Capítulo 3



“Florecer ”

Luego del encuentro sorpresivo de Georgia y Hester Sue, las cosas trataron de volver a su cauce en la finca. La compañía de la dulce esclava, fue vital para que la menor de las chicas Grimm sobrellevara el duro trance de perder a su amada hermana. Una hermosa amistad entre ambas crecía a cada día, fortificándose y enraizando en sus corazones. Por ende, la joven Georgia se convertía en el sostén emocional de Claire, que no encontraba quietud en su dolor y en el lógico resentimiento hacia su esposo; justamente el que había desatado un bagaje de incomprensión contra su hija mayor, al enterarse del apasionado romance con John, uno de los esclavos del cual era dueño, derivando en el trágico final.

El señor Grimm, pese a no reconocer su fatal error, también cayó en un pozo de tristeza, pero la frialdad de los últimos tiempos -en cierta forma- lo había acorazado. Enclaustró su pena, haciéndola una procesión interna, hostigando su alma, esa que nadie conocía y la que nadie osaría invadir. Estaba arrepentido, aunque jamás pediría perdón, al menos no ahora... Se dedicó a peregrinar solo en el abismo del remordimiento. Nada lo excusaba de sus acciones con el resto de la pequeña familia. Al fin y al cabo, había logrado lo que deseaba: cubrir -en parte- lo expuesto ante una sociedad mojigata y exigente de recatos.

Una vez transitadas las primeras etapas del duelo, la madre decidió viajar a donde supuestamente había estado su hija. Un pueblo que -durante varios meses- se vio aislado por el brote de fiebre amarilla. Los que por gracia divina permanecieron sanos, huyeron de allí. Eran muy pocos los que retornaban a buscar a sus familiares y amigos. Era prácticamente demencial incursionar en ese sitio. Ellos mismos, en su desesperación podrían haber propagado el mal a poblaciones vecinas.

Cuando hubo seguridad de no enfermarse, la señora Grimm decidió llevar unas flores a la memoria de Luisiana, y fue tras algo que la representara en esa nada de donde había partido, un símbolo que ejemplificara su temperamento y su paso por este mundo injusto. Era lo único que podía hacer.

El padre -por supuesto- trató de impedirlo, aunque su prepotente autoridad -muy debilitada-, no entorpecería lo que ella pretendía hacer. De todas maneras, quiso quebrantar el incipiente compañerismo de su hija con la joven criada. No deseaba que se mezclara con “esa gentuza”, generadora de calamidades hogareñas. No eran más que un mal necesario, como les decía descalificándolos. De ellos, dependía el crecimiento de sus posesiones, mal que le pesara.

En la madrugada posterior a la resolución de Claire, en conjunto con Georgia y Hester Sue, ya formando fielmente parte de la familia, emprendieron el trayecto al destino hallado por Luisiana.

De alguna manera, las joviales e inseparables amigas, consiguieron descorrer los límites de las estúpidas desigualdades impuestas en la época. Ya no había peldaños más elevados que otros; ellas, comenzaron a igualar los tantos.

La alegría y frescura de la muchacha, llenó el enorme vacío en el corazón de Georgia, que amparándose en su inteligente obstinación, reiteraba –cuando tenía oportunidad- que su hermana no había muerto. Insistiendo, perjuraba que la unión entre los que se aman, se termina reanimando hasta con el mismísimo dolor. La lista jovencita, sabía en los más profundo de su ser que -el Amor y la Fe- hacían rotar al planeta.

No existen fronteras temporales ni geográficas, que puedan con ellos. El hilo conductor, es indestructible.

Después de varias horas de viaje en carreta, llegaron a una pequeña aldea al norte de Jackson. El caserío estaba desolado, derruido y umbroso, sin embargo el sol iluminaba luciendo su fogosa diadema. Se notaba a leguas que, por ahí, había pasado el infortunio.

Las mujeres, quedaron inmóviles al ver aquel paisaje aciago. Era un cuadro dibujado de mala gana, en tonos de grises muy parecidos a las nubes de los temporales que arrasan con todo a su paso. Claire, conmocionada y temblorosa, pensaba y rearmaba en su mente lo que habría sufrido su hija en un infierno semejante. Sensaciones frías y vacuas, le dificultaban -a ciencia cierta- ubicar en lo lóbrego una diminuta flama de ilusión.

Georgia, cargándose de emociones que tropezaban con lo que creía y suponía, notó el sinsabor de su madre. Entonces, en un acto que la colocó a ella y a su candidez como única redentora de quien le había entregado la existencia, tomó su mano y la asentó contra su escote, detonando en un jabot de broderie, allí donde el pulsar de la vida la reclamaba.

Eso, redimió a la señora Grimm, reinventando el brillo de los ojos de Luisiana en los de su hija menor, a la vez que vislumbró la inconmensurable ternura en la generosa mirada de la humilde Hester Sue, trayendo luz al entorno con una sonrisa que pugnaba por retornarla al cuerpo.

La suave voz de Geo, acabó por atarla definitivamente a este mundo:

-“No estés triste, madre. No te preocupes… ¡¡Escucha a tu corazón…!! Que nada lo ciegue, que nada se interponga entre lo que grita tu amor maternal y el corazón de mi hermana… No veas sólo lo que oscurece el pensamiento… Estoy segura que, Luisiana vive… pero ya no está en esta horrible villa... no...”- Categorizaba su hija. Y continuó:

-“Quizá deberíamos averiguar dónde vive esa señora Margueritte; la que le envió la carta a papá y tú leíste. Ella, ha de saber qué ha sido de mi hermana y su niña… Apuesto que fue la última en verla… ”- Estimulaba Georgia a su madre.

La búsqueda, daría inicio...

Con discreción, un caballero se asomaba tímidamente de una casa con techo terracota, hundiéndose entre otras deshabitadas. El buen hombre, observaba detenidamente a las forasteras. Con una leve y desconfiada reverencia las saludó, invitándolas -en silencio- a acercarse a entablar conversación.

-“Buenas tardes, señora… Señoritas…”- Con gentileza las recibió en una acera enlodada, confundida y fundida con el camino que se enredaba en callejuelas más angostas por el poblado.

-“¿Cómo está usted?“- Contestaron las tres en monocorde tonalidad.

-“Venimos de Jackson, y queríamos saber en cuál de estas moradas vive una dama llamada Margueritte Collins…”- Sin preludios inquirió Claire, remarcando el apellido de esta, rememorando como le había sido complicado extraérselo a su esposo, ya que la epístola de la desdicha había sido acercada ensobrada por un recadero, sin remitente alguno, solamente con un nombre boyando los orillos de la impecable hoja de papel.

-“A ver… déjeme pensar… Han sido meses difíciles estos últimos…”- Referenciaba él, apoyando un par de dedos en la frente, buscando la respuesta pertinente.

-“La señora Collins y su niño, se fueron del pueblo hace bastante… Fue después que su sobrina se rindió, digamos… al contagio”- Asestó con rigor, dos probables verdades.

Claire Grimm, respiró hondo presagiando el desenlace de lo que -en su cabeza- giraba sin detenerse desde el día en que recibió la mala noticia de lo sucedido, repitiendo tenuemente partes de la frase del casero:

-“¿…su… su niño…? ¿Su… sobrina se “rindió” a la epidemia…?”- Rematando el interrogatorio, con más preguntas que la enloquecían:

-“¿Y su esposo…? ¿¿Ella tiene uno, verdad…??”- Aguardando perturbada la contestación.

-“No, ella era viuda antes de llegar al pueblo… Al menos eso es lo que gente de por aquí decía saber…”- Argumentó el hombre. Luego, prosiguió con lo previo que había acentuado Claire en la indagación:

-“Si… ella tenía un hijo… como de unos 5 años aproximadamente... Un chiquillo muy agradable”- Acabando su breve descripción, basado en lo que veía y en lo que se comentaba.

-“¿¿Y su sobrina…?? ¿¿Falleció…??”- Demandó la madre, haciéndole frente a la flecha que destrozaría su alma.

-“Supongo… Sé que tuvo una fiebre muy alta, después fue llevada a la tienda de campaña montada en las afueras… Creo que la Sra. Collins regresó sola, tomó a su hijo y se marcharon…”- Fundamentando, se expresó el poblador.

Claire, aparentando desafección, agradeció la cortesía con la que fue atendida, miró a Georgia y a su amiga, y con premura se despidieron de él. Posteriormente, apresuró a las chicas y continuó con las peripecias de saber más de la mayor de sus hijas.

Camino a las carpas armadas en improvisado hospital, el silencio se adueñó de las tres mujeres. Nada se decían. Cada una, conjeturaba posibles salidas a esa aflicción que las embargaba.

Arribando al punto donde todo parecía finalizar, la tríada unida por una única razón, se asieron de sus manos, como si en esa amarra espontánea conjurasen la calma.

Frente a una enfermera que salió de en medio de colchones tumbados, dispuestos para ser quemados –actividad que se efectuaba al haber una plaga-, la madre le preguntó con los escuetos datos otorgados por el señor de la aldehuela, lo que necesitaba conocer. Pasados unos minutos retornó a la par de sus acompañantes, envuelta en lágrimas lastimando su bello rostro.

Pronto, les explicó lo que la encargada de los enfermos dijo. Y de allí, partieron a un predio a dejar un ramillete de flores salvajes, amarillas como el oro, de las que le gustaban a Luisiana y crecían en las inmediaciones como pizcas de Fe, alumbrando la penumbra a modo de emblema de vida, vibrando en algún otro lado.

Antes de salir de allí,para volver a “El Dorado”, la señora Grimm miró hacia atrás y en voz alta declamó:

-“¡¡Nunca aceptaré que no estás entre nosotros, hija mía!!”- Concluyendo con su vana pesquisa.

Georgia, intentó persuadirla de proseguir con la batida, sin lograrlo. La jovenzuela, no admitía que su madre echara la última esperanza por la borda. En cambio, la bonita y comprensiva esclava, estimuló a su compinche que dejara a su madre andareguear por el desconsuelo. Era imprescindible que lo hiciere. Posiblemente, con el correr de los días, podría captar lo que la menor de las jóvenes Grimm afirmaba en su alma. O tal vez, por qué no, se abandonaría mansamente -cuan oveja- obedeciendo al pastorcillo que la alimenta, cegando su instinto.

Conforme garantizaba Claire, nada tenía que hacer en aquel paraje. Todo estaba terminado para ella. Como pudiese, seguiría con eso que ya no era vida. Se sometería –indefectiblemente- a la inercia del tiempo, que arrambla únicamente hacia la adelante y no se atreve a mirar el ayer. Se juró a sí misma, no desafiar más los propósitos divinos.

La sangre de su sangre, exasperada veía a su fuente agrietarse, arrinconada por el suplicio de creer a su hija ausente de este plano. Las dos, tenían fundamentos relativos de sobra, y ninguna podía convalidar nada.



Lo que duró el periplo hasta la hacienda, la moza no dejó de darle un sinnúmero de motivos por el cual deberían seguir con la odisea. La Sra. Grimm, no la escuchaba; miraba -sin ver- por la ventanilla del coche.

Ya en “El Dorado”, las cosas siguieron como antes de viajar. La esposa, continuó con el desaire a su marido. Él, con la realidad como verdad absoluta. Y Georgia, con un sentimiento que la quemaba a medida que transcurrían los meses. El percibir a su hermana -a veces- la abordaba con un torbellino repleto de sosiego rozando su alma; y -otras tantas- enfurecida en tormentas enigmáticas, que la movían de su centro.

La muchacha, le decía a su leal esclava que el Hermano Sol era quien con calidez le traía sus abrazos, cuidándola de los malos pensamientos y temores. Y la Ardiente Luna, era la que en las noches, terciaba como enviada de los amantes que –aún- estando separados, seguían conectados entre sí, al igual que lo estarían Luisiana y John.

Hester Sue, la más hermosa de las siervas de Jackson, comprendía más que nadie a Georgia. Ella, había sido apartada de su familia hacía unos años, y todavía así era plena, aún añorándolos. El tiempo y las distancias, no eran muros a derribar. Solamente, bastaba que el amor de un hombre, llegase a su lado a completarla.

Tal era su anhelo que, en uno de los amaneceres, apareció -en la plantación- un guapo muchacho que la venía siguiendo de aquel entonces, huyendo de sus amos tras sus pasos, desertando de la tierra que lo parió.

Cuando la mirada color miel de la esclava vio al robusto joven, cayó seducida por sus ojos verdemar. El compañero que esperó en su corta vida, estaba allí para hacerla suya. Se sintió dichosa. Era sumamente romántica y -ese chico- era el héroe de su propio cuento de hadas, enamorándola por completo.

Enseguida, comenzaron a vivir juntos, construyendo un sencillo habitáculo sólo de los dos, un poco apartados de la comunidad. A partir de entonces, durmieron y soñaron un sueño en común, el de construir la propia familia, incluso estando cautivos. Ambos, se habían emancipado en el Amor y no había esclavitud que los detuviese.

El idílico romance de los jóvenes, no alejó a las grandes amigas. Lo que no era muy satisfactorio para el amo del rancho; no fuera a ser que la mulata le “llenara la cabeza” a su hija con cuestiones pecaminosas, y esta quisiera ir por la misma escabrosa línea de Luisiana. Las jóvenes, ya no solamente hablarían de costura y relatos novelescos, sino que –también- se le agregaría el condimento de los secretos de alcoba.

Al cabo de un tiempo de convivencia con Walton, Hester Sue quedó encinta. La juvenil vasalla, fue engrandeciendo así su entorno con niños ansiados desde siempre.

El patrón, se encontraba muy inquieto con esa situación tan cercana a Geo. No tenía demasiadas opciones del caso. Si decidía apartar a su incondicional amiga, como lo había hecho en su momento con Tomicca –la gatita de las niñas-, seguramente Claire lo evitaría de alguna forma; no dejaría que le provocase un nuevo dolor. Tampoco -su hija- era aquella muchachita dócil y obediente del pasado, por el contrario, se le había hecho un hábito enfrentarlo. Esta vez, elegiría una solución más lúcida y no tan drástica, poniéndole un límite a lo que no correspondía salir de adentro de las sábanas de la dupla de dominados. El remedio, sería desposar a Georgia lo antes posible. No sólo se hacía necesario, sino que era más “aceptable”. En antaño, “urgía” hallarles un esposo adinerado que mantuviese a las jovencitas, con la excusa de que ninguna mujer podía permanecer solitaria... por no decir: solterona. Una manera encubierta de atarlas al yugo de la supremacía del sexo fuerte.

Ciertamente, fue en lo único que la madre concordó con su marido. Ahora, no estando la hermana mayor, no habría un cuñado, entonces -Georgia- no tendría en quien respaldarse en un futuro cuando ellos -sus padres- muriesen.



La doncella, con 20 años recién cumplidos, fue presentada oficialmente -a la sociedad- en una de las verbenas de Jackson, organizadas anualmente desde el cambio concluyente a capital del estado de Misisipi. Lugar acostumbrado al que concurrían varias damiselas de alcurnia en busca del pretendiente ideal… del ideal de sus padres, lógicamente. Si bien podían codearse con algún joven fuera de esa importante fecha, era usado hacerlo en esa oportunidad, y más celebrándose el “25 Aniversario” del pujante grupo urbano del sud del país.

Ese mismo día, ella conoció al hijo de un inglés radicado en la zona, dedicado al transporte del algodón embalado, que era llevado a los estados norteños para posterior procesado industrial y su definitiva exportación al mundo.

Aquel señorito de ilustre familia, la había divisado antes acompañado -en contadas ocasiones- a su padre, cuando se proveían de alimentos y enseres, quedando conmovido por la hermosura y gracia de Georgia Grimm. Y ella, que con cierto descontento asistió a la festividad, al igual como le había ocurrido a su amada cómplice de quimeras compartidas Hester Sue, cayó rendida a los pies de Brighton Dickens.

Finalmente, un matrimonio sería promovido por el Amor y el agrado de los prometidos, que por meros intereses de riqueza.



Un corto y prudencial noviazgo, fue el anticipo de una primorosa boda, uniendo a dos influyentes familias de la región.

Después de la luna de miel, y apegados a los mandamientos tradicionales, la esposa estaba obligada a vivir donde su marido dispusiese. Como regla general, la opinión de ellas no era tenida en cuenta, por lo tanto –Georgia- debería residir en la casa de su cónyugue, pero se las ingenió y consiguió seguir en “El Dorado” junto a él. Por supuesto. Brighton que realmente la amaba sin medidas, accedió a su ruego sin dudarlo ni un segundo.

El oculto anhelo de la consorte, era el de permanecer allí, aguardando el día en que su hermana pudiera regresar, tal como sostenía con razón y corazón. Claire -la madre- en cierto modo comprendía el empeño acallado de su hija, sin embargo no lo compartía, temiendo albergar una frágil confianza acerca de la supervivencia de Luisiana.

El novato matrimonio, marchaba sobre rieles. Brighton Dickens, era muy condescendiente con su esposa; la complacía en todos los gustos. Él, la considera una gran compañera, afectuosa y hacendosa, además de ser muy intensa en la intimidad. Cuestión que no franquearía los cuatro muros del cuarto. Una reflexión bastante calcada al de su suegro, el Sr. Grimm.

Al parecer, la desenvoltura de ella en esas lides, provenía de las largas charlas con su amiga Hester, encaradas con la naturalidad de los hechos. Algo negado en la crianza de las blancas, debiendo descubrir de qué se trataba el Amor en pareja, las horas previas al despose, por alguna pilla pariente que les anticipaba la “gravedad” de “eso”. Las más “desafortunadas”, se enteraban estando ya en brazos de su marido. Quiénes así no lo cumpliese, como estipulaban las rígidas normas de la comunidad, se verían marginadas al igual que Luisiana.

Precisamente, eso había sido de suma relevancia para el señor James, a la hora de decidir el postulante a esposo de su legataria nata. El que su hija no fuese denigrada por “aquello”, como él se refería al latente estigma que marcó a la familia, y por el que tanto temió, fue esencial. Las murmuraciones, no hicieron mella en el Sr. Francis Dickens –padre de Brighton-, permitiéndole contraer nupcias con la señorita Grimm.

El noble caballero, había sido uno de los contados habitantes de Jackson que no se sumó al rosario de chismes hacía cinco años atrás, conservando la versión que –la hermana de Georgia- había fallecido por la calamidad de la fiebre amarilla. Él, intuía que detrás de ello, hubo una historia de pasión y fatalidad, por lo que prefirió guardar debido respeto.

La vida en el latifundio, se hacía a cada día más próspera. El yerno del amo del rancho, se volvió una pieza fundamental en el aceitado engranaje del algodonal.

Mientras los hombres de la casa se brindaban al trabajo, viajes varios y quehaceres atinentes de la plantación; las mujeres, se entregaban a las tareas domésticas. Georgia, en particular se dividía -con esmero- entre su madre y su hermana del corazón, que con esfuerzo se transformaba en la nueva encargada de la cocina, demostrando una marcada inclinación por la repostería y las confituras. Hester, dedicadamente acogió la afición y destreza de su antecesora que -ni bien- observó en ella a una inteligente discípula, le legó el arte de lo culinario.

Asimismo, era una excelente madre; nos les faltaba ni un día a sus hijos. Había obtenido la indulgencia de no ser separada de ellos, gracias a la mediación de Georgia ante los hombres de la casa, sabiendo que ese era el segundo “gran negocio” de las plantaciones de algodón. La trata de siervos, movía fortunas valuadas en oro. Las mujeres, parían a sus retoños para ser vendidos. En el Sur, eran contadas las que eludían el mezquino y doloroso “compromiso” con el patrón de turno. El fruto de sus barrigas esclavas, le pertenecía a los amos, quedando a disposición de los mismos y sus antojos.

Un día, en que las cómplices compañeras se juntaron bien temprano, dando inicio a una jornada cargada de trabajos en la casona; la esclava, se presentó frente a su ama con una noticia que –inequívocamente- le traería alegría. Pero quedó estupefacta cuando con sorpresa y regocijo, la otra la recibió diciendo:

-“¡Buenos días Hester Sue!”- Volteando tras escucharle entrar en el recinto. -“¡¡¡Dios mío, mujer… estas divinamente luminosa!!! ¿Qué te ocurre?”- Inquirió ansiosa y alegre.

La que por derecho propio, hacía años se honró con la amistad y lealtad de su adorada patrona, llevó las manos al rostro, dejando apenas despejado sus ojos visiblemente emocionados.

Entre la risa, aportándole música a los oídos, y el llanto diáfano aclarando más que el sol, vociferó con suavidad loas al Creador:

-“¡¡¡Alabado sea el Señor!!!”- Rematando sus vítores, con una frase que hincó a ambas mujeres de rodillas: -¡¡¡Tú también estás brillando Georgia, mi querida amiga!!! ¡¡¡Estás embarazada al igual que yo!!!”-

La recientemente casada, no entendía demasiado. Se encontraba feliz por la gravidez de su amiga y, Hester Sue estaba gloriosa por las dos. Geo, se debatía en abrazar a su compañera de ruta, o en cuestionar lo que le anunciaba.

Componiéndose y poniéndose de pie, la resplandeciente morena, le narró una antiquísima creencia ancestral, al verla tan conmocionada y confusa:

-“Sabes… nuestros antecesores decían que una mujer, cuando está preñada irradia luz, que las trasciende más allá de su cuerpo. Y algunas personas, las de extrema sensibilidad, logran ver ese aura mágico rodeándola”- Le contaba orgullosa, la leyenda de su pueblo, aunque más lo estaba por el divino estado que las acogía.

Todavía sin reaccionar por el augurio que su hermana del corazón le hacía al respecto, Georgia se enredaba en palabras:

-“¡¡¡Que alegría mi Hester, otro niño que se deleitará con tu cariño!!! Y, yo… yo… no sé… ¿¿Estás segura de lo dices?? ¿¿Estaré preñada?? ¡¡Ayyy, no sé qué decir…!!”- Repetía.

La dulce criada, que contaba con la misma edad de señora, esgrimió como reluciente aguja unas pocas vocales entretejidas con consonantes abiertas, situándola convincente:

-“¡¡Serás madre!! ¡¡ Has sido bendecida con la bondad de Dios!!”-

En el momento exacto de escuchar la lírica grácil, formada en los labios de su amiga, un reflejo astral atemperó su torso en un arrumaco que la cubrió. Y, al mismo tiempo, como si al oído de Hester Sue le fuere dictada una revelación, esta expresó con contundente paz:

-“…tu fecundo vientre encenderá, junto con el mío, la chispa de la Libertad…”- Dejándose transportar por un arrebato cuasi místico que la elevó al infinito.

Una máxima, se plasmó en el sentir de las dos mujeres. En tanto, la inspirada augur retornaba de ese idealizar despierta, sin saber qué la había impulsado a decir aquello; Geo, refrescó en su memoria aquel bosquejo de utopía viviente que Luisiana, le remarcó antes de irse de “El Dorado”. En las expresiones de la esclava, reencontró el mito añorado, embarcado en la dulzura de lo que -un tiempo venidero- traería a su playa de sentimiento, disfrutando de la realidad que las albergaba espléndidas, a una ya con dos niños y a otra, como primeriza.

La más entendida en los menesteres de la maternidad, le sugirió a la principiante visitar al Dr. King, el mismo que la había traído al mundo –junto con la matrona- hacía veinte años, para que le confirmase el embarazo. Varias horas después, hecho lo indicado, Georgia le comunicó a su esposo que sería padre.

Él, desbordando de contento, la estrechó en sus brazos, ciñendo a la semilla que germinaba en el seno de su enamorada señora. Después del júbilo manifestado, anticiparon a las dos familias que su estirpe continuaría y pronto asomaría.

Todo se desarrollaba a la perfección ese día, hasta que una “advertencia” a la futura mamá, la sumió en el desencanto, al sentirse rodeada por los mentores de inauditos argumentos de una época que se añejaría con la sucesión de las próximas generaciones:



-“Como sabrás, querida mía, no deberás alejarte de la casa en estos meses…”- Resolvía, Brighton.



Ella, sin comprender el motivo del impedimento, lanzó una pregunta que hurgó en la mente de su marido y el verdadero propósito de este:

-“¿Por qué, acaso temes que me ocurra algo malo, Amor?”- Habló, asentándose en su inocencia.

Su padre, levantó la ceja al sentir el modo en que se refería públicamente a su esposo: “Amor”. Y, su suegro aguzó -con los dedos- el final de su enrulado bigote, al escuchar a la muchacha cuestionar con tanta ingenuidad la “insinuación” de su unigénito. Empero, en el fondo, disimulaba el agrado por la audaz insolencia de la nuera que -tarde o temprano- doblegaría a su hijo.

Aborrascados de tensión, -Claire Grimm- una de las presentes en la saleta, esbozó una sonrisa resignada al notar el gesto de los caballeros, y miró al suelo exhortándole –inconscientemente- a su hija que denotara sumisión y paciencia ante lo que escucharía en defensa de la vieja raigambre “conservadora”. La silente Hester Sue, oteando desde una puerta entreabierta de la antecocina, se encolerizaba imaginando lo que devendría a continuación:

-“¡Nooo, Georgia!”- Exclamó riendo con sarcasmo el jovial esposo, contradiciendo su juventud con un disparate, sujetado de la ignorancia que lo cebaba:

-“No está bien visto que una señora de su casa, ande por ahí exhibiendo su… tú sabes… el resultado de… Bueno… tú ya sabes… ”- Terminando con un atisbo de enfado, tan particular razonamiento.

Alejada de su usual candor, el mismo que había conquistado a Brighton en conciliábulo con el fuego que se desataba por las noches, Geo se atrevió a finiquitar el “pensamiento” de su compañero:

-“¿Yo sé qué, Amor?”- Subrayando el último vocablo, cuando advirtió a su padre fastidiado por manifestarse con tanto desparpajo sobre algo tan intimista. Y desafiando los códigos del poder varonil, continuó:

-“¿¿Te refieres al resultado del pecado, Brighton...??”- Así dejaba en vilo a los que allí se encontraban, inclusive a su alarmada madre y a su esclava, agrandando los ojos y reduciéndose detrás de la puerta.

-“¿Crees que debo avergonzarme por lo más sagrado que le sucede al ser humano? ¿¿Piensas que un embarazo se debe esconder??”- Desgañitó contra su esposo, deshecho de nervios con su propio padre, demostrando ineptitud en la “domesticación” de su mujer; e incomodidad con su suegro, escuchando lo obvio.

Brighton, intentaba componer una explicación, poniendo paños fríos a una situación que se le escapaba de las manos.

-“... descuida, no voy a salir mucho de nuestro hogar. Tampoco voy a afrentarte ni a ti ni a nuestras familias por este pedido... que me haces… Créeme, el apellido permanecerá impoluto.”- Afirmó tajante ella, dando por terminado el tema.

Observando con tristeza a su marido y con recriminación a su padre, abandonó el recibidor con la cabeza encorvada, como quien obedece una orden con molestia.

La señora Grimm secundó a su hija, callada. Y Hester, se sumó a ellas luego que se retiraran de ese entorno absurdo que no disfrutaba del advenimiento de la vida, dejándose arrastrar por la preservación –como fuese- de la imagen, aún casados.

Georgia, mente adentro trataba de asimilar lo que no tenía explicación, queriendo entender a quienes veían en el ojo ajeno, la paja que molestaba en el perteneciente.

La madre, consolaba la furia contenida que veía en la hija. Sabía que estaba extremadamente indignada porque -su hombre- se plegaba y apoyaba esa sarta de hipocresía pueblerina. Más, como todo obtiene compensación en el universo, posterior a la exigencia que la tuvo a mal traer por unas horas, el soleado día la incitó a pasear en los alrededores del jardín, invitándola a admirar la tierra removida dejada por la enredadera, aquella que los empleados del Sr. Grimm -y bajo sus órdenes- hacharon en el pasado, resurgiendo oronda en un diminuto brote debajo de la ventana del cuarto que había sido de ella y de Luisiana.

Una vez más, la sutil caricia en su alma disgustada, le daba el temple para llevar su maravilloso estado de gracia. Algo de su hermana venía en una ráfaga sobrenatural, rememorándole que -esa hiedra- fue la vía de escape hacia la pasión entre ama y siervo.

Producido lo que la jornada trajo aparejado, con el anuncio de la llegada de un hijo, las cuestiones se fueron reacomodando.

El transcurso de la gestación de las muchachas, fluyó dentro de los parámetros normales. Hester Sue, estaba más que acostumbrada a ello, y le prevenía a su aliada, acerca de qué sentiría con cada luna engrandeciendo su figura.

En los primeros meses, Georgia ostentó los cambiantes percances que le iban aconteciendo. A menudo, en los mediodías sufría descomposturas que –bien- supo sosegar su compinche, con preparados de hierbas, arrancando de cuajo los malestares de esa fase.

Sus abdómenes, crecían a la par. Se parecían mucho a dos planetas, acercándose al horizonte del nacimiento, sin que nada eclipsara un final con persistente aroma de principio y osadía.

Cuando se volvían a ver en las mañanas, conversaban de lo que en la trasnoche sucedía. A las dos, les ocurría lo mismo. Algo no muy frecuente, ya que ningún embarazo es igual a otro. Ellas, acreditaban que -sus niños- eran muy serenos en las horas de quietud, y muy revoltosos al estar una en compañía de la otra, moviéndose como si quisiera nacer lo antes posible, en el caso del de Geo; y como si danzase, en el de Hester.



Faltaba menos para que ellas dieran a luz, esperando con ansiedad y júbilo el día en que pudieran ver las caritas de sus bebés.

La redondeada figura de la esclava, se recortaba dulcemente bajo sus claras vestiduras, calando haces solares en el entramado cerrado del algodón que la engalanaba. Y el contorno de su ama, se pulía en el platinado tapete de Selene en los crepúsculos, reinando esférica.

¿Sería –este- un augurio de quienes regirían la vida de los dos impetuosos seres por nacer?

A pocos días de los alumbramientos, con las caderas anchas en forma de arcas amorosas de alianzas perpetuas, ellas cargaban con la huerta de sus pimpollos. Se hacía más difícil andar con esos abdómenes enormes. Y sus pechos, voluminosos de bondad, soportaban -con estoicismo y vanidad- el abundante contenido.

Las madres, se habían prometido en la medida de lo posible, estar en el día de los partos. Pero, por recomendación médica, se le mandó a la principiante guardar reposo. Entretanto la avezada sierva, ultimaba los detalles de los nacimientos.

Uno de los calurosos días que cobijaban “El Dorado”, una ligera llovizna se abatió sobre el mismo. Hester Sue, cerca de su barraca y bajo el alero, permanecía descansando en una hamaca, repentinamente sintió como el asiento se humedecía; su fuente se había roto. Era tiempo que el niño naciera.

Despaciosamente, trató de movilizarse, y unas tenaces contracciones la volvieron a sentar. Con prontitud, llamó a una de las muchachas que andaban por allí y la apuró a que fuera a llamar a su hombre, internado trabajando en el sembradío.

La jovencita, corrió rumbo a donde Walton se encontraba. Una vez que lo halló, los dos raudamente emprendieron el regreso.

Unos cuantos metros, fueron recorridos en un plis. Y, al frente de la casita, observaron a la mujer apoyándose en uno de los muros con su flanco izquierdo, siendo bien custodiada –en la derecha- por sus otros chiquillos, procurando que no cayese. Él, se apersonó a su lado y la entró en la vivienda, arrimándola a la cama.

Acostada y resistiendo los espasmos del parto, comenzó a sudar. Su esposo, salió al exterior y llamó a “Mami” Aretha, una anciana diestra en el recibimiento de niños que –sin demora alguna- apareció, tranquilizándola con un suave arrullo tarareado.

Con una mirada, exhortó al hombre a salir –junto a los hijos- de ese santuario a la vida en que se traduciría la humilde habitación. Él, lo hizo sin declinar la disposición de la señora, que luciendo una leve guirnalda de canas dándole categórica sapiencia, agradeció su acato. El contrariarla, le hubiera costado un largo sermón posterior al alumbramiento.

Previo a retirarse, el muchacho le dijo a su esposa:

-“Yo mismo le avisaré a la ama Georgia…”- Empero, sin que éste ultimara la oración, un:

-“¡¡No lo hagas, Walton!!... Ella, no debe caminar… Podría malograr su estado”- Otro mandamiento, debía ser obedecido -sin protestar- por el vigoroso joven.

Aún no había dejado de llover, y el frágil sonido del agua en el techado, sofocaba algunos gritos apagados de la linda mestiza a punto de parir. Al parecer, el nacimiento sería rápido y con el mínimo de dolor.

Con el aguacero cesando en su acometida, el cántico de los esclavos se empezó a escuchar, enmarcando un fastuoso sendero tornasol que bajaba de la montaña, anticipándose al Sol y agotándose en la puerta del cuarto, recostándose entre las piernas de la esclava y en las manos prestas de Aretha, tomando la cabecita del bebé. Su preciosura, se confundía fácilmente con la de un querubín, cerrando sus puños -victoriosos- al salir de ese cielo donde habitaba, enredando -en sus dedos- el estandarte multicolor del arcoíris.

El lírico llanto del niño, se hizo armonía con las voces del algodonal alegrando la natividad. Al amparo de los brazos de su madre, el colorido entorno se difuminó, dándole la bienvenida a la estrella diurna, encargada de encenderlo, invistiéndolo de esplendor y entibiándole las lágrimas, ungidas a las de su origen.

La nuevamente madre, lo contempló maravillada. Sus ojos enormes, de profundidad de bosque inexplorado, contrastaban con sus excelsos rasgos celestiales. Y unas manos, encantadoramente grandes, con las que cultivaría corazones de cristal fértiles de frenesí, se aferraban con fortaleza a las suyas.

Enseguida que ella fue higienizada, y el niñito fue acicalado, padre y hermanos entraron a darle la bienllegada al tierno trocito de firmamento, acunándose rutilante en el regazo materno.



Unos pasos graciosos y firmes, hicieron pie traspasando el umbral del Paraíso. Y, una figura rotunda vestida de azul marino, se perfiló en la puerta, manifestándose conmovida:

-“¡¡Dios, no podía perderme otro supremo momento de mi mejor amiga!!”- Pacífica y enorgullecida, la dama decía caminando hacia el camastro.

-“¡¡Georgia!! Te has levantado, mi señora… ¿Cómo te enteraste?”- Prevenía y cuestionaba la esclavizada de amor maternal.

-“Súbitamente, mi bebé se meneó dentro mío. Y sentí que tenía que estar aquí… Es como si mi hijo, me alertara que tu niño estaba al nacer”- Reseñó el rostro sonriente de Geo.

Pidiéndole permiso a los padres, aupó al bebé que -más sereno- se fundía en su mirar. Una exclamación de arrobamiento, apresó los oídos de los progenitores, y fue mimo enmelado en la asedada piel del chiquito:

-“¡¡Que criatura más preciosa, hermana mía!! ¡¡Tu hijo es un príncipe!! No he visto mirada tan sublime jamás en la vida...”- Cautivada distinguía la señora, ante verdadera demostración de la Creación en su magnánima expresión.

Los artesanos de tamaña conciliación de lo divino y lo terrenal, alardeaban en sonrisas y actitudes triunfales con las sinceras expresiones de la patrona, dejadas en notas musicales sobre la partitura irreal del ambiente, así como lo hacían las gotas, que pendían alegres del follaje durante la temporada cálida y lluviosa de la buenaventura.

Una vez que la señora le devolviese el regordete nene, éste se nutrió de su madre, frotó sus ojitos y dio un diminuto bostezo con sonido a suspiro, durmiéndose en medio de nubes de lienzos abullonados con dedicación, haciendo de su rellano una fantasía con geniecillos traviesos.

Georgia, de inmediato tendría que retornar al reposo obligado, pero no se iría sin saber el nombre del hijo de su confidente. Entonces, profundizando con curiosidad en los ojos de ella, preguntó:

-“¿Y cuál será el nombre de tu bebito?”- Preguntó, mientras renunciaba al color café de la atenta mirada de Hester Sue, atraída por la preciosidad del infante durmiendo plácidamente.

-“Con Walton, hemos pensado en llamarle Michael”- Declaró satisfecha la esclava, observando la sonrisa de placer de Geo.

-“¡Es un nombre maravilloso, amiga! Es como el del Guerrero de las Tropas Celestes, que expulsó la maldad del Edén”- Exclamaba, como si en su signo tuviese tatuado el destino a cumplir.

Después de la felicidad manifiesta en todos, la próxima madre, decidió retornar a su hogar antes que Brighton volviese de Jackson. Si se enteraba que escapó a ver a su amiga, colocando en peligro a su hijo por nacer, pondría el grito en lo alto. Por lo tanto, aligeró su partida, acompañada por una de las siervas que la condujeron allí.

Sin que su esposo apreciare que había infringido el consejo médico, dejó pasar la semana sin sobresalto alguno.

Dos días posteriores, Hester comenzó en la cocina de la mansión con algunas tareas livianas en tanto se recuperaba de la parición y, por supuesto, al constante cuidado de Michael, tendido en un cestillo acolchado.

Cerca del final del crepúsculo, ella se despidió de Georgia hasta el otro día. Hester Sue, era una de las servidoras de la casa que no dormía bajo ese techo, prefiriendo hacerlo con su familia.

Ese día en particular, estuvo indudablemente contrariada. Michael, hacía de la noche anterior, solamente cesaba de llorar cuando se alimentaba, de lo contrario los sollozos eran casi permanentes. Sentía temor que -su pequeño niño- estuviese enfermo.

Para darle tranquilidad, la hacendada mandó a llamar al doctor, y le pidió que atendiera al chiquito.

Después de una exhaustiva revisación, calmó a las mujeres dándoles una moderada justificación. En apariencia, él gozaba de plena salud, aunque no pudo explicar el por qué de su llanto. En sus años de facultativo, nunca había visto algo así.



Retornando, camino a su vivienda con el niño en brazos, la esclava observó fascinada el preámbulo de la noche. Por el oeste: el Sol, echando sobre el campo cientos de destellos, se ausentaba dejando atrás su áurea túnica, arrastrándola por la arboleda que tomaba la tonalidad –de corte real- con su soberano esplendor, recordándole el fundamento de la denominación de “El Dorado”, a esa tierra enaltecida por el Altísimo, repleta de opulencia natural. Y del naciente: una exuberante Luna llena, imperaba presumida a un puñado de constelaciones que la reverenciaban con brillo inusitado.

Llegada a su morada, cenó con Walton y los niños, disponiéndolos para el descanso, previo al renacimiento de la madrugada. Todos dormían... Todos, menos ella y Michael, más bullicioso que durante la fecha.

La madre, dejando a su gente acostada, salió afuera con el niño. Quizá la Deidad Nocturna, serenaría su desasosiego. La noche, estaba en su punto más álgido, donde el murmullo de los grillos daba fondo a los búhos interpretando su mejor página polifónica.

Andando de un lado a otro -acunando a Michael-, dio la espalda a la casona que -abatida- se desvanecía en la negrura del ramaje y el ulular de una vaporosa brisa proveniente del norte.



Dentro de la residencia, más precisamente en la alcoba, Geo despertó sobresaltada. Se notó rara; un puntazo -en la base de su barriga-, le arrancó un quejido que trató de amordazar. Brighton, alcanzó a escucharla, enderezándose al instante. Ella, con algo de resquemor por lo que vendría, esbozó una sonrisa, revelándole que el bebé estaba por llegar...

CONTINUARÁ…

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