Capítulo 7



“Misterio en la trasnoche”

Pasadas las primeras horas posteriores al castigo de las tres adolescentes, y después de una noche de lunes con revelaciones inquietantes y sugerentes; las muchachas, definitivamente quedaron atrapadas en el relato surrealista de Paulette -peripecias mediante- tras descubrir a la mucama y a su prometido haciendo el amor en plena cocina mientras todos descansaban.

Lo que duró la jornada escolar, los murmullos de las demás estudiantes fueron estridentes. Las miradas acusatorias, indicándolas como las peores del mundo, las estigmatizaba. Términos que iban de indecorosas a libertinas, las etiquetaban con cada baldosa pisada. Muchas le dieron la espalda, como si la simple presencia de las “descaradas” jovencitas, fuera sinónimo de contagio de indecencia. Algunas de las que se escandalizaban, inculpándolas con desprecio, estaban desesperadas –aunque no lo demostrasen- por saber más de las menudencias del caso en cuestión.

Por suerte, también había otras que pensaban similar a ellas, conformando una vertiente no tan conservadora. Con sonrisas encubiertas, le demostraban complicidad y lealtad. Eso, las ayudó a sentirse respaldadas, y a superar el acidulado momento de desventura juvenil.



Luego del almuerzo, el último compartido entre las amigas en el internado, el Sr. Dickens vendría por su hija y la llevaría a lo de la Sra. Corine Cristel, una prima del caballero a la cual no veía desde hacía varios años, pero con la que mantenía una somera relación a través de misivas. Él, pensaba que era una mujer mundana y frívola. No representaba “peligro” alguno para su inmaculada hija. De ahí que decidiese inesperadamente, sin la opinión de nadie, ponerla a su cuidado hasta el día que se graduara.

Una vez informado de la “irreverencia” de Esmeralda, se contactó -a la brevedad- para que la admitiera en su petit mansión a media hora de la escuela de señoritas. No regresaría con su hija a Jackson, ni la estudiante perdería las clases.

A pocos minutos de arribar -el padre- al establecimiento educativo, ella y sus dos amigas –Paulette y Marishka- que la ayudaban a rearmar el equipaje, fueron emboscadas por la inaguantable Chantal y sus acólitas. La taimada tríada de consentidas, intentaría asustar a la sureña con una despedida poco común, generando un terrible resquemor a esa pariente casi desconocida. La tropelía, sería cometida en coautoría con la detestable celadora, que les toleraba ese tipo de jugarretas.



En el cuarto, donde había pasado la noche Esmeralda –en soledad-, y en tanto cerraba una de las maletas, aguardando el instante de saludar a sus queridísimas aliadas hasta el otro día, hizo su repentina y brusca aparición la maldad bajo forma humana, atemorizando y humillando a la futura “deportada”, diciendo:

-“¡¡¡Ayyy, señorita Dickens, no sabes cuánto lamentamos que debas irte por tantas horas diarias a lo de la señora Cristel…!!! ¡Pobre de ti que eres tan inocente…! No tienes idea a dónde irás a parar por tu desvergüenza…”- Se acercó espantando a la chica, que apoyándose en sus fraternas compinches, se animó a encararla.

-“¿De qué hablas, Chantal...? Tú y tus rarezas, siempre arrojando la piedra y luego escondiendo la mano, pasando de inofensiva… ¿Qué quieres? ¿Acaso no estás conforme con lo que conseguiste?”- Remató una valerosa “Piedrecita”, no guardando nada de lo que creía acerca del accionar de su retadora.

-“¿De qué hablo me preguntas…? ¡¡Estoy compadeciéndome por tu fortuna inmediata... ¿y me tratas así…?!!”- Fingiendo pesar por sentirse agraviada en sus falsas buenas intenciones, desfigurando su rostro con feroz indolencia, prosiguiendo con una andanada de palabras –bien engarzadas- a la sarta hiriente de maligna ave agorera.

-“Sí… ¿A qué te refieres cuando dices: no tienes idea adónde irás a parar por tu desvergüenza…?”- Así cobró entereza, aquella chica de antaño, débil ante alguna afrenta.

-“Por supuesto que sí… ¡¡Eres una sinvergüenza y una descocada…!! Mira que andar parloteando de cosillas que sólo atañen a vida matrimonial… y no a situaciones vulgares de la servidumbre de tu ex compañerita de litera… ”- Imputaba, como una sanguinaria fiscal forjada por Torquemada en el apogeo de la antiquísima Inquisición, destilando –aún- oscurantismo en el Siglo XIX.

-“¿Qué puede tener de malo hablar de amor, a ver…? Lo más probable que tú y tus amigas… conversen de esto… nomás que no lo admitirán en la vida... No me vayan a decir que ustedes no sienten curiosidad por aquello…”- Proclamó Esmeralda, incitando a las camaradas de su desafiante a que aceptaran que eran como las demás.

Chantal, tenía la habilidad de conquistar personalidades manipulables. Las hacía sentirse superiores al prójimo, pero muy por debajo de ella, aclamándose ni más ni menos que en “alma mater” regente de las chicas populares, ungiéndolas en simples cortesanas adulonas que engrandecían su maña por la “venta de humo”.

La dupla ladera de la niña Dickens, se asombró por el inusitado arrojo que la alimentaba, protagonizando con nobleza el pensamiento mayoritario en la mínima celda, empequeñecida frente a la exigencia –ecuánime- por el leonino castigo sufrido. La otra, observaba cómo su poderío era debilitado, consumiéndose ante la arenga veraz de su rival.

Enseguida, afiló el puñal verbal con el que doblegó a su oponente aplastándola, queriendo adjudicarse la última opinión:

-“… veo que no tiene sentido apiadarme de tu destino en casa de tu tía, prima o lo que fuere… ¿Te gustaría saber cómo le dicen en Chicago? ¿Tienes idea cómo es conocida la tan célebre señora Cristel?... Te lo diré… a ver de qué manera le harás honor a esta verdad…” Seguía y seguía, regurgitando términos lacerantes, mientras se regocijaba con cinismo:

-“Ella, es muy famosa por su mote… Ella es… la reputada “Viuda Negra”… Si… así como lo oyes… ¡¡Y no pongas esa cara…!! La “Gran Señora”, es como la araña que asesina a su compañero después de… ya sabes… después del apareo… Tú me entiendes, ya que ahora conoces tan bien de estos aspectos… ”- Concluía con parte del argumento, cimentando porfiadamente lo que todavía faltaba de su falaz diatriba.

-“¡Por favor Chantal, no digas bobadas! ¿¿Viuda Negra...?? ¡¡Deja de guiarte por chismes baratos de tertulias aburridas!!”– Defendió a la pariente aún sin conocerla, riendo tenuemente con tenacidad, neutralizando apenas la socarrona sonrisa en el precioso -pero fastidioso- rostro de su contrincante.

-“¡¡¡Aaah!!! ¿No me crees, eh???... Allá tú… Entonces, averigua en qué circunstancias enviudó dos veces, y luego nos cuentas, ¿sí?… Con lo asustadiza que eres… si hasta le temes a las manchas de humedad en los muros, creyendo que son fantasmas escondidos... En el fondo eres una “nenita de mamá” que duerme con una tonta muñeca de trapo… ¡Aaah, pero eso sí…: la señorita Esmeralda Dickens, ya usa corsé debajo de sus vestidillos ingenuos y es una gran sabionda de impudicias…! ¿¿Crees que eso te eximirá de la real penitencia de vivir con esa mujer espantosa??”-

-“¿¿Qué...?? ¿¿Qué quieres decir...?? ¿¿Que ella mató a sus esposos...??”- Fue lo que en principio rescató de la frase de la pendenciera alumna de Chicago. Después salvaguardó -a capa y espada- a Blosson, el regalo entrañable de Michael.



-“Y ella, no es ninguna muñeca tonta, es parte de mi infancia que aún conservo en la adolescencia… ¿Acaso eso está mal?”- Insistía con más preguntas, intentando ocultar el derrumbe que sentía dentro de su persona, la muchachita Dickens.

-“Bien… quizás hasta te encuentres en tu salsa a su lado después de todo… Ya que a ti te encantan esas cosas de parejas, por lo visto… Aquella, te aleccionará en menesteres inmorales… ¡Humm, dicen que la “Viuda Negra de Illinois”, no se cansa de recibir amantes durante las noches…!! Entonces… ¡¡veremos en qué te conviertes, niñita…!!”- Definitiva, acababa con una de sus diarias maldades.

Luego de eso, la intratable Chantal, con un seco chasquido de dedos, alertó a sus secuaces a abandonar juntas –y bajo sus órdenes- el cuarto devenido en sala de torturas.



El silencio, inmovilizó a Paulette y Marishka, en tanto Esmeralda rezongaba respecto de los punzantes comentarios de la que se había retirado. Ese mismo silencio, la forzó a girar hacia ellas, comprobando que sus amigas permanecían en el lugar, empalidecidas y con los ojos saliendo de sus órbitas al oír lo que oyeron. Sus expresiones, al borde del estupor y la exasperación, trataban de enmascarar los propios temores para no proyectarlos sobre “Piedrecita”.

-“¿Qué les pasa, chicas? No creerán las patrañas dicha por esa, ¿no?”- Preguntó, decantando sus nervios sulfurados a medida que se tranquilizaba.

-“¡¡No…!! Bueno… No sé…”- Apenas musitó Marishka, resguardando una posible terrible verdad, y continuó con un endeble descargo sobre la señora Corine:

-“No, no… lo de matar a sus esposos así… matar por matar, no creo… Aunque alguna vez escuche a mi hermano, y a unos amigos suyos, hablar al respecto… En realidad, desconozco si es real lo que decían… algo bastante parecido a lo que dijo Chantal…”- Indicando la puerta, por donde se escurrió a poco de haber desperdigado veneno.

-“¿Qué dijo, él...? ¡Ayy por favor, dilo amiga, conmigo no tengas reparos! Prefiero anticiparme antes que llevarme una sorpresa…”- Estimulaba Esmeralda, prestando oídos a su hermana del alma, próxima a Paulette igualmente interesada y taciturna.

-“Mi hermano dijo que -sus maridos- habían sucumbido cumpliendo los deberes maritales… ¡Imagínate …! Además, agregó que después de quedar viuda por última vez, hace años ya… si uno pasa por la fachada de su caserón, bien entrada la noche, retumban gemidos cerca de la alcoba principal… Él mismo los ha sentido cuando regresa tarde del trabajo. Al parecer, ella recibe allí a sus enamorados…”- Contaba Marishka, construyendo -con lógica- el pretexto de la probable certeza:

-“Sinceramente, la señora es libre y puede hacer lo que quiera en su hogar… Es su vida, ¿no?... A nadie le debería incumbir lo que haga, ¿verdad?”-

Al son de la unanimidad, tanto Paulette como Esmeralda, asintieron con espontaneidad a lo expresado por la pertinente intervención de la pelirroja colega de estudios, que nunca fallaba en sus inteligentes apreciaciones.

-“¡Por supuesto…! ¡Claro que si…! De todas maneras, estaré atenta y llegaré a la verdad de esto…”- Convencida, habló la adolescente del condado del Sur Profundo, con hambre de justicia.

Unos momento más, y el cercano y sonoro bullicio de las herraduras del carruaje trayendo a su padre, se detuvo en la entrada del torreón educativo. Seguidamente, la portera avisó a Esmeralda que -el Sr. Dickens- la aguardaba para llevársela.

Su donosura, se despidió con ojos aguados y fuertes abrazos de sus incondicionales que, con exigidas sonrisas, le auguraron una buena estadía en la aglomerada ciudad, alentándola que -al día siguiente- volverían a estar juntas en las aulas, como de costumbre. Ahora que se iba, sería más complicado estudiar en las horas del crepúsculo, en las que a menudo –cuando se distraían- era Esmeralda la que las reprendía graciosamente, perdiéndose posteriormente en un arcoíris imaginario, pensando qué estaría haciendo su “Ciervito de chocolate”.

En el vestíbulo, el progenitor la esperaba mirando –de a ratos- su antediluviano reloj de bolsillo, esbozando su mejor mal genio, enmarcando con seriedad una travesura adolescente, que quizá él había cometido cuando jovencito.



Un gruñido, fue el saludo para Esmeralda, que con la mirada y la guardia baja se encaminó a saludarle. Rápidamente, el hombre la apercibió apurándole el andar, refunfuñando contra su consabida lentitud al caminar, fantaseando con ser Lady Marian, recolectando orquídeas en algún bosque de Nottingham, esperando a su guapo y encantador Robin Hood, rodeados de opalescentes ninfas mágicas que, nacidas de la arboleda, complacían sus antojos. Él, pronto debía volver a la estación de trenes de regreso a Jackson. No estaba de humor para esas niñadas, y no esperaría a que su unigénita se descolgara de la nubecilla flotante de azúcar que la ensimismaba.

En el carro, rumbo a la calle donde residía Corine, la muchacha aprovechó el viaje y le preguntó por su madre, por la abuela Claire, por Hester Sue y por ambos abuelos, evitando indagar sobre Michael, tratando de demostrar desinterés por el chico. A pesar del tiempo sucedido en la lejanía del colegio, seguía protegiéndolo de los enfados del señor Brighton, que en cuentagotas le delineaba un panorama “normal” de la vida en “El Dorado”. Su partida, había llevado calma a los integrantes de la finca.

Dickens, no finalizaba de mezclar sucesos triviales del comercio del algodón, con los preponderantes avatares de los soldados luchando en la Guerra de Secesión, mixturando –con brillantez- a los reproches por su mala conducta, cuando el cochero estancó los caballos enfrente de la próxima parada de Esmeralda...

A continuación bajaron, y subieron por una escalerilla que los allegó a la elegante puerta de la vivienda de la señora. La niña, se sentía una rea directo al patíbulo a recorrer su calvario.

Aún no habían golpeado –anunciándose-, que un estirado y desabrido sirviente -con rostro de poker- abrió con sus intactos guantes, ambas hojas de la cancilla, dándoles la bienvenida y señalando la interminable alfombra roja, comprometiéndolos a marchar hasta que la dama Cristel hiciera entrada triunfal en la vida de la mortificada doncella:

-“Muy buenos días, señor y señorita Dickens… Yo soy Paddy Westinghouse… Pueden llamarme Mister Westinghouse, o simplemente Paddy, para lo que gusten mandar. Caballero… Señorita… pronto los recibirá la señora Corine...”- Engolando con moderación y estilo, comparecía el último de una prosapia de arrogantes mayordomos de Oxford, tan enorgullecido de sus tareas, que parecía el patrón de la casa donde trabajaba sirviendo vanidoso.

Por aquellos minutos, los comentarios de Chantal recuperaron relevancia en Esmeralda, maquinando una apariencia terrorífica de la pariente de su padre. Posiblemente, tendría el rostro ajado y con verrugas, con los ojos inyectados en sangre, como los de una malvada bruja. Incluso, debería elaborar acarameladas pócimas, que les obligaba a beber a los muchachos de alcurnia en procura de conquistarlos.

Una tromba vana y oscura, se tragaba a la chica. Entretanto, un par de cobrizos perros de raza antecedieron, cuan noble comitiva, a la patricia dama objeto de las más irracionales reflexiones. Al instante, ellos se abalanzaron a los pies del primo sureño, ladrándole sin cesar, olfateándolo animados pese a que -en la mañana- ya lo habían hecho, cuando vino a pedir albergue de su réproba descendiente.

Después de la exhaustiva requisa perruna, brillaron sus chisposos ojitos ante la imagen de la dulce moza, que perfiló contento al verles tan graciosos. Prontamente, se arremolinaron en derredor de su acampanado faldón, disputándose el cariño de quien desprendía una energía de pureza, renovando el ambiente.

Unos tacones repercutieron leves, elegantes y parejos en el alabastrino piso, jugando con los claroscuros ejercidos por un árbol apostado en la acera, con el Sol apuntando desde el saliente. Los mismos, calzaban a una distinguida mujer de garbo refinado que –en cierta manera- le recordaron a Georgia, su madre. Esa no era la imagen imaginada en el trayecto a la casona, ni tampoco era lo que Chantal le había reseñado.

-“Bienvenidos a mi hogar, queridos… ¿Tu eres Esmeralda…? Tú padre, me ha hablado mucho de ti… ¡¡Es una gran alegría tenerte en mi hogar!!”- Se presentaba la prima segunda, ampliando sus brazos en un gran abrazo.

-“Buen día señora… Es un placer conocerla…”- Dijo con una reverencia, encogida por la vergüenza y entonada apagada por su desaguisado comportamiento que, de seguro, había vertido en duros conceptos el padre al venir abogar por ella.

-“¡¡Eres mucho más bonita de lo que me contó...!!”- Con sinceridad la describió Corine.

La personalidad de la prima, era realmente arrolladora. Alta como el ceñudo mucamo, que naufragaba en la espesa moquete arábiga, aspirando a un mandato -o a un gesto- resultante de sus pulposos labios al sonreírle con distinción.

De un físico imponente, que aturdía hasta al hombre más inexperto del mundo con espejismos inconfesables; o intimidando al más versado, ambicionando tenerla. Con caderas rotundas, que se meneaban en cada huella, sin siquiera tocar el piso al plasmarlas con exquisitez, y acompañadas de un excesivo busto -bien disimulado- debajo de espeso jabot -en cárdena cascada-, consiguiendo deliberada observación sobre su respingada y renacentista anatomía.

El mismísimo Brighton, quedó embobado con su estampa. La súbita reacción, se contraponía con lo que había tenido que escuchar Esmeralda a lo largo de su infancia: “Corine es algo banal, pero es una gran persona…” Replicaba, especialmente cuando Geo –su esposa- le cuestionaba el nerviosismo producto de las veces que recibía una epístola suya, temblándole el pulso al abrir –con dudosa resistencia- el envoltorio de la carta perfumada.

Esa mujer, aparentaba una persona muy agradable y simpática. No era aceptable que se dijeran las cosas que de ella se decían en la ciudad, por un puñado de inescrupulosos lenguaraces. Ya no eran –nomás- los dichos de la mala compañera de colegio, sino que también se sumaba el comentario del hermano de Marishka; él, no inventaría tamaños disparates. ¿Cómo podría haber dos versiones vinculadas a una sola persona?

Corine, giñó un mohín imperceptible y, en un periquete, Mr. Westinghouse batió sus palmas y nombró a los perritos, sacándolos de la saleta para que conversaran -plácidamente- la señora y los invitados. La linda Lulú, una peluda hembrita de pomeranian, acomodada junto a Thierry, el vanidoso macho de igual clase, siguió el camino trazado por el sirviente, tumbándose en un jardín invernal colmado de verdor.

Missis Cristel, además de su triste y opaca celebridad, era una coleccionista de flora exótica, sombreros extravagantes y cuadros de pintores prestigiosos, entre otras tantas colecciones que guarecía en la intimidad…

Ella, agasajó a los invitados con un delicioso té de camomila y masitas vienesas. Ni siquiera esa infusión, consiguió serenar la mente vertiginosa de la adolescente, figurándose que detrás de ese rostro afable se escondía un maquiavélico adefesio. No debía dejarse llevar por esa aparente bondad, tendría que cuidarse de su propia sombra si quería permanecer allí con tranquilidad, e indagar –a su manera- qué era cierto y qué era mentira de esos rumores que agrandaban el mito urbano de “La Viuda Negra” en Chicago.



Con rapidez, se hizo la hora de que Brighton Dickens continuase con el camino rumbo a Misisipi. Entonces, la sumisa Esmeralda, pretendió ser escuchada por su padre con un pedido que no alcanzó el objetivo trazado:

-“¡¡Por favor papá, llévame contigo a Jackson!! No quiero seguir viviendo aquí… ¡¡Te prometo que seré buena, y que no te daré más disgustos!!”- Desazonada se expresó.

-“¡No hija! Sabes muy bien que eso es difícil… La guerra, ha recrudecido. Ese es también el motivo por el que tu madre no viajó conmigo… Se ha liberado momentáneamente un paso hacia este lugar… La ruta es muy riesgosa, querida. Si nuestra pequeña ciudad no ha sucumbido, es porque Dios nos ampara…No hay que desafiar a la suerte… ¡Te quedarás aquí, con mi prima!”- Justificaba Brighton, a la vez que exigía sensatez en el párrafo final.

La robusta mujer, se entristeció al presentir la carga emotiva en las palabras de Esmeralda. Su sensibilidad, la llevó a condolerse; era imposible no empatizar con ella. El dolor de la jovencita, se manifestó notoriamente en su temblorosa voz.

El padre, haciendo caso omiso del ruego de su heredera, la saludó a ella y a Corine, tratando de abreviar el brete de ese día rotando a tarde soleada.

En la puerta, la dama Cristel tomó los hombros de la muchachita en cálida actitud, y dirigiéndose a su procreador, preguntó:

-“Primo… ¿Me permites llevarla a encuentros literarios y a tés con amigas mías para charlar de moda?”-

-“Por supuesto, Corine… Hazlo, no hay problema. Tienes mi bendición. Sé que te ocuparás de mi hija, como si fueras su madre”- Contestó el caballero, arrastrando las cuerdas vocales al acceder a la requisitoria de la visión que obnubilaba su mirada.

-“¡¡Muy bien, seremos muy buenas amigas, ¿cierto?!!”- Curioseó en el ánimo deshecho de la nueva habitante, que con sumo empeño, asintió a la atormentada duda de la anfitriona.

Ambas, se disiparon tras la doble puerta despidiéndose del padre que, en minutos, estuvo sobre la misma diligencia que los había traído, alcanzándolo a la estación del ferrocarril.

En Jackson, muy distante de allí, la vida transcurría con las asperezas de ser territorio cercano a un conflicto bélico, aunque algo -o alguien…- la protegía de las atrocidades. Si hasta una batalla, a punto de librarse en la mismísima ciudad, se evitó gracias al traslado de las tropas varias millas más lejos. Uno de los capitanes, que dirigía los asuntos militares, juró haber visto serafines apostados en el sinfín de direcciones de la Rosa de los Vientos. Además, de la justa intervención del sobrino del librero, que convocando a la totalidad de la población, exhortó por la necesaria retirada. El oficial al mando, quedó encandilado por la capacidad de líder de aquel varón, interponiéndose heroicamente entre el pueblo y la guerra.

En cambio -en la estancia- nada era diferente, todo seguía igual… pero, sin Esmeralda. Su madre, la extrañaba horrores. Hester Sue, la recordaba cocinando sus platillos favoritos, cuestionando si donde estaba le darían bien de comer. Y Michael, dentro de sus posibilidades, trataba de sobrevivir sin aire. A veces, le costaba inhalar el oxígeno campestre sin la fragancia de “Piedrecita”. Ahora que no estaba, le faltaba su otra parte.

En las mañanas, consideradamente ayudaba a su madre con algunos quehaceres, y laborioso ordenaba el depósito de la cosecha. Luego del mediodía, ponía distancia de la casa, ya que -en esas horas- era cuando más añoraba a su consorte del corazón. Prefería ir al algodonal, unirse a sus hermanos mayores, y ser uno más de los esclavos de campo hasta que el Sol pereciere. En el regreso a la barraca, siempre alargaba el camino por el centro del bosque, refrescándose en el río o subiendo a su árbol predilecto, aquel que con su frondosidad sombreó largas horas de infante con historias idealizadas, ensoñando despierto con la piel de su enamorada, rozándola astralmente con un beso.

Lo que nadie sabía, era lo que hacía antes de desaparecer en sus encargos. En los momentos en que su madre acostumbraba a airear temprano los cuartos con la brisa fresca, él -a ultranza y a escondidas- trepaba por la fortalecida enredadera, debajo de la ventana de la habitación de Esmeralda. Entrando allí, se sentaba en un rincón a captar vestigios de su esencia merodeando cada objeto. Al retornar a la realidad, borraba alguna imperceptible arruguita -que solamente su perfeccionismo veía- del cobertor entorchado de la cama de la muchacha, admirando con satisfacción que –Blosson- no se encontraba presidiendo una decena de muñecos y peluches, los peregrinos obstinados de un reino sobrenatural. Signo inequívoco que –ella- estaba con su dueña en el condado de Cook, en Illinois.

Así transcurría la eternidad que lo tenía sometido, entre el duro trabajo adornado con el canto alegre, llanto armonioso coreado -por pocos- en los oídos de muchos -en varios kilómetros a la redonda-; más el tiempo que dedicaba a estar -a solas- en los sitios de su chica, apreciando el instante preciso en que el día brotaba detrás de los cerros, inundando de oro sus lágrimas derramadas por Amor.

En aquellos meses, muchas chicas de la comunidad comenzaron a rondarle. Procuraban granjearse la ternura de su mirar, y el codiciado encanto de su atención. Aunque –Michael-, tenía los ojos puestos en el alma de esa mujercita con nombre de gema preciosa, destellando perenne en los confines de Septentrión.

Allá lejos, una vez que el destino y su señor padre, le encontraron lugar en la vivienda de la familiar, buscando corrección, Esmeralda -a la par de la prima- dispusieron de las valijas, trasladándolas a la impecable habitación de huéspedes, actualmente ataviada de flores frescas, motivando el descanso bajo sus deleitosos colores, amén de detentar –especialmente- una copa destinada a trono del inmortal jazmín; soberbio símbolo del impetuoso Amor existente entre los amados del Sur.

Corine colaboraba, y la jovenzuela -en circunspecto accionar- decía más que con meros términos. La manera en que adecuaba la blanquecina flor dentro del agua cristalina, permitía adivinar el origen de tal. Lo mismo hizo con Blosson, acicalando su atuendo en el respaldo del lecho, endiosándola en ama y señora de sus ilusiones, encima de esponjosos cojines de plumas.

La prima, entabló la conversación sin dejar de sonreír y maravillarse ante la dedicación de Esmeralda en detalles que la delataban. Ya era hora de entenderse más a fondo, ahora siendo tan cercanas:

-“¡Que hermosa flor, y que preciosa muñeca…! Si no me equivoco, te los ha obsequiado alguien muy especial, ¿no es así?”- Rompió el hielo, interrogando.

La joven, abstraída en menesteres netamente románticos, meditando con cada elemento acariciado, recibió su ánima sublimada, cuando Corine intentó descifrar su geografía emocional. Sin titubeos, antepuso una inmaterial escollera, tan sólida -en lo impalpable- como frágil en el testimonio reflejado en su rostro, no trasluciendo sentimientos y -mucho menos- al navegante de su estelar firmamento:

-“Si… Bueno… ¡¡No…!! ¡¡Si…!! Me los regaló un amigo del pueblo”- Habló, vacilante y cortante.

La señora Cristel, que de temas amorosos sabía demasiado, leyó en su mente una historia que todavía Esmeralda rechazaba revelar. Sin pecar de entrometida, le comenzó a hablar de cosas con poca importancia, aflojando el blasón que la antecedía.

Las horas se agolparon, y el intervalo de la cena las encontró a las dos, estrechándose en una charla amena y amigable. Mientras tanto el sirviente quitaba los platos del sabroso postre, el sueño hizo blanco en la juventud aletargada de la visitante que, agradeciendo hospitalidad, se alejó a su habitación a reposar. El día había sido un cúmulo de situaciones difíciles de remar, con penitencia mediante -que todavía dolía-, cuasi destierro, temores, sorpresas e infinidad de evocaciones de “El Dorado”.

También, razonaba acerca de lo que había escuchado en las primeras horas de la mañana. Parábolas de ciudad, intríngulis sin asidero acerca de la persona de Corine Cristel, que la condenaba de antemano. Incluso, se sentía culpable por haberlos creído en su inocencia. La prima, en este poco tiempo, le había dado motivos valederos para desconfiar de las habladurías. No eran más que eso: meras habladurías.

El cansancio, la dominó apenas aposentó su cabeza en la almohada ahuecada en barcaza, levando anclas hacia el ilimitado idilio en un océano de plumas y rasos apuntillados.

La semana, prosiguió pacífica. Lo ocurrido al inicio de la misma, pertenecía al pasado, excepto –desde luego- por los fecundos diálogos con Paulette y Marishka, asistidas por la enciclopedia clandestina, que por presteza de la primera ocultando el longevo compendio, no llegó a ser parte de las evidencias –en contra- de las “infames damitas”, como las calificó la bedel de la escuela. Al fin y al cabo, esa ruptura obligatoria con sus adláteres, había sido demasiado cruenta para algo que no resistiría el paso del olvido, ni el menor análisis. La situación, ya había alcanzado la calma promediando una de las líneas del calendario. Todo indicaba que se perdería en las aplastantes arenas del tiempo, y simplemente sería una anécdota más de estudiantina.

Arribado el anochecer del jueves, y como lo era desde el lunes en la morada, la muchacha retirándose a su habitación, se consagró a repasar las lecciones del día, dimitiendo adormilada arriba de las letras de los incontables apuntes tomados en la cátedra, repleto de corazones -alados y flechados- revoloteando los márgenes en jaspeado grafito, que alardeaban en su meollo -con esmerada caligrafía- iniciales góticas: M y E.

En la alborada, entre las hojas dobladas de gordos libracos, y durante el duermevela, escuchó suspiros turbulentos, como el gimiente latido del viento de Chicago, ufanando en sus ráfagas, aullidos ahogados de una femenina voz.

El agotamiento, le impidió averiguar de qué sitio provenían tales insinuantes resonancias, infiriendo que -esos ruidos- deberían concernir a la gran metrópoli de la Unión. Al día siguiente, al despertar, comprobaría que lo ocurrido era fruto de la imaginación salpimentada con la fatiga semanal.

Esa jornada –dedicada a Venus desde hacía milenios-, se encontraba más animada y resuelta. La señorita Dickens, tenía la corazonada que las refriegas civiles rápidamente terminarían, logrando volver a su hogar a disfrutar de la compañía de Michael -en Jackson- dentro de muy poco tiempo. Eran cada vez más fuertes los sentimientos que la ligaban a su muchacho, como si el hilo conductor que los unía, se hubiere reforzado con la ausencia por tanta cantidad de meses, desglosados en abriles sin cielos azules.

Como todos los días, repitió inerte el itinerario demarcado por las responsabilidades: ir a educarse y regresar a horario a la “Casa Cristel”, como se le llamaba a la emblemática residencia de la calle 7. Nombrada así por el apellido del último marido de Corine, fallecido en poco frecuentes circunstancias, según invocaban los murmurantes –y objetables- anales de Illinois.

Por la tarde, después de la merienda con vecinas de la prima, Esmeralda se propuso conocer la espaciosa biblioteca que -la amable y culta señora- había ampliado con mucho criterio y entusiasmo. Del vasto compilado poseído, se hallaba un sinnúmero de grandiosos libros con interesantísimas materias y de las más diversas. Ciencia, arte y cultura, pululaban en las cuatro paredes recubiertas de estantes atestados.

Ese enorme archivo, se convirtió en el imán que la recluiría por varias horas, inmiscuyéndose en un dinámico acervo de relatos históricos y de ficción, sus géneros predilectos.

Retrocediendo -el atardecer- por los biselados ángulos de los vidrios de espacio tan singular, desanudado metódicamente por la señorita a medida que -Mr. Westinghouse- encendía un candelabro, ofrendándoselo y estimulándola a que continuara leyendo. Él, con su incentivo daba en el clavo, ignorando que era una ávida lectora devota de la literatura.

Después de una frugal comida, y extendiendo la sobremesa, ella le contó -a la pariente- todo atinente a la elegante escuela. Mientras describía el internado, el llamador de la entrada a la casa, avisó que el comisionado de la ciudad venía a visitar a la señora, cortando la conversación.

De repente, como si lo anterior hubiere sido una ligera quimera, el sólo escuchar el grado del hombre, fue suficiente para volver a revolcarse en los viejos temores, y permitirse arrastrar por los infundios ciegos con respecto a su prima.

Era indudable que -el jefe policial- venía por algún motivo relacionado a su jerárquica investidura, haciendo cumplir la ley. Las sospechas sobre la Sra. Cristel, tenían que ser reales. Ese caballero, seguro la investigaba por lo que de ella se decía. El señor Iron, estaba tras los pasos de la pérfida “Viuda Negra”...

La pavura manifestaba en el adolescente rostro, fue indisimulable al serle presentado el comisionado que, con galantería, la ponderó por su belleza, refiriendo a la hermosura como un rasgo heredado, encauzando sus pupilas -desarmadas en elogios- hacia Corine. Quizá, era una hábil táctica de llegar a esa mala mujer, la cual sería propósito de una pesquisa policíaca. O tal vez, era un crédulo cortejador, que sucumbiría en sus redes esa mismísima medianoche.

Saludando con preocupación, la desencajada moza adujo el deber de ir a estudiar para un examen que darías en algunos días, y se escabulló -cuan ardilla asustada- por los marmolados peldaños, convergiendo al enorme pasillo intermediando los cuartos.

Avanzadas unas horas, Esmeralda se animó a abandonar la habitación, para enterarse qué sería del destino del buen comisario.

Al bajar al living-room, notó que ya no se encontraba. Ni siquiera el perfume a pinos, que lo impregnaba, permanecía en el aire. ¿Acaso se habría ido? O sería que la suerte corrida por Iron, ya se estaba echada.

Unos rasguños en la cancilla, que servía de paso a la servidumbre desde el exterior a la cocina, le helaron las arterias, haciendo que la correntada sanguínea fluyera con bravura a sus sienes, golpeteándolas trastornadas. ¿Qué arañaba la compuerta a esas horas nocturnas? ¿Y quién sollozaba impaciente detrás de ella?

Dudó en ir y darse por sabida de lo que ocurría. Se hallaba sola, no estaba ni Paddy por si acaso algo malo sobrevenía.

A punto de poner sus delicados pies en polvorosa, eligió arrimarse a la abertura de maderos europeos. La tentación por conocer más allá de los riesgos, fue su impulso. Entonces, con unas agallas desacostumbradas, abrió la puerta a la oscuridad que, con la inmediatez de un zarpazo, mostró a Lulú –la perrita- introduciéndose agazapada, rauda y friolenta rumbo la tibieza emanada del brasero desvaneciendo calor, ya apagado.

El espanto de la jovenzuela no esperó, tanto que hasta dio un corto y escalofriante alarido, contenido al reconocer la figura de la cuadrúpeda mascota.

El corazón, se le salía por la boca. Más calmada, estrujó a la lanuda canina, devolviéndole una frágil paz a su alma alborotada. Sosiego que terminó -en unos minutos- al apreciar a Thierry, el bayo pomeranian, enredado con sus patitas en unas ramas espinosas en las inmediaciones.

Con la especial piedad por los animales que le era inherente, fue a socorrerle. Y, maniobrando para liberar al pichicho de las ataduras vegetales, escuchó -oportuna y claramente- unos resoplidos ensordecedores aumentados por la trasnochada quietud, procedentes del aposento de Corine…

Sigilosa, se fue arrimando al ventanal, que con sus voiles bamboleantes escapándole al filo de los cristales, secundaban al acompasado resuello de su inconfundible timbre soprano en variables colorituras.

El clamor oído, le encendió las lozanas mejillas. Lo procedente de esa situación, percibida -en extremo- primitiva, la perturbó por sobremanera. La fascinación y el rechazo por lo prohibido, la avasalló febrilmente por igual. Eran demasiadas situaciones vividas, en pocos días, en torno a la sensualidad. Cada vez se le hacía más complejo de digerir. Y la amenazadora sensación de las sospechas relacionadas con la prima segunda, por parte de un montón de gente, más las presunciones de su propio semillero, la empujaban al borde de un precipicio impensado.

Con el traspaso errante de los fragmentos del cronógrafo, la muchachita -petrificada en esfinge de sal- se dejó extasiar por esas agudas notas, engendradas en la gutural garganta de la señora Cristel que, al obtener la cima del gozo, se dejó ir en una escala musical, con un SI sostenido por plañidos enteramente ensamblados.

Justamente, esa nota gatilló a la indiscreta oyente a salir correteando sin mirar lo que pisaba, salteando flores, perros y escaleras, llegando a su cuarto al que clausuró con doble llave, disponiéndose al insomne llanto silencioso de siempre.



Como el vórtice de un desmesurado tornado, en el centro de su pecho, se conjuntaron produciendo estragos: el pánico, la angustia y la expectación, con abundantes toques de pena por no estar en “El Dorado”, en su cama y con Michael, custodiando los sueños desde la humilde casita a metros de allí.

Restaba tanto para que saliese el Sol….

CONTINUARÁ...

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