Capítulo 4



“Satén y terciopelo”

Con un desvelo fulminante, el joven marido, más asustado que la parturienta, vagaba alterado por la habitación sin orientación, repasando en voz alta los pasos a seguir: avisarle a los suegros –dos dormitorios más lejos-; despertar a las muchachas, que dormían en la planta baja; e ir en busca del Dr. King , para que viniese a atender el parto; además de llamar a Hester Sue y avisarle a su propio padre.

Minutos más tarde, los ventanales de la morada derramaban luz a la espera del nuevo recién nacido.

Al instante que se desperezara Georgia, el niño Michael dejó de llorar milagrosamente. Su mamá, no creía lo que ocurría con su hijo. ¿Cómo era posible, si hacía unos minutos –él- se desarmaba en lamentos? Al mismo tiempo, también giró sobre sus pies y observó los movimientos en la casa.

Sin retraso, se embarcó en vivas pisadas rumbo donde su alma la orientaba. Estaba segura que el churumbel de los Dickens, vendría al mundo mucho antes que el día alboreara.

Próxima a arribar, alcanzó a divisar al señor Brighton, izado encima de su caballo predilecto, perdiéndose en lo espeso del monte que cercaba el pedregullo, llevándolo a la ciudad.

Irrumpiendo en el caserón, las esclavas le allanaron el camino hacia el dormitorio de la pareja. En el trecho que iba del vestíbulo a la escalinata, en un costado, permanecía con rostro meditabundo el padre de Georgia. Y de la escalera al pasillo, una de las sirvientas -con mantas pulcras- compartía su travesía. Otra, metros más adelante, aceptaba a Michael de las manos de su madre, avanzando conjunto al futuro, eligiéndola sucesora de otra maestría…



Ya delante del lecho, le sonrió a Georgia y a Claire, que tomaba de la mano a la primera, ayudándola a resistir los avatares del alumbramiento. Las contracciones, se sucedían incontables y frenéticas. No tenía alternativa, ni siquiera cabía tiempo de traer a Aretha. El niño, estaba coronando y algo debía hacer.

Reclinándose, se ubicó delante de lo único que existía para entonces: la vida por nacer y su queridísima amiga. Ambos, dependían de ella.

Con un severo: “¡¡Haz silencio!!”, conminó a una de las chicas que no dejaba de parlotear; ostensible resultado del nerviosismo carcomiéndosela. De ahí en más, se encomendó a Dios y se ocupó de ser su instrumento, con su valeroso corazón como impulsor.

Su alegre voz, se tornaba tenue rozando los oídos de Claire, al hablarle de lo bello que sería su nieto. Y viraba a rugido, exigiéndole fortaleza a la puérpera, entretanto ejercía su debutada labor de partera.

Faltaba muy poco para que el cuerpecito del bebé acabase de salir, cuando la Luna bordeó disimulada el marco del ventanal, que resbalando por uno de los ángulos biselados del cristal, colaboró en arropar a un nimio ser dando su grito primigenio: el grito de la vida.

Envolviendo a esa iridiscente flor, la avecinó a su madre, apoyándola en su pecho agitado, haciendo de ello una instancia sin igual.

De la puerta, sin que nadie se percatase de su aparición, un:

-“¡Encontraste tu destino, mujer!”- Agoraba la boca de Aretha, clavándose en la mirada de Hester Sue sucumbiendo a las lágrimas.

Enjugando el caudaloso lago salado de sus ojos, escuchó lo que la viejecita del algodonal tenía por declarar:

-“Eres mi sustituta, Niña… Yo pronto me iré…”- Expresó sin titubeos, y sin que ninguna de las féminas pudiera rebatirle lo alegado con tanta certeza.

El ámbito henchido de alborozo, más un toque de predestinación, colmaba la alcoba. Había pasado el tiempo desprovisto de las agujas del reloj, puntuando su paso -tenaz e infatigable- en la aurora con deseos de despabilarse. En cuanto los sentimientos decantaron, la satisfacción se hizo más elocuente.

El señor Grimm, una vez enterado del nacimiento de su nieto -en óptimas condiciones- se dejó ver. Entró despacio al aposento, fisgando con ínfulas a su hija, dando por sentado que había parido a un varón que, aunque no llevase su apellido, contenía una porción de su abolengo.

De soslayo y apabullado, instantáneamente percibió en la llorosa criatura, en el tinte almendra de sus ojos, la potente y original mirada de los Grimm. Ahora ese signo, caracterizaría a los Dickens.

Georgia, anticipando lo que sería de un momento a otro con Brighton, limitó la opinión de su padre, exponiéndole:

-“¡Ven Papá… Acércate y conoce a tu nieta Esmeralda…!”-



Al hombre, se le resecó la garganta, confirmándosele que otra niñita surgía haciendo galas del brío astuto de las damas que poblaban “El Dorado”. Claro estaba que, de esa muchachita, disfrutaría más. Ya no contaba con el pesado mandato de engendrar y educar un hombrecito, como cuando a él le tocó ser patriarca.

Con una sonrisa, que hacía muchísimos años no se le conocía, enfocó a la pequeña que, sin dejar de lagrimear y sonrojar sus mejillas, se hizo depositaria de un concentrado de caricias.

-“¡¡Es una niña preciosa, hija!! ¡Gracias por darme esta alegría inmensa!”- Enunció, espontáneo y efusivo, el abuelo James.

Las mujeres que organizaban la cama, posterior al alumbramiento, quedaron de una pieza. Algo de aquel muchacho alegre del pasado, restaba aún en el corazón del hombre frío e indolente de la actualidad, llenándose la vista y los oídos de esa adorable criatura que no paraba su lloriqueo.

-“Debe tener hambre...”- Sugirió Claire, endiosándose en reciente abuela.

La vivaz mamá, aproximó con cuidado a la bebé a su pecho, permitiéndole que se saciara de ella, tal como lo hace la raíz al asimilar el banquete del terruño. Quizá, eso llevaría tranquilidad a esa personita que, con menos de una hora de nacida, daba un concierto de quejas -en agudísimas octavas-, hendiendo el interés de quienes la rodeaban.

Algunos, se fueron retirando del sitio ni bien escucharon el trote del alazán de Brighton, regresando de la ciudad sin el doctor. Él, al desmontar, vio a su padre alcanzándolo con el carruaje.

Muy afligidos, ingresaron en la vivienda, dándose por enterados que su descendiente –gracias a la ayuda de Hester Sue actuando de matrona- ya pertenecía al clan.

El neófito padre, ascendió presurosamente a la planta alta. La interminable galería, aparentaba abreviarse con sus largas zancadas. Penetró en el cuarto, como si fuera el viento que anticipa el otoño, y observó a su Georgia cubierta por una luz excepcional, amamantando a su heredero, que no era más que una mujercita muy parecida a su esposa, excepto por el cabello negro -igual al de su cuñada Luisiana-, a la cual no conoció en persona; sí por las anécdotas que con cariño Georgia contaba, también por un venerado retrato de daguerrotipo, y por los rumores deformados de hacía un quinquenio.

Flotando, y deslumbrado con la visión del amor carnal moldeado en un ser viviente, se aposentó al margen -en la cama- de las ahora pupilas de sus ojos. Sin dejar de temblar por la profunda conmoción que le producía la niña, se sumergió en su fragancia de recién venida.

La esposa, atónita por una reacción que –sinceramente- no esperaba, buscó con un grácil aleteo de párpados a la su consejera comadre, igualmente boquiabierta.

En medio de los sentires desbordados, Georgia Dickens simplemente apeló:

-“Mira a Esmeralda, Brighton… ¿No te parece tierna?”- Relampagueante y majestuosa, inquirió a su costilla.

-“¡Es una dulzura, querida…! ¡¡¡Aaahh, Esmeralda… sí que suena bonito su nombre!!!”- Demostrando clara “aprobación” de su sexo y del cómo sería llamada. Él, había sido puesto sobre aviso que, si su primogénito era una nena, así sería designada.

El bucólico sueño de la igualdad de géneros, aparecía ante los ojos de Georgia y Hester Sue, hasta que un par de palabras impensadas, cascó -sacrílego- el quebradizo espejismo, haciendo del celestial momento otra mancha más en el historial familiar.

Idealizando el porvenir de la niña, y construyendo castillos en el aire, triturados por la ola que simplemente es parte de un océano arcaico, a modo de retórica por el recuerdo omnipresente de la hermana de su mujer, y por el legendario pacto que las unía, él ensartó sin escrúpulos y con excesiva ironía:

-“Si… si… me encanta esa historia… Mientras mi hija no sea como mi cuñadita…”-

Hester, dejó caer una jarra al suelo que mantenía en sus manos, más asustada por lo que terminaba de decir su amo que por el escandaloso ruido al destrozarse la loza. Atisbando a Georgia, alzándose del montón de cojines que la apuntalaban, escuchó un dictamen irrenunciable:

-“¡¡Juro por Dios que a Esmeralda no le ocurrirá lo mismo que a Luisiana”- Retrucó, la convaleciente mujer, tejiendo una amenazante promesa…

¿A quiénes iba dirigido este ultimátum? ¿A su esposo? ¿A los pequeños, dentro de muchos años?... El tiempo diría…

Un lapso, con el cuchicheo ensordecedor del vacío, pobló el rostro de quien portaba a la niñita. Brighton, con la mueca del desacierto cometido, atinó a articular:

-“¡Lo siento…! No quise decir eso… es sólo que…”- Dejando inconclusa una disculpa desesperada, fabricada en su mente expuesta.

Unos finos golpes de nudillos en la portezuela, que permanecía entornada, lo salvaron. Era el señor Francis -su padre-, que a segundos de adentrarse a conocer a la hija de su hijo, consiguió sacarlo del entrevero.

Tras media vuelta, con nada por agregar, lo arrancó del vaso con agua en el cual se ahogaba.

La bravura demostrada por la esclava en el momento del parto, se hizo dócil frente a la inconsistencia de los argumentos de Dickens hijo, secando la madera mojada del entarimado, como si así hiciese con las amargas lágrimas que bien supo disimular Georgia, hablándole a su bebé.

La bebita, ya había mamado, y musicalizando el femenil desengaño, volvió a llorar irritando sus cachetes.

Turbada, la madre se preguntaba qué era lo que podía estar sucediéndole que, similar al del hijo de Hester, la contorsionaba de desconsuelo.

Con esa evocación, se dirigió a su comadre:

-“¿Y Michael…? ¿Dónde está Michael, amiga?”- Consultó endulzada, tratando de sobrepasar la lamentosa inflexión gatuna de Esmeralda.

-“Ahh, mi niño está al cuidado de una de las siervas en el corredor...”- Le contestó despreocupada.



En medio de los aullidos de su hija, le intimó con solícita amabilidad a su compañera:

-“¡Por favor, tráelo…! Que no esté lejos de ti…. Es muy chiquito, apenas si tiene siete días...”- Relumbrando con entusiasmo sus palabras.

Reverenciando el ruego de Georgia, fue en busca del chiquillo. En pocos segundos, ambas mujeres se llevarían la sorpresa más hermosa del mundo…

Valió que Hester Sue traspusiera la elegante moldura encuadrando la puerta que, en un tris, la bebé detuvo su incontenible marejada de llanto.

Las madres se paralizaron, entumecidas ante lo que se semejaba un prodigio divino, al apreciar el influjo enigmático ejercido por el hijo de la vasalla sobre la niñita, arrebujándola en una burbuja invisible de entrañable quietud. A partir de entonces, los dos dejarían de desvelar a sus respectivas madres con lágrimas inexplicables. Daba la misteriosa sensación que –Michael- estuvo esperando la eternidad de una semana a Esmeralda, y -ésta- acalló su clamor cuando lo percibió respirando el mismo aire.

Sus progenitoras, tardaron en reaccionar de esa fascinante atracción entre sus polluelos. Hester Sue, enseguida se apropincuó a la vera de las sábanas bien tendidas, que sustentaban a Geo con su hija en el refajo. Y los pequeños, rozando sus manitas debido a la cercanía de las madres, hilvanaron una suerte de risueña seña, mancomunada con el gorjeo de una yunta de augustas palomas en vuelo -en las afueras-, sellando el inmaterial vínculo y durmiéndolos en la paz de los inocentes.

La dama, depositó a su hija en el amplio espacio diestro de la cama; y la madre de Michael, dejó a su bebito en una canastilla, apoyándola donde gobernaba una gran alfombra. Su ama, al observar esto, sostuvo:

-“¡Amiga, no lo dejes allí… Ponlo junto a Esmeralda, aquí… por favor!”- Señalando el lugar que había entre la nena y un par de almohadones satinados.

-“¿Tú crees, mi señora? ¿Estará de acuerdo tu esposo?”- Dudó la interlocutora.

-“¡Siiii!... Claro que si!! Ellos, serán criados juntos, como hermanos… Así como lo somos tú y yo… Hermanas del alma… Además, me interesa muy poco si Brighton está de acuerdo o no…”- Reflexionaba, la dueña de casa.

Así se hizo. Michael y Esmeralda, descansaron unas cuantas horas bajo el estricto amparo de Georgia, que igualmente se dejó vencer por el cansancio al despertarse el Sol; y también de la esmerada supervisión de Hester Sue, consagrándose a los menesteres cotidianos.

Abajo, en el despacho de la hacienda, el abuelo Francis –entre dientes- le increpaba a su hijo, lo que alcanzó a escuchar al querer entrar en el aposento:

-“Eres un desconsiderado, Brighton… ¿Cómo es posible que le dijeras esa necedad a tu esposa acerca de su hermana? ¿Con qué derecho le hablabas así? ¿Quién eres tú para colocarte en el papel de juez?... ¡¡Dime…!!”- Abogaba, con un iracundo interrogatorio su padre, demostrando en sus ojos una pena conservada en lo más desconocido de su humanidad.

El joven, retrocedía acobardado, tratando de comprender la prédica de quien se contenía en no vociferar lo que con diplomacia rajada, expresaba.

Unas oraciones sin cerrar, poco sirvieron de alegato del muchacho:

-“Padre… tengo terror que mi hija, cuando sea mayor, haga las cosas que hizo su tía… Tú sabes… ella tuvo un amorío con… con un esclavo… con un negro…”- Elucidó Brighton, mostrando las reales barajas marcadas con las garras de la crueldad.

-“¡¡¡Yo no te crié así hijo mío, ni te inculqué ese pensamiento inadmisible!!! Fuiste educado en los principios de la Justicia y la Igualdad…!”- Enrostraba con cordura, el flemático Mister Dickens.

-“¿Inadmisible…? ¿Justicia…? ¿Igualdad, Papá? ¿¿De qué me hablas...?? Cuando tú también tienes esclavos en casa… No me digas cómo he de pensar y cómo quiero que sea la crianza de mi hija, tu primera nieta por cierto… Y que yo haya sido criado por un puñado de esclavas cuando mamá murió, en nada tiene que ver con esto… No pretendas que los vea a todos por igual, solamente porque tú impones que así los vea…”- Aducía Dickens hijo, rayano a la ofensa.

Lejos de atenuar los ánimos, el padre se apartó del escritorio que le pertenecía al Sr. Grimm, y suplicando sensatez y piedad a los dichos de Brighton, exclamó:

-“¡¡¡No sabes nada, hijo, nada...!!! Hay muchas cosas que desconoces…”- Lo dejó con la palabra en la boca, y con su cabeza dando vueltas en torno a esos cuestionamientos.



El tiempo, desposándose con la realidad, dio perfecta consecuencia a los ciclos de vida que vio crecer a los niños de “El Dorado”.

Michael, se volvió un privilegiado. Favorecido por la afinidad de su madre con la dama propietaria de la hacienda, lo hicieron excepcional frente al resto de la plantación de algodón. Él y Esmeralda, decididamente crecieron juntos.

Una infancia alegre y libre… los afianzaba -de a poco- en el apego propio de los hermanos sanguíneos, así no lo fuesen. Las diferencias existían solamente en la corta y elemental vista ajena, que -ellos mismos- en su inocencia, ni siquiera sabían que había.

Ambos, coincidían en un mundo aparte con las historias fabulosas que Georgia les contaba, y malcriados con las delicias que inventaba Hester Sue en sus experimentos reposteros, alimentándolos con felicidad.

El niño, evidenció a temprana edad, una impactante y virtuosa inclinación por el canto. La primera en descubrirlo, fue su mamá, al seguirlo un día que escapó tras sus hermanos en dirección al labrantío, ensamblado a ellos a través de la voz, cantándole a las penas, al contento y al apetito de Libertad, empujándolos a seguir adelante en la dificultosa existencia que los aquejaba imperecedera.

Las notables cadencias del pequeño, los acordes impecables y los trinos imposibles, que poseía en sus cuerdas vocales, se urdían en lira con la perfecta sonoridad del valle, solfeando una ilusoria comarca de iguales.



Canciones infantiles, le aportaron melodía a las siestas en el río, y a las tardes de merienda campestres, que disfrutaban las madres junto a sus hijos. Ellos, chapoteando en el agua juguetona, asombrados de con sus cabellos mágicos… El de Esmeralda, repartido en dos larguísimas trenzas, se hacía más pesado por las gotas que lo recorrían de la coronilla hasta perderse en sus rojizos lazos. Y el de Michael, por el hechizo acuático, pasaba de ser un pompón de azúcar morena a cientos de acaracoladas sortijas -colgadas cuan rayos-, laureando la carita solar con la que había sido agraciado.

Su compañera de juegos, adoraba enroscar los dedos en esas incontables espirales, yendo directo a acariciar su cabeza. Mientras tanto -él- se dejaba arrullar por la chiquilla, sonrojando mejillas al reír cuando le devolvía sus lisonjas en cosquillas, forzándola a huir fuera del plácido caudal del riachuelo. La perseguía en veloz carrera, la alcanzaba con facilidad, y concluía con la dulce tortura de la risa inducida por la travesura.

Durante el transcurso de esas horas, la música del campo se cortaba con el convincente: “¡¡¡A merendar!!!” de Hester. O con un irrebatible: “¡Es tiempo de volver a casa!” de Georgia, justo cuando la diversión se extendía a los primeros minutos con Febo dimitiendo en medio de nimbos grandilocuentes, preludiando alguna tormenta veraniega con humos de diluvio.O antes que el bosque se tornara más oscuro que la noche, asomándose por las laderas de los cerros.

Con el correr de los años, las obligaciones fueron hechas a medida de Michael y Esmeralda. Al muchachito, le correspondía ayudar a su madre en la morada de los Dickens. Y a la chica, la sumían -por las mañanas- unas cuantas horas de escuela y clases de piano en la capital. Al regreso junto a alguno de sus abuelos, y después del almuerzo, se dedicaba a enseñarle a su adorable compañero, lo aprendido en el día.

Él, respondía con disciplina y entrega en materia de estudio, convirtiéndose en un gran aprendiz. En breve, se aplicó a leer y a escribir, siendo un ávido lector de relatos de aventuras y de historia. En el mismo momento en que Esmeralda repasaba sus lecciones, Michael devoraba los añosos libros de la biblioteca del abuelo James.

Los socios de diabluras, se transformaron en camaradas de letras, haciendo de la fantasía pura materia viva de su universo ideal.

En retribución a lo brindado por su “hermanita”, como el niño le decía a la hija de su ama, en uno de sus cumpleaños, él le regaló una muñeca a la cual bautizaron Blossom (Florecer), hecha con sus artesanas manos y con la inconfundible creatividad que lo inspiraba a diario, dejándola embobada por la preciosura de una pepona de paño, con hebras de lana en la cabellera, y moños por doquier en la ropita que Hester Sue había zurcido en noches somnolientas.

A partir de entonces, Esmeralda nunca dejó de jugar y dormir con ese obsequio que iría cambiando con el correr del tiempo y las experiencias, tal y como ella lo haría en su persona.

Ya más crecidos, aprendieron a guiarse por sí solos en lo que a cada uno le correspondía. Ya no dependían tanto de sus padres. Eso, también trajo aparejado a la hazaña como forma de vida. De las gestas ilustradas a proezas heroicas, tan efímeras como el día. Y de la ingenuidad de antaño, al brotar de las nuevas emociones…

Muchas veces, la ansiedad instintiva de los niños que van alcanzando la pubertad, los vuelve inconsciente de los riesgos, salando las horas donde el genio e ingenio vuelan muy lejos.

En una de esas ocasiones, los núbiles amigos, se atrevieron a regresar más tarde de lo habitual al hogar. Una travesía por la tupida floresta, inmiscuida en el jardín de la mansión y las colinas, los retuvo. Los sombreados noctívagos, creciendo igual que ellos, se pintaban en pecas sobre la alameda, acorralándolos con mascaradas espectrales.

Michael, audaz protegía de las tinieblas a Esmeralda, que miedosa se prendía con una de sus manos a él; y -con la otra- a Blossom, apretujándola contra sí, oteando hacia atrás cuando algún runrún de ese reino incomprensible la asediaba.

-“¡No debes temer hermanita…! Estás a mi lado”- Perjuraba orgulloso. -“No dejaré que nada malo te ocurra”- Aseguraba el chico, enseñándole la magnífica dentadura que competía -esa noche- con un cuarto creciente.

-“Quizás, no debimos retrasarnos ni descubrir ese remanso desconocido perteneciente al río, cuando nos bañamos en él… ¡¡Mira, ahora el bosque está enfadado con nosotros y nos espanta con sus monstruos!!”- Enumeraba la jovencita, sintiendo culpa.

-“¡Aquí no hay monstruos, Esmeralda!… Si hay duendes… pero, no debes sentir miedo. Ellos, habitan y cuidan del lugar… ¡No te asustes, ya llegaremos a la casa!”- Convencía, quien la guiaba por el ocaso cernido en los troncos.

Enseguida, alcanzaron un claro con vegetación más baja, y lograron ver las antorchas encendidas cargadas por el padre de ella y el capataz Coltrane, yendo en su búsqueda, distinguiendo -en la lejanía- a las secuelas por sus desacatos a la orden de regresar antes que oscureciese.

Cuando el Sr. Dickens los vio, fueron el epicentro de una reprimenda que les dolería más que un castigo corporal. La restricción inapelable de ir al río, en cualquier circunstancia, se les aplicaba. El sueño libertador, les era desarraigado.

¿Cuánto puede durar lo prohibido en los más jóvenes? ¿Acaso, lo censurado, no se vuelve un objeto de deseo indomable?

Siendo correctos y obedientes, las ganas de infringir decretos paternales, cedieron por unas cuantas semanas. Pero, la naturaleza humana, los jalaría hacia su lado…



La manera en que se trataban, fue cambiando paulatinamente. Michael, dejó de llamarla “hermana” y comenzó a decirle: “Flor silvestre” o simplemente “Piedrecita”, aludiendo a su nombre. Y, Esmeralda dejó de lado el cariño fraterno, llamándole: “Ciervito de chocolate”, refiriendo a los bombones que elaboraba Hester, con moldes en forma de esos adorables animalitos tan similares a su grácil fisonomía.

Las conversaciones, fueron volteándose a más hondas, conforme se interesaban en otros temas, mucho de los cuales compartían. De ninguna manera, se vieron coartados en la confianza y el apego que se demostraban cuando estaban juntos.

El señor Dickens, olvidó su disgusto y les levantó la penitencia. Con el jovencito, había sido mucho más riguroso -en comparación con su hija- a quien lo sobrecargó de trabajo. Limpiar la caballeriza y acomodar el depósito del algodón una vez espigado. comprometiéndolo a ser el principal encargado de esas labores.

Por otro lado, los coletazos que traía la guerra civil -iniciada hacía meses-, ocupaban a los señores del rancho. La brecha conformada por el Norte y el Sur, se profundizó notoriamente. La división de la nación, entre Unión y Confederación, se estaba dando en aquellos ciudadanos que acordaban con ideologías abolicionistas y esclavistas, contradiciendo -estos últimos- los conceptos básicos de independencia, diferenciándose en una vertiente política antagónica a la otra. Cabe reseñar que los jefe de familia de “El Dorado”, se alineaban con los segundos.

Los chicos, distantes esas cuestiones, poco a poco convinieron que debían ser más cautelosos al irse de correrías. Sin que se dieran cuenta, cuando los padres descansaban en la tarde luego de ajetreadas jornadas, se escabullían adonde eran parte de un paisaje de leyenda.

Sumergidos en la claridad del riacho transfigurado en arroyuelo, y debajo de los sauces amantes del agua mansa, la revolución de sus personalidades estaba en proceso.

La siesta escogida, en la cual se darían el chapuzón semanal, los encontró desvistiéndose –sin tapujos- como lo venían haciendo desde muy pequeños, zambulléndose y buceando en la costa que atestiguaría el despertar de los sentidos.

Nunca, ninguno de los dos, se habían fijado en la desnudez y sus consecuencias, excepto ese día tan extraño. Después de librar una ágil y cómica batalla en el agua, se detuvieron -casi sin querer y sin proponérselo- a estudiarse con la mirada. Y por primera vez, tomaron conciencia de sus propios físicos, reparando en el del otro.

Frente a frente, se fueron atrayendo como imán y metal...



El contexto que los incluía, se empecinó en dejar las huellas de sus esencias, colores y texturas. La trova de las aves, se afinaba en adagio coral, acaramelando sus prestos oídos. El colorido de las flores, se avivaba frente a sus ojos que ya no las miraban. Sus miradas, se recluían en una tromba de miel, arremolinadas -con jerarquía de huracán- en sus humanidades. Y las fragancias, embriagantes y desquiciantes como veneno, más la de los cuerpos adolescentes en pleno florecer, se entremezclaban de manera explosiva y arriscada, buscando en el opuesto perfecto el antídoto que los aquietara.

Ella, dubitativa caminaba en el fondo del arroyuelo, encima de un torrente eléctrico que la impulsaba hacia un hombre proyectándose en su retina. Él, instintivamente la embrujaba cuan encantador de serpientes, hipnotizándola con las intangibles fluctuaciones de sus músculos, así como lo haría un cisne que -en cortejo- desenrolla el plumaje..

A centímetros de apoyar sus torsos, con los muslos parcialmente empapados de agua, y con las pieles -canela y nieve- como únicos atavíos, respiraron de sus alientos de vainilla mentolada, dejando el oxígeno a los demás mortales.



Michael, tomó la iniciativa. Cimentó sus manos en las curvas enfatizadas de la cintura de “Piedrecita”, torneándola y forjándola con los dedos al estimularla.

Esmeralda, más decidida se dejó ir con las palmas en los brazos de él, logrando sostenerse de sus hombros al sentir el tremolar que la dominaba. Sus insinuados senos, se irguieron en cúspides de carmín, al ser tocada por el crepitante pecho del mozuelo apegado a ella, retirando algunos cabellos destrenzados que le cruzaban la cara.

La mujercita, subyugada mostró en el pestañeo la sumisión de súbdita ante su Señor. El muchachito de hacía unas semanas atrás con el que trepaba a los manzanos -robándole frutos-, la tenía a su merced, sólo con el hecho de filtrarse en su alma a través de sus iris.

Lo vio arrojado, fuerte y más bello de lo usual. Brillaba en dorados al ser encapotado por el Sol. Mensurando los milímetros que los separaban, llevó despacioso y tiernamente sus labios a los de Esmeralda, descontando con suspiros las milésimas de segundos, para saborear la boca que ganó su interés más que ninguna magnolia de la estancia.

Dulce y salado, espuma y ribera, satén y terciopelo se conjugaron en un beso sediento…. Al fin, se despojaban de los disfraces de chicuelos. Ella, dejaba de ser la princesa en apuros de los juegos. Y, Michael abandonaba su imaginario manto de capitán al rescate de su amiga. Esa capa, se transformaba en carnoso bastón de rey, mediando entre los dos, empinándose y prestando juramento al dios Eros, en bautizo de fuego.

La respiración, se aceleró provocando remolinos a su alrededor. Una ventolera, ayudaba a atizar la llamarada prístina que los anudaba, hasta que… una estocada en el bajo vientre de la chica, la hizo detener el roce de labios, al intento de un apetitoso beso de adultos. Y un manantial granate, se esbozó por el interior de sus piernas.

Esmeralda, cerciorándose de lo trascendental del incidente, palpó con sus manos y se las vio entintadas de rojo… Llegaba a ella su período, que riguroso la buscaría cada 28 soles en el calendario lunar, reglándola y habilitándola en el maravilloso cosmos de la femineidad.

Michael, aterrorizado, queriendo ayudarla gritó:

-“¡¡Dios Santo!! ¿Qué te pasa, con qué te lastimaste?”- Azorado, iba de los ojos de esta a la entrepierna ensangrentada.

-“¡No me he lastimado, Michael!... Déjame en paz, quieres…-” Enojada contestó, conociendo lo que le ocurría.

-“¿Por qué me tratas así? ¿Qué te hice? Hace días que no haces otra cosa más que pelearme… Pareciera que sintieras rabia por mi… ¡¡Estás distinta conmigo, no puedes negarlo…!! ”- Cuestionaba e incriminaba el inadvertido. Él, aún no sabía de esas cosillas.

-“¡¡¡No… no te tengo rabia… herma…!!!”- Cortando con brusquedad la palabra que los vinculaba. Prosiguiendo:

-“¡Es que no quiero más juegos tontos…! ¿¿No te das cuenta…?? Ahora soy una señorita.. soy mayor… y tú… tú, sigues siendo un niño…”- Respondió, vistiéndose con rapidez en la costa al salir de allí.

-“¿¿Señorita...?? ¿¿A qué te refieres...?? ¿¿Qué te sucede...?? ¡¡¡Explícame…!!!”- Exigía Michael.

La muchacha, observando de reojo, miró la naciente de las piernas del joven, e indagó desorientada:

-“¡¡¡¿¿Oye… a ti qué te ocurre??!!”- Dándole la espalda, lo dejó inmerso en el agua, sus dudas y su inaugurada virilidad en apogeo…

Con una presión en sus partes privadas, que le impedían moverse con eficacia, se desmoronó en el lecho del río a la espera de volver a la “normalidad”, invocando los mullidos labios de “Piedrecita” que borraron sus últimos reproches, dándole la bienvenida a otra era.

Ya llegaría el tiempo en que apreciarían, en toda su dimensión, lo que acontecía en sus siluetas y corazones. Todavía, eran demasiado jóvenes.

CONTINUARÁ…

Star InLove




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