Capítulo 5



“Demasiado jóvenes...”

Atravesando la alameda del boscaje que, con el flamear de su follaje, abanicaba la acalorada siesta de “El Dorado”; Esmeralda, impuso distancia con el recodo del río y de Michael, empequeñeciéndose en la lejanía.

Estaba desconcertada. Su primera menarca, le había ocurrido enfrente de su mejor amigo, a quien consideraba un hermano. Y a la vez, todo aquello que estimaba en él, se desvanecía con ese dulce beso de hacía unos minutos. Eso, cambiaba sustancialmente las cosas.

Se encontraba y se sentía distinta. Su madre, le había anticipado que ello sucedería cuando arribase a la pubertad. Cambios corporales que irían más rápido de lo que podía entender, la tendrían en jaque, hasta acostumbrarse a esa secuencia de nuevas sensaciones. Además, lo producido en Michael con su cercanía, más confusión le aportó al estado de inquietud.

Trataba de poner en orden las ideas, pero aquel beso y esa reacción de él, realmente la perturbaba. Saborear la tersura de su piel bajo el Sol, la había estremecido, tanto que consiguió desencadenar -de manera explosiva- su desarrollo. La terneza de su boca, no la dejó siquiera respirar en esa peregrinación por la arboleda, que servía de muralla entre el riachuelo –cercano a la plantación- y la vega, costeando la gran vivienda.

Ya ningún temor de niña a las sombras del bosque, quedaba. Unos labios, habían ahuyentado la totalidad de los miedos. Pronto llegarían a Esmeralda, otras preocupaciones más trabajosas de superar. Preguntas que tardan en responderse. Cuestionamientos que no se animaría a formular a sus mayores, la acorralarían y la sumirían en el desamparo. Aunque, no le faltaría quien le arrojase una soga, la cual tomar y salir a flote de su propia vorágine inventada.



Enseguida activó su paso cansino, saliendo del verdor del paisaje, y se echó a correr al divisar a su madre hincada de rodillas, sembrando -meticulosamente- calas y astromelias.

-“¡¡Madre… madre...!!”- Fue lo primero y último que dijo, previo a abrazarla y llorar más relajada con su amorosa fontana tan cercana a su alma desconcertada.

Georgia, adivinando lo que en sollozos le contaba su hija, se introdujo junto a ella, debajo del voladizo de la puerta que daba al interior de la casona.



En el río, con la energía del Sol y la cristalina compañía del agua, Michael bajaba de la apenas recorrida ladera de la masculinidad. Aún desconocía su cima, pero entendía que no se llegaba solo. Al parecer, respecto de travesías amorosas, intuía que se arribaba con una compañera de ruta, y Esmeralda era la escogida.

Algo abochornado por lo que ella tuvo que presenciar, se apresuró a calzar sus pantalones, retornando -lo antes posible- a sus tareas. No sería bueno que el patrón se enfadara. También, se hallaba muy alterado y acongojado por ver a “Piedrecita” sangrando, sin poder ayudarla. El rechazo de la misma, ante su desazón, lo entristecía. ¿Cómo podía ser...? Si siempre se confiaron todo, si siempre había sido su héroe salvador. ¿Por qué ahora lo combatía? ¿Por qué lo había privado de ese aire ardiente y convulso, al sentirlo adherido?

Demasiados por qué, y un sinnúmero de pensamientos agonizando, en la medida que sus pies andaban con la que le daría respuestas: su madre.

Cuando estuvo en el casco de la estancia, caminó hacia la aromática cocina, y escuchó a esta felicitando a Esmeralda por lo acontecido, luego de bordearla con sus brazos, antes que se retirara con la Sra. Georgia y con la abuela Claire, alborozadas por un suceso que él desconocía.

Una vez que –Michael- tuvo claro que podía entrar a ese ámbito; anteriormente, no hubiera osado interrumpir esa reunión de damas, resguardando sonrientes un misterio que -su compinche- no divulgaría con soltura, se encarriló sigiloso hasta estar frente a Hester Sue.

La saludó, como si hiciere añares no la viese. Él, también había dado un gran salto al próximo escalón de la vida esa tarde. Y justo, cuando iba a relatar el contexto que sostendría su consulta, escuchó las pisadas de Esmeralda traspasando la portezuela en dirección y sin levantar la cabeza, a la caja de metal donde se almacenaban las crujientes galletas de naranja y jengibre, fruto de las tardes sin puntos vacíos de su madre esclava, la encargada estrella de la estufa.

Una sensación, le advirtió de no hablar hasta discernir la sugerencia que le enviaría –ella- a manera de telégrafo entrecortado.

Al retirarse de allí, su actual amiga “señorita”, lanzó una mirada furtiva y suplicante, fugada por la rabadilla de sus titilantes ojos, acallándole parte de los argumentos que le daría a Hester de los hechos.

Percibió en su observación, dos poderosos ingredientes: un toque de ruego, especialmente a omitir en qué circunstancias se había “herido”, según lo que él interpretaba; y una alta dosis de cariño fraterno -trastocado en Amor cómplice-, encausándose vigoroso a su palpitante corazón.

-“¿Te ocurre algo, hijo?”- Anticipó su madre, con la invariable suavidad que le era típica.

-“Humm, no… Bueno, sí… Tal vez… Es que…”- Decía el muchacho, haciendo un esfuerzo sobrehumano para no perseguir con la mirada a la chica, perdiéndose entre los volados de su ropa y reflejos movedizos, rebotando en el piso del recibidor al salir de la cocina.

-“Es que... estaba por ahí… y vi a Esmeralda... y a su vestido con sangre…”- Contó él, buscando la réplica que lo acomodara.

La madre y su desbordante devoción maternal, supo que le debía una explicación al jovenzuelo. Entonces, lo invitó a sentarse a la par de ella, avisándole seguidamente que lo que escucharía, era de suma relevancia:

-“¡Ay hijito, no te angusties, por favor…! Lo que le pasa, es muy hermoso…”- Explicaba. Y él, revolviendo en conjeturas, inquirió llamativamente curioso:

-“¿¿Hermoso?? Pero… ¿cómo, si estaba lastimada…?”- Absorto insistió.

-“¡No mi amor, no está lastimada ni nada que se le parezca…! Esmeralda, es grande ahora... Lo que le ha ocurrido, se da con las niñas al llegar a cierta edad… Ella, sangrará todos los meses… Nos pasa solamente a nosotras, las mujeres... Es absolutamente normal. Eso, la habilitará para más adelante, poder ser madre...”- Definió la dogmática esclava, enorgullecida porque la hija de su ama, se conformase en toda una mujercita.

-“Aahhh… Veo que es algo importante… ¿Y duele que le pase eso?”- Solemnizado, seguía interrogando Michael.

-“¡No, querido! Es lo más natural del mundo… Simplemente, se sentirá extraña… sensible, o enojada…”- Así continuó defendiendo el fascinante mundo de las féminas, recordando sus iras –sin causa- con Walton en esos días...

El joven sospechaba, pensaba y teorizaba. Recién caía en la cuenta, recién ahí entendió los berrinches -en esa semana- de su “Piedrecita” con él.

La melódica voz de Hester, le quitó el ceño fruncido, y ante un: “¿Te saqué de dudas, Michael?, lo fijó a la realidad circundante. Él, contestó:

-“Si, si madre, ya comprendí… Muchas gracias por contarme...”- Le manifestó sosegado.



Con una sonrisa iluminando su rostro, más una idea radiante -que lo impulsó a salir de allí- se puso de “patitas” en el césped, y se confió al sueño lúcido atesorado por unos minutos con Esmeralda, allende el paraíso.



Con velocidad de corcel sagrado, se aventuró a una carrera -sin respiro- en las afueras de la hacienda. Algunos de los esclavizados, que lo divisaron a lo lejos, se sorprendieron por la presteza de sus piernas en acción. Ellos, se preguntaban a dónde iría con tanta prisa.

La ruta al naciente, se traducía en débiles lilas y en descarados amatistas jaspeando el cielo celeste, al verse llameado por el solar arrebato de un día con ansias de recostarse en las colinas del poniente. Todavía era muy temprano, y Michael apretaba su huella. En breve llegaría...

En seguida, estuvo en el ingreso de la granja colindante con “El Dorado”, promediando los algodonales. Con la sagacidad de su vista, rastreo al chiquillo que había visto hacía un tiempo encargándose de la jardinería.

No lo encontró rápidamente, pero buscó por sí mismo el sector en el cual se enarbolaban varios arbustos con jazmines, comprobando apesadumbrado que ninguno había florecido. Con la mirada perdida, y con el cuerpo aflojado por la desilusión, descansó un rato en la empalizada de hierro que envolvía y mezquinaba flores -no codiciadas- y frutales maduros, custodiando la casa que ostentaba antigüedad.

Cerca de retirarse, regresando al punto de partida, el niño que había divisado surgía de la nada, reverenciándolo con desbordante simpatía, fisgando la circunstancia que allí lo había traído.

Michael, algo sorprendido por su aparecer repentino, dijo:

-“¡Hola, amigo! Vine porque quería pedirte un jazmín de tu bello jardín, aunque… veo que aún no han brotado… Disculpa si te he distraído de tu trabajo…”- Esclareciendo con la firmeza de su voz manceba.

-“¡Descuida Michael…!”- Espetó con acertada actitud el pequeño.

-“¿Cómo sabes mi nombre…?- El adolescente, inquirió a quien lo nombraba, volviendo a interrogar ahora con cejas preocupadas: -“¿Y tú, cómo te llamas?”-

-“Nosotros, todo lo sabemos…”- Deslizó, prosiguiendo: -“Y… mi nombre es Evol, que significa: “Niño Alado...”-

Michael, más desconcertado que nunca, contestó con más y más preguntas:

-“¿¿Nosotros??... Ese es un nombre indígena... ¿cierto?”-

-“Si… nosotros, los servidores de la Tierra… Y mi insignia, es nativa de donde me han enviado….”- Respondía glorificado aquel chico, tan semejante a él hacía un par de años atrás. Era como mirarse en un espejo del ayer.

El joven esclavo, quedó sin habla ante el chiquillo, que profetizando de su mundo, era casi un docto cacique aleccionando a su tribu.

-“Evol… Evol, bien… ¡¡Tu nombre es muy lindo, me gusta mucho…!!”- Contestó el juvenil galán de “El Dorado”, y retomó:

-“Bueno, es hora que retorne a la plantación… Lástima que no han florecido lo que he venido a buscar…”- Se lamentó, ladeando su cabeza y leyendo el mapa que los guijarros amontonados, próximos a sus pies descalzos, componían inciertamente.

-“Mmmm… déjame revisar… ¿Quién te dice que no haya uno para tu chica, la joven Esmeralda?”- Destacó con precisión, su bien enterado nuevo amigo que, girando sobre su eje, encontró entre dos tonos de verde -de la flora- a un altanero y perlado jazmín.

Michael, sumaba sorpresas. Evol, conocía más cosas que él y su enamorada juntos. Con el semblante inquieto y vulnerado, observó a los ojos del pilluelo, y a la flor estallando de frescura y blancor.

-“Descuida Michael, lo de tu amada y tú, solamente yo lo sé… Nadie más conoce lo que pasó en el río… Cuidaré de ese secreto, como cuido de los jazmines…”- Entonaba a modo de salmo, quien lucía en sus manos el primor perfumado.

El muchacho, asentado recto en el pedregullo, estiró los brazos y tomó el único jazmín abierto. Su olor lo extasió, sensibilizándolo más de lo que ya era, preparado para escuchar lo que el núbil floricultor de Fe, le contaría:

-“Esta es la Flor del Amor... Sus pétalos, aparentan fragilidad, aunque no lo son… Son tan fuertes como lo es Amor de los verdaderos enamorados... Y su color, es tan puro como el alma de los amantes… Recuerda esto… EL AMOR NO MUERE, MÁS VIVE POR SIEMPRE”-

El novato pretendiente, oía la voz del mismísimo Dios aconsejándolo en cuestiones de la vida, pero el aletear de unas golondrinas señalando la reanudación de la próxima etapa en el viaje del apego, lo encaminó en derrotero a “El Dorado”.

Después de agradecerle el regalo que tanto anhelaba para Esmeralda, empezó la caminata, considerando acerca de lo que había atendido solícitamente.

A poco de haber iniciado la vuelta, miró a la flor, cerciorándose que el tallo no había sido seccionado por ninguna tijera, ni tampoco arrancado. Era como si ese chico, hubiere hecho crecer la blanca floración en sus manos.

Oteó hacia atrás, donde debería estar el cultivador, y quedó –una vez más- estupefacto al notar que ni él, ni los jazmines permanecían en la morada. Un sinfín de azucenas, imperaban sobrias en ese huerto de tintes rubicundos.

Poco había para pensar, temía inmiscuirse en la magia de los últimos instantes, y de esa extensa y memorable jornada. Dejarse llevar por lo que su corazón le decía, probablemente afirmaría los turbulentos sentimientos indescriptibles que chispeaban en su intimidad, litigando en una lucha por la supervivencia de uno solo: la naturaleza llamando, a la cual todavía le costaba comprender; y el corazón repicando, pidiendo por su otra mitad, la albergada por Esmeralda dentro de su pecho.

La tarde, preanunciando el definitivo retiro hasta el otro día, sopló en su mota enredándose con la hojarasca desgajada de los nogales al borde del sendero, decayendo sobre los diminutos cantos y el llamativo pastizal. Sus briznas, lo atraían aclarándole el atajo a la hacienda que lo viera nacer. Y una esterilla entretejida, en tonalidades olivas y desteñidas zarzas, lo salteaban temporadas venideras, allegándolo a su destino.

Ya adentrado en la panorámica pintura de la estancia, consiguió ver a la preciosa muchachita, que solitaria cortaba lirios y tulipanes, marimoñas y clavelinas. Esmeralda, era toda una visión. Él, con incesantes pestañeos, pincelaba su etérea figura, observando impresionado como el colorido bouquet perdía gracia con el donaire de su portadora.

Antes de ofrendarle el pletórico y fulgurante jazmín, lo observó detenidamente, detentándolo en sus manos de “niño”, no queriendo asumir al joven hombre en el que se estaba convirtiendo. Presumía –cabizbajo- que ese obsequio interpretado en pétalos, sería un garabato ante la mirada cambiada de la doncella.

Tanto aturdimiento, lo agobiaba. Sin embargo, se vivificó al inhalar del persistente aroma de aquella artesanía perteneciente a la seducción de la primavera.

Esos efluvios azucarados y deleitosos, lo antecedieron, generando en “Piedrecita” un escalofrío ígneo que ascendió cuan bengala –a la velocidad de cometa- por la columna vertebral, rompiendo en resaca de fuego en su nuca, devolviéndole una vibración a todo su ser, aquella sentida en la siesta y a lado de Michael, cuando sus labios buscaron el encastre ideal, con ese beso que ambicionaba repetirse todos los días de su vida.



Accediendo a la caricia de la esencia, se rindió al embrujo y posibilitó que reapareciera -frente a sus ojos- el muchacho que había abandonado la infancia en el agua, concluyendo que -también- estaba distinto. Desconocía si la luminosidad del jazmín, era la que lo bañaba; o era –él- el que lo engalanaba, con su presencia sutil y terrenal.

Si antes se había sentido una chica mayor, ahora se apreciaba como una fierecilla de ojos asustadizos, aunque ávida de volver a ser arrullada por esas manos suaves y artísticas, como lo hacen las alas de las alondras, tentando al firmamento en sobrevuelos inagotables.



La sonrisa del zagal, le restituyó parte de la cordura extraviada que le desequilibró el alma. Trató -en lo posible- de mantener su postura, y no derretirse con cada paso que él daba hacia ella. El gesto abatido de los párpados de Michael, la quitó –momentáneamente- del deslumbramiento del que estaba siendo objeto.

Su sobrenatural mirada café, cuando la gozaba, ponía en libertad ardorosas descargas de Amor, en la condición más límpida que se pudiera encontrar en el Cosmos. Si volvía a mirarlo, sucumbiría -sin remedio alguno- el delgadísimo hilo del cual pendía su persona, y se precipitaría hacia él, recluyéndose voluntariamente de las fuertes leontinas en la que se transfiguraran sus antebrazos, cuando la abrazó unas poquísimas horas atrás.



Él, arrimó el jazmín a sus manos, que permanecían ocupadas con el ramillete recién armado. Ella, quedó encantada con la belleza de la flor, al punto de dejar caer las que con dedicación había segado. Un cosquilleo en su fuero íntimo, le provocó felicidad desbordando los lagrimales, que derramándose en cristales, peregrinaron arriba del jazmín cuan relente en madrugada.

Con más valor, retornó a los abismales ojos del chico, que no se los sacaba de encima, mensurando el longilíneo trecho de las lágrimas vertidas.

Michael, la admiraba con ilimitada efusión. Su niña-mujer, se envanecía en deidad pagana de puntilloso pedestal, repleto de inimaginables flores multicolores. El vaporoso vestido, de colorido crepúsculo prosperando, la mostraba fronteriza a la irrealidad. Y los céfiros, enamorados de sus cabellos, revoloteaban en torno a su media coleta, amuchada por un lazo, entonado con el centelleo del astro gobernante.



El mismo muchacho, queriendo salir de esa situación a la que se había atado, flaqueando –indefectiblemente- y bajo la influencia de ese instante extraordinario, atinó unas cuantas palabras, postrando a la joven en un enamoramiento que la acompañaría de allí al infinito:

-“¡Es para ti, Esmeralda…! Sé lo que te ha ocurrido; mamá me lo explicó… Esta es mi manera de felicitarte por tu nueva etapa… Y es mi disculpa, por lo que pasó hoy en el bosque… por el beso que te robé… ¡Perdóname…!”- Decía excusándose Michael.

En el momento en que las facciones de la jovencita se alegraron, su lagrimeo se evaporó, asomándose una media luna debajo de su nariz, levantando las mejillas con una sonrisa que desafió la belleza del día, ahora tronchado y nublado por el ensordecedor galope de tres caballos, jalando una carreta que hacía rechinar las ruedas. Eran el director de la escuela de Jackson y la maestra. Algo venían a anunciar apurados.

-“¡Gracias, Michael! Es un jazmín hermosísimo… Lo pondré en una copa, sobre mi mesita de noche…”- Alcanzó a manifestar la jovenzuela, en temblorosa voz. Y con un impulso incontenible, consagró un ósculo en la carita de su incondicional amigo… (¿?), retirándose a recibir a los visitantes al mismo tiempo que sus padres también lo hacían.

Detrás de sí, quedó el tendal de flores elegidas de “El Dorado”, como estela arrastrada por su largo doble faldón. Ni siquiera fue capaz de acordar qué había estado realizando, previo a que su chico se apersonara con tan delicado homenaje.

Enseguida, se inmiscuyó en la estridente y perdurable fragancia jazmínea, y en su intrincada mente, asolada por sentimientos indescriptibles que la unificaban a él, mientras daba corteses saludos a los recién llegados.

Junto a los demás, se hundió en las sombras del porche en la casona, al igual que lo hizo el Sol guardándose detrás de los cerros, recortados filosos en el horizonte.



El apuesto conquistador, se mantuvo erguido, con un dejo a nada y con sabor a todo. Una mezcla increíble de gustoso arrope y de punzante pimienta inundándole el espíritu, detentando la singular sensación de que las cosas darían un vuelco improbable de manejar.

Él, no se equivocaba. Los visitantes, traían consigo un orgullo, que con el transcurrir de las horas, se fraguaría en estilete mortal contra los adolescentes.

La noche llegó, y comandó la cena ofrecida por los dueños de casa, agasajando a los mensajeros. Posterior a las congratulaciones para la señorita Esmeralda, que con leve felicidad recibió la novedad de ser una de las seleccionadas en Misisipi para continuar sus estudios escolares en otra ciudad, emprendieron el retorno a la capital.

En el pensamiento de su padre –el señor Brighton Dickens-, quedó boyando maliciosamente una magnífica idea amén de esa elección. Sería el pretexto perfecto que serviría de coartada, sacando a su hija afuera de Jackson, muy lejos de Michael. No veía con buenos ojos tanta amistad de la joven con esclavo. Si lo toleraba, era para evitarse discusiones al respecto con Georgia -su esposa-. Pero ahora, conociendo que la niña dejaba de serlo al tener su primera regla, más convencido se regodeaba con tal subterfugio caído del cielo.

Claro que –igualmente- algo debía hacer con la menor. En los próximos días, la urbe capitalina sería sacudida por la guerra civil principiada hacía unos meses, y se involucraría en la revuelta, siendo el sitio designado como base de las estratagemas del combate. Acuciaba quitar del medio a su hija, lo antes posible.

La muchachita, daba por descontado que sus padres permitiesen el viaje, sumándose como pupila en una escuela distante de “El Dorado”. Estaba más que satisfecha con acabar la enseñanza ahí donde había permanecido siempre. Además, se le sumaba el enamoramiento germinado en lo más profundo de su pubescente existencia. Llegado el caso, se las ingeniaría para convencer a sus progenitores de lo contrario.

Una vez que Esmeralda se ausentara de la sobremesa en la saleta, yéndose a acostar, se dedicó a descansar adormeciéndose en la emanación floral obsequiada por su adorable cortejador.

En esa noche especial, le costó conciliar el sueño. Más simple le era compaginar la vorágine de un día soñado, con los esponjosos labios de Michael sobando los suyos, en un beso que no le permitiría olvidarlo con tanta facilidad. Estaba sobresaltada. Un compuesto de cosquilleos en su barriga y el taladrar de un martillo incorpóreo, golpeteando su razón, la apabullaba.

Lo primero, lo entendía, sin conseguir asimilar la desazón -hueca y helada-, que se colaba en abúlicos garfios, rasgando su pasividad. No podía aquietarse en la cama. Hacía una hora que se había tendido sobre la sutileza de las algodonosas sábanas bordadas, y no lograba pegar un ojo. Abrazaba a su muñeca Blosson, su graciosa compañera de alcoba y travesuras, esa que el amoroso esclavo le entregase, allá lejos y hacía tiempo en un cumpleaños. Ni la omnipresencia de Michael, en la artesanía hecha por él, la sosegaba.

La solución a ello, quizá sería un gran vaso de leche y una generosa ración de budín de duraznos, ensimismándose en la tregua serena del rellano ganado. Entonces, iría en busca del bálsamo que sanara el escozor espiritual. Por fin, encontraba la salida a su pesada vigilia.

Se levantó rápidamente, y se esfumó del cuarto, con la tenue luminosidad de una vela mitigando su flama en el candelabro de mano. Próxima a bajar por las escalinatas de la mansión, fue absorbida por las voces de sus padres en la recámara. Se extrañó; ellos no solían conversar al abandonarse en el descanso, y mucho menos todavía en altas horas nocturnas.

Jamás se había notado tan curiosa, como esa vez. Algo le decía que debía acercarse a la puerta, intentando oír lo que musitaban. Una una ligera alteración, se presagiaba en el aire de corredor.

Sin soltar a Blosson - su amuleto-, oyó a su padre perder la calidez de la voz, tornándose autoritaria, déspota y despiadada, aferrándose a los supuestos beneficios de ella en Chicago, la cosmopolita población elegida al norte del país. Él, persuadía con habilidad a la madre.

Cada palabra, cada inflexión de las cuerdas vocales paterna, le apretujaban el corazón, inmovilizándola completamente. Su muñequilla, era lo único que la sostenía a la Tierra. Los pies, le pesaban toneladas, y su delicado cuerpo tiritaba como una hoja.



No podía creer lo que escuchaba. Su papa, se despeñaba cuan ídolo -con podio de barro- al piso, destrozándose en miríadas de fragmentos. Y su mamá, era colocada vilmente entre la agudeza de una espada inhumana y un muro de dureza inclemente, con la justificación de las distintas “grandiosas ventajas” que tendría la chica en el estado de Illinois.

Tan inflexible era la avidez del patriarca por alejarla de Michael, que hasta soportaría que estuviese en el mayor bastión de ideas abolicionista. Incluso sus “cuidados principios”, que valían de “pretexto” de la esclavitud, eran dejados de lados, con tal de no tener a su hija cerca del muchacho.

Decretaba que haría lo imposible en aniquilar un futuro idéntico al de su cuñada Luisiana, seducida por uno de los siervos de la propiedad, provocando el desastre familiar. Su preciosa hija adolescente, no andaría de boca en boca por un episodio similar.

La esposa, contenía el llanto, aunque sus suspiros sollozantes atravesaban la gruesa pared de la habitación, rememorando el hondísimo pesar que le traían las duras evocaciones del marido respecto de su hermana. De ningún modo, se dejaría quebrantar más. Ya sabía cómo sortear con determinación, la cantidad de veces que él se ponía de esa manera por otros asuntos, como cuando le reprochaba el no haber concebido más hijos, específicamente al tan anhelado varón heredero. Una cuestión calcada del pasado que nunca acababa, como lo sufrió su madre Claire entonces.

La defensa del momento, cuando se veía desafiada en sus difamados recuerdos, era la frase acuñada el día que nació su hija: “Juro por Dios que, a Esmeralda, no le ocurrirá lo mismo que a Luisiana” decía, cuando su marido acotaba algo del porvenir de la bebita.



La muchacha, fuera de ese concilio espeluznante, desfallecía de nerviosismo y dolor, ante lo que absorta vivía detrás de la puerta de la alcoba marital. Ella, desconocía muchas cosas de esa triste historia. Las mujeres de la casa, la habían protegido de aquello tan doloroso. Le hablaban de las bondades, y de las cosas graciosas que le ocurrieron a su tía de jovencita, mencionando al romance de soslayo. Aunque no la enteraron de los pormenores que la llevaron a la suerte fatal de mujer repudiada. Tampoco, le refirieron que tenía una prima en algún lado del territorio americano. No tenía sentido cansarla con aspectos nefastos y de intriga. Simplemente, le marcaron el lugar por el que no debería transitar, para no ser igual. Toda una contracción. Luisiana, era el paradigma de la simpatía y el de la desgracia, en una sola oración.



En cuanto Esmeralda pudo moverse, dio la vuelta y regresó al dormitorio. Estaba catatónica. Sus padres, definitivamente lacraban cualquier indicio amoroso con Michael. Recién allí, se hizo consciente de las reales diferencias que abrían un abismo entre ambos. Ella, era de la casta de patrones; y él, pertenecía a la de los dominados.

Su mente, no daba abasto. Cuando encontraba el punto de fuga a lo negativo, surgía el temor de que el muchacho terminara como John, el adorador de su tía, desaparecido en un nubarrón de castigos en algún latifundio hundido en los montes adonde había sido regalado, bajo el denigrante título de “rebelde”. En antaño, un sirviente “problemático”, “holgazán” o que enamoraba “aviesamente” a una blanca, no podía ser vendido –precisamente- por esos “tremendos crímenes” en contra de sus dueños. Carecía de valor en el “mercado”, por lo tanto era “donado” a cualquier terrateniente minoritario o de poca monta.

Su Michael, no terminaría los días así, siendo mucho menos que un indigno, un traidor. No dejaría que eso pasara. Ahora la ligaba -a él- algo más grandioso que la hermandad.

Ella, siempre había sido indecisa, temerosa y hasta débil. Era tiempo de hacer algo por aquel que había demostrado lealtad, amistad, complicidad y Amor –justamente- ese día en el río. Si había una cosa por hacer, lo haría. No descuidaría a quien empezaba a amar de distinto modo.

Con ahínco estrechó a la pepona, cerrando los párpados y obligándose a dormir. Un nuevo día nacería en unas horas, y quizás al despertar se daría cuenta que todo lo de la noche había sido una horrible pesadilla, desapareciendo al desperezarse.



Entretanto, la madre le mostraba su mejor jugada al esposo. Tenía argumentos en demasía, pero todos se desplomaban como naipes, frente al contexto de la guerra civil en ciernes.

Su marido, se alzaba como aprendiz de sayón, al igual que lo había sido su padre con John en el pasado, aduciendo que si Esmeralda no era exiliada en Chicago, sería Michael el que se iría de allí.

Brighton Dickens, “Novel Caballero de los Destinos”… entendía muy bien que –a su esposa- no se le ocurriría separar a Hester Sue de su hijo. Tenía la certeza que la fortísima amistad con la esclava, la llevaría a sacrificar hasta su propia hija, aceptando que se fuera a estudiar lejos por unos cuantos meses.

Nada se podía ser. Las cartas estaban echadas. Todos, absolutamente todos, malograrían mucho con este tema. El Sr. Dickens, se expondría a que su hija fuese presa fácil de las ideologías liberadoras. Georgia, perdería a su niña; nunca había estado apartada de ella. Se había negado –rotundamente- a dejarla cuando tenía algún intento de reanudar la búsqueda de Luisiana, ya que su marido la utilizaba como elemento de coacción, negándole ir tras la ilusión. Sin embargo, serían los jovenzuelos los que- en mayor grado- sufrirían las consecuencias de la incomprensión y las desigualdades. Únicamente, si el Genuino Amor perduraba, sería el que los salvaría definitivamente. Sino, otra leyenda de pasión quedaría en las semblanzas del olvido.



La noche pasó con rapidez, en medio de feos sueños, reflexiones poco meditadas y recelos naturales. Esas horas, fueron un auténtico martirio de quienes se cobijaban bajo el techo de la mítica casa, excepto los abuelos de Esmeralda, que todavía ignoraban lo que sobrevendría en el clan. En el desayuno se informarían, cada uno con previsibles reacciones teñidas de dramatismo.

La jovencita, apenas habló cuando le dieron la mentada “buena nueva” de su radicación en Chicago. Una franca y veraz realidad, le abofeteaba su lozano rostro mal dormido. No había sido sujeta de un sueño espantoso en madrugada; estaba sometida a un presente ominoso, que se los engullía a Michael y a ella.

En la mesa del vasto comedor, se oficiaba el anuncio y una despedida armada a las apuradas. Los hombres de las cabeceras de la interminable mesa, el Sr. Grimm y el Sr. Dickens-, se cargaban las fauces de lo meritorio de formarse como una dama de alta sociedad en Illinois, más que de café, waffles y tocino. Y las mujeres, la abuela Claire y mamá Georgia, sentadas al banquete matinal con la compañía -en la cocina- de Hester, soportaban con valentía el llanto. A las tres, el distanciamiento temporal de Esmeralda, les evocaba la encubierta expulsión de Luisiana de “El Dorado”. Pero, la conflagración de la nación alegaba el alejamiento, por más que los intereses de fondo fueran otros.

La esclava, próxima a los hornillos encendidos, lagrimeaba a sus anchas sin que nadie la viera. Ni siquiera las otras muchachas ayudantes, estaban en ese instante. Hasta que Michael, que debería estar a varios metros de allí, ocupándose de acomodar los fardos de algodón cosechados, se dejó ver -imprevistamente- en busca de algunos utensilios en el almacén de la vivienda.



Una sensación de ahogo, lo tomó por asalto al entrar en la cocina, al observar a su madre deshecha en lamentos acallados, con una indisimulable catarata salobre derramándose por sus saludables mejillas.

El susto, fue considerable. Si un rato atrás, ella estaba alegre y jovial como de costumbre. ¿Qué le había ocurrido desde que él se había puesto a trabajar esa mañana?

Con suma cautela, Hester Sue le contó a Michael, lo que su ama le adelantó muy temprano, cuando todavía no despuntaba el Sol. Sin embargo, la lividez del mozuelo, no demoró en notarse. Sus enormes ojos de cervatillo, se anegaron de desconsuelo, y no alcanzaron a manifestarse por portento divino. Si lloraba, podía delatar en su aguada y diáfana declaración, lo que sentía por la musa que le reinaba los pensamientos.

Su madre, interpretaba que se comportaba así porque se alejaría de su amada hermana del corazón. No se imaginaba el legítimo móvil del malestar.

Ella, intentó por todos los medios demostrarle que, alejarse de una zona conflictiva y peligrosa, sería lo mejor para la niña. Sólo que, en esta ocasión, muy poco logró hacer su madre por él.

Camuflando sentires contrariados, Michael trajo calma a su mamá, con la potencia de un abrazo afectuoso que envolvió su inquietud, induciéndola a que se asociara a la pena de la patrona, alentándola en esa instancia que le arrebataba a su hija.

Él, también pensó que sería preferible para Esmeralda, transcurrir los estudios apartada de las contiendas cívicas. Si bien, no cabía réplica alguna a su pregunta elevada al Altísimo: ¿Cómo haría para mantenerse cuerdo lejos de “Piedrecita”?



Por primera vez, renegó de su destino. Por primera vez ansió ser libre, e impedir que le arrancaran de buenas a primeras, de un día para el otro, a su otra mitad vital. Por primera vez, aborreció ser tan joven.

Anteriormente a que esto sucediera, creyó ser feliz. Poseyó una infancia alegre, y a su familia consigo. Tuvo una princesa que empezó siendo hermana del alma, y se terminó transformando en la emperatriz de su fábula. ¿Cómo podía ser que en unas horas, todo se destruyera? ¿Cómo podía ser? ¿Cómo…?

Enfurecido, con los puños cerrados, abandonó la cocina. Sus alargados pasos, quedaron demarcados en la tierra por la vehemencia de las pisadas. Su angelical candidez, se endiabló de ira ante lo que acontecía. Lógicamente, no conocía el absurdo de la coyuntura que los estaba separando…

CONTINUARÁ...

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