Capítulo 6





“Entrañable amistad” (Mujeres I)


El alimento matutino costó ser tragado por la integridad de los Dickens-Grimm, pero no tanto como la ácida medicina que les tocaría a Michael y Esmeralda ingerir.

Preparando el equipaje que se llevaría a Chicago, Georgia y su hija, trataron infructuosamente de no mostrar más sentimientos de lo debido. Ambas, sabían que bien valdría tal abnegación para tranquilizar y satisfacer los ánimos excitados de la familia. Después de todo, no sería mucho tiempo el que pasaría en la escuela de Illinois.

La jovencita, arreglaba sus trastos con la rapidez propia de una tortuga, como si en la lentitud regresase la sombra de un reloj de sol, clavando cada segundo en la piedra que lo lucía. No quería cruzarse con Michael, empero moría por verlo. Se retorcía de rabia por ser tan cobarde, en todo el sentido de la palabra. No había sido capaz de negarse con su padre ante ese condenado éxodo hacia dónde fuere, y carecía de decisión para decirle al muchacho, que sentía mucho más que una amistad. Si volvía a mirar a la hondura de sus ojos, no podría marcharse de “El Dorado”. La única manera de ampararlo, y guarecer el romance, era emigrar al Norte.



A pocos minutos de cerrar la última maleta que, en su interior, llevaba la muñeca y un libro de poemas, con el tallo del perfecto jazmín de su pretendiente, dividiendo la mitad de las rimas, escuchó cuando el abuelo Francis aparcó el carruaje, después que se le avisaran de esa excursión al vacío, al núcleo mismo del tártaro.

Salió de su habitación, descendió por las escaleras, y se despidió de Hester Sue, con una mezcla de sonrisa reconfortante y lágrimas melancólicas. Saludó a las otras siervas, que también se veían conmovidas. Y se prendió a su abuela, como si ella fuese el ancla que no le permitiría a su embarcación zozobrar. La imagen, tenía la validez de miles de palabras esclareciendo lo que ellas vivían. El porvenir, se tamizaba con el remoto ayer, y les enrostraba su peor cara, tanto que hasta el otro abuelo -James- parecía estar perturbado.

Un repaso visual por los alrededores, la condujo al carro. El señor Dickens, llevaría a su nieta y a sus padres rumbo a Jackson y de allí, sobre las vías del tren, a Chicago.

Michael -en el cobertizo-, coexistía con los aberrantes ciclos propios del duelo. Cólera, negación, depresión, y algunas migajas bien intencionadas de pacto con el tiempo –aquel que todo lo sana-, desechando aceptar lo que les sucedía.

Se abstuvo de salir a cumplimentar con saludos absurdos que no sentía. Seguramente, en ese fastuoso lugar, según describían las enciclopedias, se olvidaría de él. Tal vez ella, ya estaba con la mente más allá que allí en la finca, enclavada en la campiña. Con certeza, tendría muchos jóvenes pretendiendo prendarla una vez llegada.

El chico, estaba impedido de tener un pensamiento razonable. Era un momento crispado y adverso. Prefirió taparse los oídos, ensordeciendo la partida de la carreta con el amor trunco dentro de la misma. Si bien, fue impensable no escuchar a su corazón, aullando de ferocidad por la mujer amada.

La damisela, en una postrera tentativa que -en su retina- quedara perfilado el lienzo irisado del pastoril panorama, contuvo en sus negras pestañas, al diminuto polen con aroma a azahares y con resabios de llanto a punto de tronar.

Un suspiro interminable, la aupó a la diligencia. El Sr. y Sra. Dickens, la escoltaron con circunspecta discreción. Ella, se sentó sobre un cojín de espinas, a pesar que el abuelo Dickens le dedicaba especial atención en mantener el refinado tapizado azul de terciopelo. A la izquierda de su madre y enfrente de las dos, su padre con rostro de triunfo, y al linde de desarticular el semblante cuando escuchó a su esposa –Georgia- preguntarle:

-“Esmeralda, hija querida… ¿Estás segura que quieres ir a esa escuela tan lejos, en Chicago?”- Enseñándole en el tono y la sonrisa que había otra opción, así fuera la menos prudente, como un as que huye de la manga resolviendo la partida en el instante indicado por la fortuna.

En un lapso de breve segundos, la jovenzuela creyó aliviarse; su madre, le quitaría un peso de encima con sólo un gesto suyo que lo diese a entender.

Recobrando agallas, bajó sus párpados, y expresó con doliente aliento:

-“Si madre, estoy segura… Quiero ir a estudiar a Chicago”- Penetrando en el mutismo, lo que durase la trayectoria al pueblo y al Norte.

En el interregno donde dejó la vida y la fuerza de esa frase, abriendo más el tajo que la hendía, a su papá le volvió el alma al cuerpo, al escucharle decir eso que tanto le costó exteriorizar.



Abandonando el portal del predio de la casona, con impulsividad desmedida buscó la figura de Michael en algún lado. Más no le encontró, como si su existencia hubiere pertenecido a esos cuentos legendarios que su mamá les leía en la edad de la frescura. Probablemente, estaría enfadado por no haberle contado –como se merecía- expresamente de su ausencia. Tal vez, la reacción de él era la más conveniente para los dos. Ninguno hubiera podido contener la verdad, filtrándose por los poros.

Llegados a Jackson, el abuelo y el padre junto con guarda de la estación del ferrocarril, movieron las valijas a la bodega del tren. Todavía faltaba un cuarto de hora, para que la magia de hacía una jornada, desapareciera por completo. Mientras todos se preparaban –al minuto señalado- con el murmullo de fondo de la estación, Esmeralda creyó reconocer el galope de Blondie, la rubia yegua indomable de la caballeriza familiar. Nunca nadie consiguió desbravarla. Ni el señor Brighton, siendo un excelente jinete había podido con ella. Ninguno, hasta ahora… Bastaba con hallar al perfecto montador, y ese era el día.

Trotando por las orillas de la pequeña capital, como las ráfagas que surcaban ardientes el lugar atestado de una cincuentena de humanos con rumbos proyectados, el sonido y la polvareda removida se tornaron más elocuentes, alertando a la moza. Su corazón, pulsó un torrente sanguíneo que le insufló aplomado vigor. Y al compás de la brega de esa hembra equina, supo qué hacer –exactamente- al considerar el mandato de un rapto insolente.

Entre las señoras, aprestando sus pañuelos húmedos, poniendo distancia con sus parientes, y de los caballeros, estrechando manos a los socios de negocios y aventuras; su belleza, se difuminó con graciosa audacia en busca de la causa y efecto de sus desvelos y emociones.



Un andar diminuto y avivado, la avecinaron rápidamente en frente de Michael, desmontando -de un brinco- a la jaca, que febril y entusiasmada bufaba resoplando. También estaba apresada por el tierno encanto del jovencito, masajeando su cuello una vez apeado.

Con los ojos abarcando la figura del otro, sus oídos invocaron sendas amorosas súplicas, previas al tiempo finito embargando la calidez desprendida:

-“¡¡No me olvides, Michael…!! ¡¡Volveré…!! ”- Imperó solícita su femenina simpleza.

-“¡¡Suéñame, Piedrecita...!!”- Exigió con riguroso embeleso, el soberano de sus labios. Enfatizando con fidelidad, la consigna que esculpió las fibras de su cuerpo:

-“Búscame en los sueños, Esmeralda… Y acuérdate... EL AMOR ES ETERNO… No hay distancia que rompa con él…”-

La sagita que los rasgó, al saberse prontamente separados, fue la misma que atravesó -de lado a lado- sus plexo centrales, magnetizándolos y forzándolos a dominar sentimientos desbordantes.

No encontrando serenidad en sus almas, estrellaron con brío las siluetas, como si uno dependiera del otro para seguir viviendo. Y no hallando impedimentos en complacer sus bocas, clamando por la turgencia tentadora de un beso que los remontase a un territorio gobernado por rosadas fantasías, se aproximaron a besarse, con la frontera de las pieles en inmejorable barrera que une… Pero, fueron interrumpidos –drásticamente-, por una voz que asemejó el rugido del león en la selva, dispuesto a carnear al cazador desarmado. Era el Sr. Brighton, llamando a vivo alarido a su hija. Cada nota emitida, sonó a puñalada en los jóvenes, sin poder darse el último beso que tanto meritaban, que tanto anhelaban después de un día en el Edén.

Con la gola anudada –por Gordias- y con el ardor hostigándola, la chica retiró sus ojos alucinados del insondable Michael, sumergiéndola en esa dimensión ideal, paralela y divina de la cual era supremo embajador. Debía renunciar al hechizo de sus mieles, a la que estaba sujeta cuando la sostenía de las manos. Tenía que concentrar nuevamente coraje, y acudir al vocear del padre. Si descubría que -el muchacho- la había seguido hasta allí con uno de sus caballos, se vería en aprietos, y lo castigaría vaya a saber de qué manera. Entonces, corrió dejándolo clavado -como una estaca en el polvo-, con sus ojazos rebosantes de borrascosas mareas.



Su huida, fue veloz. Apenas si pudo pensar lo que le diría a su tutor, cuando éste le preguntara a dónde estaba. Por lo tanto, buscó en el bolsillo de la sobrefalda, y se cercioró de tener la disculpa que la eximiera de un mal mayor.

Ni bien lo vio, en un intento vano, atenuó el rubor de sus cachetes que viraron a enrojecidos cuando este le inquirió:

-“¿Por dónde andabas, niña? Te estoy reclamando hace rato y tú recién apareces… ¿A dónde estabas...?”-

-“¡Ah… padre! Había ido por unos caramelos que vendía una anciana. Sólo eso…”- Musitó, armando un muro que ocultase su insuficiente control de la situación.

-“Mmmm… Pensé que Hester Sue te había dados algunas golosinas para el viaje… Hubiera jurado que hasta la vi que te las obsequió…”- Le contestó su vigilante procreador, un poco desconfiado y otro poco preocupado por fallos en la memoria.

-“No… No, me dio nada… ¿Cómo lo haría, si a nadie se le dio tiempo de organizar nada…?”- Dijo desafiante, la aspirante a mujer de carácter.

El estrépito discordante del claxon, sonó a gong redentor, dando la hora exacta de la partida en la capital del sur de la nación. Los viajeros, se apiñaron y ascendieron sin más prórroga a los vagones. Y Esmeralda, le puso mojón de inicio a lo que serían los meses más oscuros.

Arrancado la máquina que tiraba del convoy, el horizonte pasó frente a ellos, como en un repaso de vida ante un tribunal celestial apadrinado por el silencio, rubricando perversamente sus almas.

En el ínterin que el tren dejó Jackson, Michael con la derrota sobrecargando sus hombros, emprendió la vuelta al hogar. Cualquier imagen que anteriormente le pareció trazada por la beldad, se filtró a su mente en telar desteñido, sin que el mediodía remachando fogoso, pudiera recuperar la alegría.

Unos metros más en la senda, con los árboles indicando la conocida curva a su lugar de esclavo, alardearon de escudar bajo el fronde a un carro –en sentido contrario al que traía- a un distinguido caballero enfundado sencillamente, ensuciando sus manos al pretender cambiar una rueda rota.

Tras ver eso, atizó a “Blondie” en su andar, y se apersonó al hombre, ofreciéndole ayuda:

-“Permítame señor… Déjeme auxiliarle…”- Expresó desinteresadamente el siervo.

-“¡Oh… gracias, pequeño. Eres muy amable! No estoy muy acostumbrado a que me ocurran estos problemas...”- Reconoció aquel varón de porte esbelto.

Michael, aguantando el peso de la rueda cerca de caer a la grava, quedó impresionado por unos formidables ojos risueños de hondura recóndita, que le evocaron a Evol, el chiquillo jardinero. Asimismo, se asombró mucho que lo tratara con tanta cordialidad siendo un “gringo”. Por esos años, las clases sociales estaban bien identificadas y divididas, contándose con los dedos de una mano, casos excepcionales donde esa línea divisoria se diluía.

El relincho de los dos caballos que jalaban la carreta, lo apercibieron de la urgencia que tendría el buen hombre. Por lo tanto, apuró su labor en conjunto con él, colaborando en la misión.

Luego de unos minutos, la rueda quedó cumplidamente en su eje, a lo que el foráneo burgués le agradeció con notable sinceridad. Y frente un amague de buscar en su morral, la retribución por el socorro que lo quitase del engorro; el esclavo lo detuvo, no dejando que hallase unas monedas en el fondo de la bolsa de cuero:

-“¡No señor, por favor…! Faltaba más…”- Manifestó contumaz, retribuyéndole profundidad a la mirada piadosa del dueño del coche.

-“Pero... has dedicado tu tiempo en ayudarme… ¿Cómo no premiarte por tu solidaridad y destreza?”- Con más tenacidad respondió aquel.

-“No es necesario… ¡Fue realmente un gusto poder haberle sido útil!”- Con sutil dignidad, replicó el adolescente, rematando:

-“Mis padres, lo primero que me enseñaron cuando tuve uso de razón, fue la de hacer las cosas sin esperar nada a cambio. Y lo más importante, realizarlas con entusiasmo”-

El gentilhombre, se pasmó por la magnanimidad que encerraba el jovencito, más aún siendo uno de los tantos pobladores tiranizados. Contestándole con un elogio, ponderó a sus progenitores:

-“¡Tus papás, estarán muy dichosos contigo!”- Significaba sonriendo con particular afabilidad.

-“Espero que sí, caballero…”- Ansió el jovencito, esperando no defraudarlos jamás. Agregando:

-“Y usted… ¿Tiene niños en casa?”- Inquirió interesado.

-“¡¡Sí!! Soy padre de dos chiquillos y de una niñita”- Dijo, encomiado por su paternidad.

-“¡Ellos, deben ser los niños más felices del universo!”- Contestó, dejando de una pieza al oyente.

-“Dios quiera que sí…”- Anhelante, se comprometía con “El que todo lo sabe”.

Después de un diálogo realmente delicioso, el señor de la carreta retornó al asunto en cuestión, que los adentrase en el conocimiento de sus vidas.

-“Bien… entonces te deberé el favor, muchacho… Ojalá que algún día pueda compensarlo… Estoy convencido que volveremos a encontrarnos…”- Con halo a titán del Olimpo, alegró los sensibles oídos de Michael, contándole qué lo traía a la capital de Misisipi:

-“Yo soy sobrino del librero de Jackson… Mi tío está enfermo, y cuidaré de su negocio hasta que él pueda restablecerse… Cuando necesites de mi ayuda, hijo, búscame…”- Remató en su discurso ese hombre con estampa de arcángel y cabellera azabache.

Coronando el encuentro, que aparentaba fortuito, concluyó su natural prosa con unas palabras que regocijaron al esclavo:

-“Y recuerda, Michael… NADA ES IMPOSIBLE… Simplemente CONFÍA…”-

Nada podía añadir el jovenzuelo. Los hechos y las situaciones, eran vertiginosos y despistaban cualquier ensayo de lógica contestación. Ese hidalgo varón, además de generoso, se preciaba de conocer su nombre y personalidad.

Respetando los enigmáticos incidentes que acaecían, el grácil novato se sentó en el lomo de la estilosa potranca, junto con el pariente del bibliotecario acomodándose en el artesanal sitial de su humilde vehículo. Los dos, reclinaron sus cabezas venerando hospitalidad, y se disiparon en los puntos cardinales correspondientes.

Muy distante de esa coincidencia, y pasadas larguísimas horas arriba de las vías, en las distintas escalas y estaciones, Esmeralda veía cómo tropeles de personas se incrementaban con cada milla recorrida. Subían, bajaban, se trasladaban, hablaban… y ella allí, como un espíritu espectral y errante mirando pasar la savia enérgica que los congregaba. Muda de estímulos, e impedida de sentir la voz de aquel que se volvió -en un instante- principio y fin, con un ruiseñor en su garganta entonándole -muy de cerquita- notas musicales componiendo inéditos ecos que la enternecieron en el adiós, unió la kilométrica lontananza olvidando la campiña, y recibió la oleada citadina que la arrimaba a los anocheceres y al final del trayecto.

El sueño se agolpaba en los turistas, adormeciéndolos en el cansancio, y “Piedrecita” se consumaba en vigía insomne, alimentándose de utopías resquebrajadas, procurando juntarlas después de deshechas. Solamente le quedaba en la boca, el aroma de los labios del chico amado, del beso que había sido y del beso que no fue, y de su imagen respaldándola adonde fuese.



La madrugada llegó –en dos ocasiones-, mostrando el día y los prístinos matices de colores que vería a partir de entonces. Con la iracunda locomotora, deteniéndose lentamente, se despertó el resto del pasaje.

Al “Buenos días” de su madre y con un “Llegamos” de su papá, como toque de diana, se encumbró en guerrera esquiva y sin escudo, ante un dragón poderoso que abría su ciclópea boca, exhibiendo dientes en formato de construcciones elevadas que parecían venirse encima, mientras una correntada fría de aire, le desmadró -rebelde- su acampanada vestidura tras descender de la formación.

“¡Que no se vean tus enaguas, hija!” fue lo segundo que escuchó de Georgia, apoyando la mano en el ruedo bamboleándose al son de la “Ciudad de los Vientos”, según designaban a Chicago.

El apellido Dickens, emergía en un cartel -escrito de puño y letra-, sostenido por un cochero. Era el asistente de los rectores del colegio de Esmeralda.

La amilanada excursionista accidental, era bombardeada por un lugar muy distinto a su Jackson natal. En un tris, percibió en las entrañas la vacuidad del desarraigo. Una especie de sentimiento impersonal, la trituraba en lo más escondido de su ser, concordando con el rústico y serpenteado itinerario desenlazándose en los pórticos escolares, de los cuales surgían terribles eucaliptus, constituidos en cancerberos infernales, ofreciéndole la bienvenida a casi un alcázar medieval.

La madre, leyendo en el interlineado del ánimo vagabundo de su sucesora, concitó lucidez y le demandó firmeza a su desinflada figura:

-“¡Querida mía, quiero que tengas la piedra que condecora tu nombre!”- Desprendiendo el colgante platinado, que oscilaba en su cuello.

-“¡Pero mamá… No…! Ese es el regalo del abuelo, y es el símbolo del pacto entre tú y tía Luisiana”- Negándose a que su defensora se quitara ese pedacito de historia.

-“¡Por Dios, mi niña… Esta gema te protegerá de los males y de la soledad… En ella, las dos te acompañaremos...!”- Decía la señora, colgando la joya en el discreto escote de su vida.

Cuando lo prendió, le anticipó que un orfebre alargó con eslabones la cadena, para llevarlo sin que nadie le viera bajo el corsé. No eran tiempos de hacer alardes de riqueza, más si en ese colegio presumía de emblemática austeridad.

Esmeralda, contuvo con pasión el préstamo de su madre, sin soltarlo al bajar del coche. No cabía soslayar la entrega de esa reliquia mágica, menos aún si su mirar y su espíritu, quedaban condenados a los singulares ojos saltones de varias gárgolas de mármol -en lo más alto de las torres del colegio-fortaleza- con aureolas de una espesa niebla intimidante. El sitio, era más rayano a una escuela de brujas -por lo tenebroso de la fachada- que a un liceo donde se educaba a señoritas adineradas.

Ella retrocedió, ni bien se abrió el crujiente madero de la cancela de entrada, clavando sus uñas en la mano de su mamá, entibiando la suya al sudar hielo.

La risa amigable de la portera, le devolvió una pasajera tranquilidad, que junto al asistente de dirección, les señaló el despacho de los conductores del instituto, esperándolos para recibirlos.

Con rapidez, estuvieron frente a ellos. Agradables damas y caballeros -descendientes de nobles europeos-, la acogieron con sonrisas y cumplidos.



La péndola del reloj de pie de la conserjería contigua, dio el toque... La joven, debía ir a su nueva habitación, y al salón de clases posteriormente.

Un variopinto de muchachas retornaban de sus vacaciones, y otras tantas –como ella- se presentaban en principiantes.

Su madre y padre, saludaron –primero- a quienes con abrigo la admitieron en la selecta membrecía, y después abrazaron a su hija con lágrimas que encontraron cauce sin escollos.

La puerta se cerró detrás de ellos, al igual que se clausuró el pasado de la niña enamorada. Insuflando oxígeno, con toda su persona encerrada en las valijas y con la piedra preciosa escondida entre sus pechos, se acorazó de valentía directo al dormitorio designado.

Al arribo, dos compañeras ordenaban sus bártulos en la ropería. Trasponiendo el dintel de la pequeña y delicada celda, la picardía de Marishka encontró sus ojos; y el tintineante trino de Paulette, la halló con un gracioso: “¡¡Hola amiga!!”.

Enseguida, las tres congeniaron. Simplemente bastaron unos minutos, y una existencia pasó entre la trilogía de adolescentes, como lo hace una caudalosa vertiente a través de una cañada natural en la montaña.

Las clases comenzaron en breve, y los meses traspasaron la barrera del tiempo en un santiamén. Esmeralda, se aclimató al entorno con mucha dificultad, pudiendo superar la etapa de adaptación. Sus calificaciones, y la de sus amigas, la destacaba del resto de la comunidad de alumnas con las que gozaba de simpatía. Excepto por algunas… esas que nunca faltan, y que les gusta hacerse notar por su particular forma de ser, en procura de diferenciarse, contraviniendo al prójimo con actitudes antipáticas y odiosas...

Muchas horas de estudio, exploraciones de campo, y alguna que otra visita a la cosmopolita Chicago, las aliaba cada vez más. Aunque las mozuelas, compinches hasta la médula, esperaban a los recreos, a las comidas y -en especial- a las noches, para conversar de sus tierras de origen, además de charlar –por supuesto- de intereses de chicas.

Marishka, osaba de tener la personalidad más atrevida. Su cabellera bien rojiza, la colocaba en la apariencia de una dulce vampiresa, romántica y soñadora. Hermosa como hada de una órbita fascinante, conquistaba con una voz convincente, aflorada de su sabiduría y de sus lecciones bien aprendidas. Hablaba mucho de muchachos a los que ansiaba conocer, fantaseando con enamorarse de un gallardo bucanero, que la llevara a una desierta isla de ilusiones.

Paulette, en contraste con la anterior, era tímida, tierna y de ojos vergonzosos y huidizos al escuchar los diálogos sobre chicos que emprendía la pasional camarada de cuarto. Aunque, en el fondo de su ternura, anhelaba desposarse con un príncipe encantado que la hiciera alteza de los anocheceres.

Bella y rozagante, se encuadraba en una escultura de porcelana que debía haber escapado -por descuido- de un escaparate de joyería. Su cabello, caía en demarcados bucles negros, con los que jugueteaba enrollándolos en su dedo índice, entusiasmada -solapadamente- cuando Marishka le mostraba algunas páginas del “libro prohibido”… Libro al que apenas podía contenerlo con las manos, del tamaño y peso que tenía, mientras la introvertida amiga oteaba con más vehemencia, tratando de entender dónde comenzaba y dónde terminaba lo que veía con incredulidad...

El impecable y antiquísimo manual, detentaba en sus coloridas hojas, miles de dibujos insolentes y explicaciones audaces de métodos amatorios, en un idioma ilegible escrito con jeroglíficos de hormigas.

“Piedrecita”, simulando desinterés, se acercaba de a centímetros –y con exceso de precaución- a deducir lo que -en letras repujadas- titulaba la contratapa de la obra. Entretanto, la resuelta muchachita de cabello fueguino, contaba con descuello que -su padre- era un estudioso traductor de idiomas antiguos, y que ese era uno de los tantos escritos, llegados a su hogar en un gran cargamento, para ser traducidos cuando el señor volviese de una expedición por Centroamérica. Con la curiosidad que la caracterizaba, se había hecho de él, sin que nadie lo supiese.

Así pasaban las semanas en la escuela de Illinois. Y así, sucedían las temporadas de Esmeralda en ese ambiente grato. Pero, la añoranza mellaba su espíritu alegre de siempre, a pesar de estar flanqueada por el cariño fraterno de las otras dos jóvenes.

Durante las noches, lloraba acurrucada con su Blossom, y con el discretísimo silencio de sus hermanas elegidas. Sin embargo, el dolor se hizo tan ostensible que le preguntaron el motivo de su llanto nocturno, y de sus alocuciones en la aurora clamando por un tal Michael.

Ella, en ese aspecto, era muy reservada. Quería proteger aquel Amor al que –quizás- nadie entendería. No obstante, dejó entrever el sentimiento amoroso que la encendía.

Sus compañeras de ruta, la estimularon a que dejara de sufrir y pensara en él, como si nunca lo hubiera abandonado, aseverando que -en breve- lo vería. No habría guerra cruel, ni oposición suficiente que entorpeciera el romance.

Luego de compartir el corazón con sus socias de ideales, las tres reposaron bajo los guardianes destellos del jazmín traído. Una flor colmada de indescifrable esplendor, que no se marchitaba, y que reverdecía si la muchacha hacía rodar una lágrima en sus pétalos.

Cada fin de semana, tanto Paulette como Marishka, regresaban a sus casas, ya que residían en poblaciones más cercanas al pensionado escolar. En cambio, la linda chica del sud permanecía durante larguísimos sábados y domingos eternos, sumergida en tristeza y estudios, con la imagen de su amado creciendo desmesuradamente en la memoria.

Llegados los lunes, representaba briosas sonrisas dedicada a sus amigas. Después de todo, las amaba demasiado como para afligirlas con su nostalgia de Jackson y del terrateniente de sus ideales.

Uno de los tantos aburridos lunes en el castillo educativo, Paulette trajo consigo una novedad de algo que había contemplado en la noche sabatina. No se animaba a narrarles qué era específicamente lo que la tenía con sus pupilas admiradas y dilatadas. Decía que juntaría fuerzas en la jornada, y les contaría después de la cena, a solas en el cuarto. Marishka y Esmeralda, la arrinconaron con un incesante cuestionario, que no acababa de contestar cuando otra pregunta salía como lanza, examinando sus respuestas a medias:

-“¿¿Has visto un fantasma...??”- Asustada, tanteaba Esmeralda.

-“¿¿Que te tiene tan traumada…??”- Remataba Marishka.

-“No he visto ningún espectro, ni tampoco estoy traumada… Estoy… estoy perturbada e impresionada…”- Dejando la habitación en veloz correteo, respondiéndole a ellas y al campanario que las instaba a ir al aula.

-“…perturbada e impresionada, ajaaa… pero… ¿bien o mal…?”- La apuró desde atrás, la que en segundo lugar interrogaba, subiéndose levemente la falda que facilitase sus pasos.

Con un beso al jazmín y un mimo a Blossom, la terneza de Esmeralda, dejó los aposentos en comunión a la carrera de las chicas en trayectoria con los maestros, arengando:

-“¡Espérenme niñas, por favor…! ¡¡¡Cuéntanos, Paulette!! ¡¡No nos dejes con estas dudas...!!!”-

La bedel, encargada de controlar al pupilaje, golpeó inflexible el puntero contra el piso, intimándolas a mantener el orden y a no deambular haciendo ruidos y hablando a los gritos, gracias a la acusación de Chantal, una de las muchachas insufribles que se la pasaba buscando a quién molestar. Claro que -la celadora- fue más dura en el reto con Marishka, que dejó ver sus tobillos al elevar unos milímetros el puntilloso delantal del uniforme al correr. Esos, no eran modales de una futura y recatada dama de abolengo, conforme pregonaban las disposiciones del colegio.

Ya apercibidas, el trío entró a la clase de historia americana, justo cuando se reescribía en los campos de batalla, en el territorio patrio.

Las incontables horas y las asignaturas de aquel día, fueron las más complicadas de llevar. Descontaban los minutos, esperando a que se hiciere la hora de la litúrgica charla de colegas entrañables. Quizá, si salteaban el postre de la cena, gozarían de más tiempo para escuchar lo que Paulette les necesitaba describir, amén de arrumbar agallas en el transcurso de lo que aluzara el Sol.

Gracias al Cielo, arribó la comida –contigua a la Luna- de una jornada muy atareada. Después de la misma, la escuadra de estudiantes, se internó en los cuartos. Con los camisones colocados, las chicas encendieron otra de las velas que tenían en la lámpara de trasnoche, y se prepararon a escuchar –con mucha disposición- lo que una contaría a continuación...

Unas cuarenta y ocho horas antes, en la morada con sus padres, ya lista al reposo, Paulette creyó escuchar voces extrañas. Temió, pensando que un ladrón había infringido alguno de los tantos ventanales. Por lo tanto, decidió investigar por su cuenta –sacando fuerzas de flaqueza- qué era lo que estaba pasando. Caminó varios metros. Aquellos cuchicheos, se parangonaban a risillas intermitentes y ronroneos, y no a una plática o una simple discusión. También, notó que provenían de la cocina, muy próxima donde estaba el pequeño cuarto de la mucama.

Se deslizó con mucho celo e inquietud, reparando en un “no sé qué” cargando la atmósfera de sordidez; y de un olor a mordacidad, excitante y desconocido, que enajenó su juvenil respiración. Nunca había olido nada igual...

Alcanzada la tenue luminosidad, que se reducía por la puerta entornada, en la cual se cocinaban los alimentos y -al parecer- las pasiones… vio azorada como la menuda sierva de las lejanas tierras de los Alpes franceses, recostada de espaldas encima de la mesada de trabajo, era blanco de infernales besos en inasequibles y diversos sectores de su figura corporal, arqueandose convulsa. Uno de los carteros de la ciudad, que a menudo traía la correspondencia a la familia, le otorgaba las indecibles e imprudentes caricias.



Paulette dibujaba cada palabra emitida, como si reiterase mentalmente la escena que -con maestría- mostraba a sus amigas, llevándolas a una travesía por los arriesgados acantilados de lo sensual. Ella, parapetada en su congénita inocencia, se erigía como educadora de un arte -por ahora- conocido únicamente en el libro de Marishka.

Las vivaces aprendices, se amucharon apretadas a su lado, tratando de escuchar lo que en términos más moderados les explicó, queriendo ser solamente ellas las únicas oyentes. Si la monitora se enteraba, de seguro las pondría en penitencia.

Las tres, suponían de besos en las manos, frente y boca por las romazas que a menudo leían. Pero de toqueteos e intromisiones con los labios más abajo del cuello, les resultaba fruto de una ficción alucinante.

Como el viejo lobo de mar cuenta a sus grumetes, cronología de correrías, Paulette las acercó al momento en el que también detuvieron los latidos, al decirles lo que vio en el segundo preciso:

-“El recadero, jadeaba... Y ella, suspiraba… Posteriormente, cuando todo parecía concluir, él se alineó... Había estado sobre ella, encimado en sus pechos al aire, durante un buen rato… Antes, había bajado el escote de su vestidillo y subido la falda... prácticamente le deshilachó las bombachas que abrigaban los muslos de la manceba… Poco después... bajó sus propios tiradores con torpeza, tal y como si estuviera muuuy apurado… desprendió sus pantalones, que por cierto se veían demasiado abultados, ahí donde los botoncillos y el género se tensaban a punto de reventar… Y... de entre sus lienzos, extrajo… sacó… ¡¡¡Imagínense…!!! Ya saben… ¡¡Eso…!!”- Cortando su exposición bruscamente, incitando a que alguna de las seguidoras dijera el vocablo atascado en sus dientes.

-“¿¿”Su” qué…?? ¡¡Diloooo…!! ¿Acaso es lo que pensamos…?”- Decían alternándose, Marishka y Esmeralda.

-“Si, si… su… su… ¡¡miembro…!!”- Soltó, nombrando lo “innombrable”, tapando con las manos un rostro totalmente ruborizado.

-“¿¿Si??... ¡¡Vamos amiga, por favor, continúa diciéndonos...!!”- Estimulaban al unísono, las que ahora resollaban agitadas.

-“Bueno… seguiré… pero estoy algo sofocada…”- Eximiéndose de culpas, se apantallaba con los dedos.

-“¡¡¡Prosigue Paulette!!!”- Demandaba con vigor e imposición, la modosa Esmeralda.

-“Bien, bien… lo haré… Entonces, el muchacho tomó con la diestra su… su… “aquello”… que se mantenía levantado como si un cordel invisible lo soportase, y… ¡¡¡Ayyyy, Dios… me cuesta decirlo…!!! Lo introdujo brutalmente en medio de las piernas de la mucama… por ahí… en sus partes pudendas… en su “conejito”... Y ella, y ella… dio un gritillo de dolor…”- Siguió narrando sublimada, la mansa Paulette.

Las dos chicas, que escuchaban atontadas, apenas balbucearon. Necesitaban urgente preguntarle más detalles. Querrían haber asimilado algunas de las instrucciones de aquel libro obsceno, que ya conocían de punta a punta, de la “A” a la “Z”. De haberlo hecho, en una de esas, entenderían mucho mejor lo que la adolescente contaba.

-“¡¡Jamás imaginé que “aquello” tan voluminoso, pudiera permanecer tan… tan…erguido, y todavía menos que pudiese entrar en ese rincón tan diminuto…!! Aunque… Humm… Tal vez… lo que de ella fluía, debe haber facilitado la “labor” del joven… ”- Extática persistía.

-“¿¿Cómo…?? ¿¿Qué cosa…??”- Recalcaron las otras dos, demandando a su interlocutora desmenuzar particularidades.

-“¡¡¡Ayyy, niñas… no lo sé…!!! Es que la sierva, tenía su “privacidad” embebida por una especie de… no sé… a ver si me puedo dar a entender… en un tipo de almíbar copioso que la embadurnaba…”-

-“¡¡¡Aaah... a eso no lo vimos en los dibujos que hemos mirado tanto... ¿verdad?!!!”- Preguntó Marishka desilusionada , cavilando acerca de lo atendido con fervor.

Pasado el estupor de las presentes, lo atinente fue decir, cortando -un poco- el clima que evidenciaba la celda y sus integrantes:

-“¿Viste, querida? De no haber sido por mí, y por las pinturas del compendio, no estaríamos informadas de nada sobre esto que nos dices…”- Una satisfecha fémina, manifestó convencida. Continuando:

-“Y eso que tú, cuando te mostraba esas imágenes, no querías verlas… ¡Mírate ahora…! Como has cambiado Paulette…”- Riendo despaciosamente, enumeraba.

-“¿Y qué más pudiste ver?... ¡¡Uuuyy, realmente que arrojo el tuyo, andar a hurtadillas en la noche y descubrir tal cosa...!! ¡¡Sinceramente, te admiro!!”- Proseguía con sus preguntas y encomios, más calma, la chica de azafranados cabellos.

Con prontitud, advirtieron que Esmeralda se replegó. Su rostro, se transmutó a un pálido evidente, salvo por la llama de la candela –extinguiéndose- al colorearle los pómulos.

Las compañeras le hablaban, intentando que volviera en sí, observando como un recuerdo les quitaba a su hermana escogida. Ella, había retornado a esa imagen de Michael en el arroyo, hacía demasiado tiempo atrás, enfocándose en el centro donde confluían sus muslos, y a la consecuencia de lo que hoy pensaba era la excitación de un hombre con una mujer.

Se halló rara, muy rara. Una mezcla de revelación de tabúes, melancolía abrumadora, y una sensación que se trasladó rapidísimo a su cuerpo, encrespándolo por completo. Su piel, surgía fría cuando se frotó los brazos queriendo templarse; y se hizo ardiente, cuando estiró el cuello ceñido de su ropa de dormir. Se estaba ahogando de calor.

-“¿Qué te ocurre...? ¿Te sientes mal...?”- Cuestionaron asustadas, las camaradas de estudios.

-“¡¡No, no…!! Estoy bien, no me pasa nada… Es que estoy emocionada por lo que cuenta ella...”- Dirigiéndose, a una y después a la otra.

-“Emocionada, pero… ¿Para bien o para mal?”- Repreguntó Marishka, encontrándose con el silencio de “Piedrecita”.

Ya habían pasado unos cuantos minutos de la medianoche, acompañada de los sonidos cantores en las afueras del colegio. Sin embargo, en lo mejor del cenáculo improvisado, la puerta se abrió de golpe. Era la señora bedel, con el semblante enfurecido por lo que había oído de la conversación.

-“Me lo imaginaba… Y ya me lo habían avisado… ¡Muy bien… quien lo hizo, no se equivocó…! Veo que las señoritas han estado hablando de temas indebidos… ¡¡Mañana mismo las quiero, antes que canten los gallos, en la oficina de los rectores!!”- Se relamía disfrutando del sobresalto provocado.

Del otro lado del muro, permanecían riendo como hienas cebadas, Chantal y sus adeptas. Siempre expectante del mínimo desliz, para caerles encima con el peso de la impostura.

De inmediato, se las obligó a dos de las jóvenes desenmascaradas, dejar la habitación. De ahí en más, dormirían en lugares separados.

Durante los trámites de llevarse algunos enseres necesarios, quedaron nuevamente a solas. Paulette, la que a la vista de todos era la más cohibida, guardó el libro censurado de la otra, protegiéndolo. Y antes que regresara la guardia, como colofón de una noche emocionante, terminó por relatarle algo más de lo que observó en el fin de semana.

-“Me quedó una cosa más por decirles, chicas…”- Murmuró en tono mínimo.

-“¿¿Qué será...??”- Interrogó Esmeralda, recuperándose del complicado trance por el que transitaban.

-“Lo voy a decir… Más no me hagan preguntas que no podré responder… ¿Si?- Pidió requiriendo Paulette, espiando que nadie estuviese cerca del dormitorio.

-“… en la siesta dominical, regresó el muchacho mensajero y… ¡¡¡lo volvieron a hacer…!!! Eso sí… en otra postura… Sólo que esta vez… esta… vez… ¡¡¡utilizaron mantequilla…!!!”- Formuló y se apresuró a salir, exactamente al asomar las gruesas gafas de la odiosa autoridad, lista para escoltar a las amigas de Esmeralda a otra ala de la institución.

La perplejidad y los entrecejos fruncidos de malestar, doblegaron a las chicas. Miedo, por la impotencia de ser alejadas, y por ese aditamento novedoso dicho por la dócil Paulette.

Ahora separadas, no podrían reconfortarse cuando tuvieran alguna pena o curiosidad durante el alba. Esmeralda, una vez más se encontraba desolada.

Ovillada por los acontecimientos, colocó a su muñequita próxima en la almohada, y con las notas florales del jazmín, se conectó en sueños con su “Ciervito de chocolate”, que retozando en un sembradío, hizo germinar estrellas de rocas cristalinas.

En la mañana, y como si lo anterior hubiera sido poco, tras el correctivo ejemplar a las que se vieron sometidas; el Sr. Brighton Dickens, apareció en la institución por producto y desgracia del azar, enterándose de las últimos sucesos de su hija. De nuevo, su fortuna era decidida en cuestión de minutos. Estaba señalada para deambular a otro sitio fuera de allí en las tardes y en las noches. Su padre, la pondría al cuidado de la señora Corine, una prima de él.

Su inocente e impoluta niña, estaría entre algodones, igual como se cuidan las gemas, sin corromperlas ni ensuciarlas. La compañía de chiquillas coquetas, no contrariaría sus preceptos conservadores así nada más. No permitiría que la venda delante de sus ojos, decayera tan fácilmente, hasta que él diera el visto bueno con algún candidato elegido para casarla a su debido tiempo. Ella, no conocería de antemano el auténtico rostro de la lujuria...

CONTINUARÁ…

Star InLove




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