton, no intervinieron. De hacerlo, en contra o a favor Claire, hubieran desacreditado el buen tino de la misma.
La que sí habló sin demoras, fue la adulta esclava, queriendo descomprimir el estrago:

-“¡¡No es nada, señora Claire… no hace falta eso, déjela por favor!!”- Dijo consternada. –“El día de hoy ha sido muy difícil para todos…”- Explicó y se resguardó en la cocina.

Estaba angustiada. Un nudo en la garganta la apretaba. Su mimada chiquilla, le había dado una cachetada atroz, sin dársela, sin tocarla. Tenía la mirada endurecida y amagaba humillación, como si la acusara de algo indescifrable. Y eso le dolía más que cualquier cosa. No sabía qué era lo que le ocurría. Había cambiado una enormidad… De amorosa adolescente pasó a joven engreída, en un par de horas nomás. Además se comportaba histéricamente.

La señorita Dickens, no atendió al reclamo y se esfumó en las alturas. Confinada en los aposentos, desfalleció con un llanto intrascendente y apagado.

Tras el paso de los minutos, y notando que no hubo quien la siguiese hasta ahí, para insistir con corregir su odiosa postura, se dejó caer boca abajo en su cama y se dedicó a lamentarse con ganas, hasta terminar exangüe.

Se le mezcló el domingo entero. Pelea entre sus padres. Riña y escándalo con Michael. Después el desconcierto inmenso, el desamor en el pináculo, el amor enloquecido y la pasión más desmedida que categóricamente no juzgó tener nunca. Pero el desencanto del engaño de su amante, era superior, era imponderable.

Redimida, después de una hora sepultada en el edredón de sal y plumas, y cuando ya nada importaba, divisó a Blosson en la mesita de noche. Parecía llamarle para el consuelo. Ni recordaba que allí la colocó, durante el ataque de ira y constricción. La muñeca, yacía manchada, como ella en su honor espléndidamente saciado.

Recapitulando la experiencia, de a poco recobró la memoria del gozo más intacto que nunca. Nuevamente sus pudores, se impregnaron de la gracia de otro encuentro juramentado por Michael… Aunque el frío del desengaño, no le permitía extasiarse con sólo presumirlo.

Para acallar entonces su entonada anatomía, y el fastidio con los propósitos divinos, se quitó los atavíos que la amarraban. Los revisó a conciencia. No fuera a ser que quedasen resabios de su otrora castidad. Y sin pista alguna, los abandonó en el sillón cercano al lecho.

Pensar que su padre confiaba en preservarla de las cualidades varoniles, hasta el casamiento, manteniéndola entre algodones santos y límpidos… Empero entre algodones, había abierto las piernas -a lo putarraca- aceptando ser clavada y atiborrándose de ese póntico negado de simientes en pleamar que tanto la regodeó.

Caminando hacia el cuarto de baño, olvidó las enaguas arriba del bargueño, y se envolvió en un toallón eventual. Al rozar sus pezones, añoró los labios de Michael, apropiándose indecorosamente de ellos con minuciosa desenvoltura. Después se dispuso a ducharse.

Tras cerrar con llave el baño, cargó con agua la tina, brindándose a ella. Arrojó la toalla y se adentró en el agua, como una ondina reinventándose en las olas, ya sin las pantaletas descamadas. Las que raspó y raspó, para que quedasen perfectas, libres de remembranzas. Pero a las apetencias por las bondades de su macho, no las borraría tan sencillamente… El vicio, más temprano que tarde, exige siempre ser alimentado, llenado…

Con tribulaciones y lujurias, enjuagó su figura. Perdió la noción de los sonidos externos, y se sometió al descanso. Nunca escuchó cuando Hester golpeó la puerta de la alcoba, que al no recibir respuesta, la adentró para hacer el triste trabajo esclavo: retirar la vestimenta usada y fregar sus suciedades.

A la hora de la cena, Esmeralda bajó al comedor. En instancia primera, se excusó con su niñera por haberla agraviado. Luego, probó apenas de la comida creada con consagración.

Y así pasó al día después… Con penas y también con glorias de un tiempo al que echaría al pasado.

Los días de la semana se sucedieron incesantes, aunque ella se había anclado a lo ocurrido. Iba de su dormitorio a la sala y de ahí a la mesa, cuando sólo cuando era llamada. Ya ni hambre tenía. Sólo la sed del deseo la invadía. Más contradictoria no podía ser: no quería ver a Michael, que rondaba la casa todas las mañanas, y varias veces por las siestas, tratando de ubicarla.

Su familia se extrañaba de verla así. No era la tan alegre de siempre. Era una sombra de aquella. No entablaba conversación alguna. Si se la conversaba, respondía con evasivas. Si se la importunaba en búsqueda de su voz risueña, se alteraba –como estanque quieto al que se le arroja un pedrusco molesto-, y se volvía respondona si se la apercibía.

Con los únicos seres que se sentía a gusto, eran los pequeños de la nana –Roy y Janice-, en los cuales volcó un afecto sin límites.

Hasta con la abuela Claire, comenzó a mostrase desagradable. Un día, la madura dama le contó que el domingo anterior -el ya ignorado-, le había vencido en el dominó a su compinche, y el premio había sido clases de tejido que Gina le ofrecía.

Esmeralda Dickens, se negó terminantemente, rechazando la entrega. Incluso se rehusó ir al pueblo por lo que fuese. En definitiva, no quería ni asomar la nariz al aire de la campiña. Tenía una semana de furia, un mes perdido y el resto del año arruinado,
Lo único rescatable de las jornadas aciagas, era que en las noches, ya no existían esos sueños de cadenas, gemas, diluvios y del cervatillo saltarín, que tanto la descolocaban.

Promediando el jueves, y a tres días de su cumpleaños, se atrevió a salir. Husmeó el soplo de los jacintos floridos, adviniendo la próxima temporada, y que su mocito no anduviera en los aledaños. Razón por la cual, se envalentonó a salir.

Habría hecho unos escasos metros, que a la vera de la vegetación, salió Donna buscando hablarle.

Ni bien la vio, la joven Dickens se reorientó a su guarida: living room-escalinata-habitación-colchón. Ese era su itinerario preferido, después de aquel suplicio dominical.

Cuando todavía no alcanzaba al dintel de la casona, la voluptuosa sierva, la interrumpió solicitándole dialogar con acucia.

-“¡¡No tengo nada que platicar contigo…!!”- Fue la resolución recibida. La reproductora redundante, repitió el pedido:

-“¡Por favor amita… necesito que me escuche…!”-

Esmeralda, no podía menospreciarla. Ese comportamiento no era parte de su forma de ser, pese a que ya había dado cátedra de crudeza con Michael y con Hester Sue.
Entonces decidió escuchar a Donna, aunque le hubiera encantado derribarla a empujones, desmecharla a tirones por seducir a Michael y por ejercitar con él sus experimentados encantos.
Apartándola a un sitio más privado, y lejos de la sagacidad familiar, se preparó para oírle…

CONTINUARÁ…

Star InLove 


No hay comentarios:

Publicar un comentario