Capítulo 8




“Apasionados” (Mujeres II)


Amanecía en las inmemoriales tierras de los potowatomis (*).- La claridad, rompía en el cielo en refusilo luminoso, superando las caóticas sábanas amotinadas por el desvelo, enmarañadas con las palmas sudadas de Esmeralda Dickens, que no alcanzaban a tomar por completo a Blosson, representado la inocencia; ni al jazmín, personificando el Amor puro; y mucho menos el talismán, encarnado en la piedra preciosa en los suburbios de un moño rematando la escotadura de su camisón. Ninguno de ellos, pudieron apaciguarla en esa horrible noche, exactamente a esas horas en que las cosas se ven peor de lo que son.

La hipótesis armada en su hostigada imaginación, con trazos de absoluta realidad, se conformaban ante sí con legítima veracidad: el comisionado Iron, era uno de los tantos amantes con los que contaba Corine. Eso, era una certeza irrefutable…

Despegándose -literalmente- del colchón, se levantó. Posteriormente a haberse aseado, con unas ojeras traidoras que la quebrantaba esa mañana, desayunó enmudecida como si un ratón le hubiere comido la lengua. La seguidilla de un interrogatorio por su deplorable aspecto, de parte de la pariente, no tuvo contención. Era lógico que se afligiera al verle su renegrido cabello despeinado; su delantal escolar, enseñando las costuras revertidas hacia afuera, además de usado en un día que no correspondía ir a clases; y la mirada lánguida, rehuyendo tras cualquier pétalo de girasol en la guarda del floreado mantel, que se consideraba premiado por sus parpadeos amodorrados.

Apenas si contestaba deletreando las consonantes que, esculpidas por una fingida apatía, fueron arrancadas –casi- por un sacrificado y abstracto descorchador de champaña, efectuando a desgano la faena.

Con su gracia -bastante agrietada- sorteó las preguntas, y con refinado talante esquivó cruzarse ese sábado con la prima, que no se cansaba de convidarla –cuando lograba encontrarla- a recorrer la ciudad en ese maravilloso día de paseo. La colegial, apelaba a la excusa ideal de la aplicación al estudio. Así, como pudiese, evitaría cualquier encuentro, consiguiendo llegar al lunes, el que normalmente aborrecía desde que vivía en Chicago, con tal de relatarles a sus confiables amigas, lo que había tenido que padecer en las setenta y tantas horas apartadas de ellas. No obstante, aún restaba pasar el domingo.



Por algún motivo, ignorado y misterioso, las cosas “insólitas” ocurrían los fines de semana, como había sido con las contingencias de la compañera del instituto, y los secretos -al desnudo- observados en primera persona.

Con la jornada dominical encimada, el tema aparentaba imperturbable. La pesadez típica del día de descanso, ya amarraba con vigor las penumbras noctívagas, decayendo paulatinamente sobre esa faz del planeta.

Ante la falta de sueño del viernes, el sábado le fue imposible curiosear unos metros más allá, al otro lado en las antípodas de su dormitorio. Por lo tanto, esa noche sería la propicia para atribuirse el invisible disfraz de sabueso, e ir en busca de la presa ansiada: la caprichosa curiosidad. Esa renuente y obcecada virtud de los que adolecen. El miedo, no la haría claudicar en su desorientado plan de espionaje.

Cuando se convenció que todos los miembros de la Casa Cristel estuviesen dormidos, con exagerada cautela apagó su luminaria. No le haría falta, ya que el fulgor de la luna y el de los candeleros -en elegidos sectores del pasillo- le bastaría y sobraría, permitiéndole deslizarse detrás de la puerta de la recámara de Corine...

Antes de abandonar su improvisado escondite, asomó la mitad del cuerpo fuera de él, dándole el vistazo final al ambiente. Viéndose sorprendida, divisó a dos criadas que también vivían ahí, apostadas -descentradas e intrusas- adonde ella se dirigiría. Una, con la oreja asentada en la puerta cerrada, queriendo escuchar mucho más de lo que su audición le permitía. Y la otra, con un ojo pegado a la cerradura, oteando mucho más de lo consentido por la prudencia. Al igual que Esmeralda, estaban inspeccionando…

Aguzando el sentido de la audición, las escucho hablar –muy por lo bajo- y reír pícaramente, al cuchichear lo que cada una atendía con diligencia.

“Se está acariciando…”, parloteó la que se inmiscuía por el cerrojo, agachada formando un insuperable y circense ángulo de cuarenta y cinco grados, mientras la otra se le arrimaba al oído, escasamente abrigado por la cofia, cronicando que -la señora- jadeaba intermitente.

“Continúa tocándose… y ahora… y ahora está a punto de usar la empuñadura de uno de sus cepillos… ¡¡Aaahh...!!”, dijo la mayor de ellas, y la primera que había dado sus acaloradas impresiones, antes que el bramar de las manos de mister Paddy, resonaran estruendosas -cuan calamidad apocalíptica- al pillarlas espiando y discutiendo por la visión que les daba el agujero de la llave.

-“¡¡¡Ala… ala, fisgonas…!!! ¿Qué es eso de andar huroneando en el cuarto de la patrona?... ¡¡Fuera de aquí...!! ¡¡A dormir… Mañana, ya verán…!!”- Levantándolas en peso, las persiguió con sus prolongados trancos hacia el principio de la escalera.

Esmeralda, recluida detrás de su puerta entornada, escuchó cuando las chicas, un poco asustadas por el reto y muy tentadas por la risa furtiva, secretearon histéricamente:

-“Parece que hoy, la ama no utilizó uno de los abanicos de su colección… ¡¡Esta vez, fue uno de los cepillos…!!”- Así bajaron por las escaleras, como almas absorbidas por el mismísimo demonio.

El estupor de la joven, no tenía coto. Su cabeza, se empantanó con preguntas sin contrapuntos: ¡¡¿¿Tocarse...??!! ¿¿En qué lugar...?? ¿¿Acaso será donde me imagino…?? ¡¡Uuuy nooo, mi Dios…!!! ¿¿Cepillos y abanicos...?? ¿¿Para qué...??

Todavía no salía de esa situación desbordante, cuando volvió a sentir los pasos del mayordomo, enfilando directo y decidido a la abertura de la polémica. Un minúsculo contacto en el picaporte de bronce, y la alcoba se abrió al murmullo de:

-“¡Ven… acércate, mi Amor…! Te estaba esperando…”- Expresaron los ronroneos de la fémina, tendida en la cama, completamente desnuda y agitada.

Tras ocluir la cancela al corredor, Paddy Westinghouse se despojó de su almidonado saco, desvistiéndose y renunciando a las ficticias formalidades. En pocos segundos, pasó de ser el fiel sirviente de la dama, viuda de Cristel, a convertirse en el ígneo querido de la ardorosa Corine.

-“Veo que has empezado sin mí, Tesoro…”- Manifestó él con gravedad, oculto en lo que ahora era un nido de amores.

La familiar venida de Jackson, alelada por lo que asistía, no perdería la oportunidad de saber más cosas de las que necesitaba instruirse. Camuflada -osada- con las tinieblas pobladoras del pasillo, hizo lo mismo que las atropelladas muchachas del servicio doméstico…. Esa puerta se hizo melaza, como lo es el polen a las abejas….

Allí fue ella, desplegando sus sentidos, colándose por la rendija que la llevaría a una constelación irreconocible e inescrutable, catando los sensacionales olores provenientes del estuche vital en el que se trastocó la situación, acosando los remotos escondrijos de su jovencísima silueta.

En el escenario brindado por el cerrojo, vigiló solícita el momento crucial en que las figuras, en llamas desenfrenadas, se fundieron en una sola. El señor Paddy, aquel hombre que parecía buscar su alma en el horizonte, la encontró junto al Amor entre las piernas de la prima del padre, recorriendo sus sinuosas curvas y apretados recovecos, sin dejar de poseer ni un solo lugar... Uno a uno, fueron conquistados y reconquistados por el deseo endurecido… y penetrante….

Con las afrodisíacas candelas de lavanda, cubriendo el flagrante y apasionado encuentro, ellos continuaron esparciendo gotas de fuego en el infierno, derritiendo las manecillas del tiempo, sin privarse de nada... En cambio, en las umbrías de la madrugada, la aprendiza tras los muros se escurrió a reposar, relajando el entumecimiento tenso que la aquejaba. Pero, en la solapada evasión, con la torpeza que emerge de la zozobra, en un movimiento -no intencionado- colisionó contra una mesilla que estaba en el camino. Con el apuro y falta de luces, la había olvidado. En el instante que rememoró el jarrón reinante sobre ella, ese se deshizo en migajas al cascarse en la pulcritud del piso.

La rapidez se apoderó de sus piernas, largándose a de donde jamás debió salir esa noche, y en donde estaría a salvo.

Desde su dormitorio, escuchó el andar de Westinghouse, saliendo inquieto al corredor con su pantalón a medio vestir, pretendiendo saber quién había interrumpido el oleaje de placer retirándose de la bahía de su mujer y de su viril península.

No encontrando al culpable, regresó al lado de su amada. Previo a ello, echó una oportuna y meteórica mirada hacia donde el corazón de Esmeralda galopaba con el eco de los suspiros de Corine, en una tormenta de espasmos, que no la soltaba.

-“Creo que mademoiselle Esmeralda nos ha escuchado, Cariño…”- Expuso el caballero, aseverando sus dichos.

-“¿Tú crees, mi Vida?... En tal caso, en la mañana hablaré con ella…”- Temía contestándole, la satisfecha hembra yaciente debajo de las sedas descorridas, cubriéndola -luego de la gloria- tras las potentes y profanas escaramuzas.

La dulce Esmeralda, se encontraba en la antecámara de lo que sería alguna vez su vida marital… Seductoras y asfixiantes representaciones la amedrentaban, intimidándola con dejar de ser sentidas en el paso de los vivarachos minutos, prestos a resbalar con su temblor, como el efímero éxtasis de la pasión al límite.

A medida que se entregó al sueño, liberándose al cosmos de Michael y al sempiterno romance de los púberes del pasado; otras ensoñaciones, la coparon a partir de esa noche -deshojándose en meses-, retornándola con su Príncipe de Oro.

Morfeo, hizo de las suyas lo que restó de la aurora. En una torrencial lluvia mental, le fue cincelada una esculturilla de chocolate –igual a las mágicamente moldeadas por Hester Sue-, encordada con una gruesa cadena de hierro a una piedra verdosa, que tras ser calada por un rayo enajenado, “dividía” los opuestos complementarios. Muchas imágenes, se encadenaron a su existencia sutil, allanando el camino hacia la consumación de los vaticinios de la tía Luisiana, que señaló con sangre dolorosa el Amor incomprendido.



El lunes arribó, aunque ahora con mucho menos confort. Todo lo vivido le restaba calma, usurpando su alegría.

La señorita se despertó, como si la cama la tuviere detenida en un espacio confuso y agridulce. Eran esos días en que una no se debería levantar, y quería más que nunca estar en otro lado que no fuera allí.

También, se preguntaba cómo haría para disimular -con su hospedante- lo que había observado -por voluntad e intromisión- horas antes….

Determinada -como si nada- reapareció ante Corine, con una sonrisa hipócrita que encubriera su “pecado de injerencia”.

A unos cuantos pasos de entrar al comedor del desayuno cotidiano, sintió la punzada fría de una fracción conversada entre la prima, con rostro esplendente, como saciada de una esotérica ambrosía; y su siervo, rejuvenecido -a más no poder- de un temperamento estupendo, nunca visto:

-“… pienso que podré resolverlo, Paddy…”- Cavilaba ella.

-“Estimo que sí… señora…”- Contestó eficaz, el caballero que la hizo vibrar en el lecho, actuando una relación que no era simplemente la del empleado y su mandamás.

-“Si tiene algún inconveniente con el comisionado Iron, yo me encargaré de él… Seré cuidadoso, sé cómo ejecutar mi trabajo… No se preocupe…”-

A la muchachita, ya no le quedaban más ojos para agrandar. Estaba estupefacta frente al espanto generado por esa charla que nunca tendría que haber oído. Evidentemente, planificaban un crimen. Y, ella se bautizaría en cómplice, ó tendría el tenebroso final del Sr. Iron.

Tal como ocurre en los relatos de suspenso, no sólo era el sirviente el malhechor, sino que también lo era la señora de la casa.

Anquilosada se sintió desfallecer, al ver a los contertulios mirarla sorprendidos. Caminando -hacia atrás- acojonada y desolada, empalmó sus manos en plegaria, rogando a sus “verdugos” una postrera voluntad:

-“¡¡Juro que no escuche nada… nada!! ¡¡No me hagan daño, por favor… Callaré hasta el último aliento… Y no le diré a nadie!! ¡¡Por el amor de Dios, Corine no vayan a matarme a mí también…!!”- Recitó exagerada la disminuida Esmeralda, que no dio de bruces en el suelo por la habilidad de Westinghouse al sostenerla.

-“¡¡¿Pero qué tienes, hija?!! ¡¡Estas aterrorizada, muchacha!!”- Aupada de la silla, vociferó asustada su prima, mientras la joven se retorcía intentando escapar de los brazos listos del sirviente.

-“¿De qué hablas… Esmer…?”- Repitió azorada.

-“Sé que eres “La Viuda Negra”... y sé que él está contigo en todo… en todo absolutamente…”- Expulsaba tajante -a diestra y siniestra-, engatusada por sus miedos y sugestionada por los delirios de una población en torno a Corine Cristel, junto a mister Paddy, ahora puesto en la misma bolsa de victimarios.

-“¡¡Señor… No sé si echarme a reír o llorar por lo que dices, querida mía…!! No puedo creer que esos rumores insidiosos te hayan alcanzado”- Refería, apenada por la chica y encolerizada con una ciudad que se daba aires de avanzada y tolerante.

Haciéndole frente a la adversidad, Esmeralda se enderezó engallada, zafando de las manos del resuelto siervo que no la dejaría lastimarse. Más no podía emitir vocablo alguno, salvo sollozos imposibilitados de desaguarse por el estupor estrangulándola.

Un hondo suspiro, apeó a Corine de su enojo por culpas de otros. La calma la abordó, pidiéndole al Sr. Westinghouse dejarlas a solas. Urgía una plática adulta.

Ella, colocó dos tazas de café, más un plato con tostadas y mermelada, encima de la lustrada charola, e invitó –afectuosamente- a la menor a dirigirse directo hacia la biblioteca, ámbito del que disfrutaban a menudo. Un lugar común, reconvertido en confesionario de la dama que cargaba sobre sus hombros, años de humillaciones pontificadas en “verdades absolutas”, aunque desmesuradas y retorcidas. Y una inexperta adolescente, próxima a convertirse en toda una mujer en los meses venideros.

Después de tomar asiento, la dama Cristel pidió la palabra, argumentando y sirviendo el humeante desayuno a la joven que la oteaba escéptica:

-“Bebe, hija… No tiene ningún veneno... Descuida…”- Con doliente sarcasmo articuló la oración, desplomándose por el agobio del angustioso momento matutino.

-“… yo… yo… no sé qué decir… Yo, tengo clases… Debo irme… Lo siento…”- Embrollando débiles evasivas, con rebatibles compromisos de bachiller, la señorita Dickens sustentaba su atolondrado comportamiento.

-“Pienso que al menos hoy podrías faltar, niña… Más tarde, justificaré tu ausencia en el colegio. Mañana podrás retomar los estudios…”- Ordenó con ternura, tranquilizándola y presagiándole otro día de vida, quien prácticamente era señalada como una despiadada alimaña.

Respirando apacible, la bella Corine emprendió un viaje a las raíces de los miedos ocultos y manifiestos de Esmeralda, sorbiendo -con esfuerzo- el café burbujeante por el escalofrío entre sus dedos.

Con el corazón en la mano, la terrenal ama de la mansión Cristel, escuchó en su totalidad lo enumerado por la pequeña prima segunda: el cotilleo de la multitud, las supuestas certezas y el resultado de una madrugada de núbiles “rastreos” e hipótesis descabelladas.

Con estoica paciencia, más una carga de extra de amor sanguíneo, dio escucha a lo que -sin vueltas- testimonió la mozuela, después de ese día en que fue pillada con sus compinches hermanas, más las bravuconadas de la odiosa Chantal, advirtiéndole de su “perversidad”.

Un silencio, recortando el clima de los añosos libros rodeándola, fue el proemio real de la pariente de su padre, desnudando el alma como con nadie antes lo había hecho:

-“Casi todo es asi Esmeralda... salvo el Amor, por supuesto… Una nimia pizca de autenticidad y un exceso de calumnias que la ovillan… Lo que se ignora, se inventa. Poco importa si se destroza a alguien o no. Lo importante es acrecentar –a toda costa- lo que para muchos es la “sal de la vida”… el cuento de pacotilla”- A manera de prefacio, exhaló en firmes soplidos la “acusada”, humedeciendo su mirar al evocar el sobrenombre de “Viuda Negra”.

-“Te contaré exactamente, cómo surgió mi grotesco alias...”- Dispuso con la autoridad dada por su sabiduría.

-“No es necesario, Corine… Prometo olvidar lo que he escuchado de parte de mis compañeras, y lo que escuché anoche y antenoche aquí…”- Perjuró la adolescente abochornada, derrumbándose en su sitial, entretanto remordía su conciencia. Presentía el gran embuste citadino, ganado en sus oídos.

-“No te preocupes, querida… Me hará bien hablar, y a ti te hará mejor escuchar mi campana… ¡Permíteme, por favor…!”- La persuadió, antes de introducirla de lleno en su historia:

-“Cuando mis padres me casaron, era uno poco más grande que tú, princesa… No sabía nada de la vida… Un buen día, me dijeron que tenían un marido para mí, y que ya era tiempo de desposarme… Ellos, se habían ocupado de seleccionar a un candidato, como si hubieran elegido un fetiche que me entretuviera… Jamás había estado a solas con algún muchacho… No se nos permitía, claro…. Sólo una semana antes de casarme, lo conocí… Y a los pocos días, después de una gran ceremonia y de una fastuosa fiesta, estaba en mi noche de bodas, con un varón que quince días atrás ni sabía que existía… Ni siquiera era un joven acorde a mi edad… Era un hombre mucho mayor que yo; tenía los años de papá”- De esa manera, entretejía máximas, esa mujer que fugaba su ojos en un haz de luz, enorgullecido de rozar su llanto cohibido.

-“¡Imagínate… No tenía idea alguna de lo que era la vida con un marido…! Pero, aprendí a amarlo… Y con él, descubrí el sexo… Con él, perdí mi virginidad… Mi querido esposo, me enseñó sobre ello y me hizo adepta a su cuerpo… Con el tiempo y su trabajo, era un ministro del gobierno de entonces, aquellas noches de frenesí se fueron espaciando… Las reuniones políticas, lo fueron apartando del hogar, a la vez que deterioraron su salud… Después de varias semanas, en las que regresaba tardísimo, me despertó y tuvimos el que sería nuestro último encuentro amoroso… Lamentablemente –él- dejó este mundo… entre… entre mis… brazos… Su corazón, no resistió tanta pasión desatada y colapsó… A partir de ahí, el motivo de su desaparición, tomó una importancia inaudita. La gente, me apuntaba con sus índices, como si yo hubiere sido la autora de la desgracia… ¡¡La licenciosa jovencita, consumió a su cónyuge en la alcoba…!! Eso oía cuando pasaba cerca de un grupo de personas… ¡Me afectó tanto, me sentí tan solitaria…! Menos aún podía soportar la ausencia de mi hombre, ese que tanto había amado. Entonces, no tuve más opción que regresar a casa de mis papás… Una mujer, no debe permanecer sola, decían…”- Siguió relatando madamme Cristel, con el desaliento oprimiéndole el espíritu.

Durante un intervalo sin juramentos, un extraordinario brillo evaporó sus lágrimas, y una remembranza le encrespó visiblemente la piel.

El recuerdo de un amante la capturó, hecho tal por aquellos días en que la soledad, la sumergía en aguas pantanosas y no le daba tregua. Cariñoso redentor, debutante galán, con la adolescencia aflorando en sus entrañas y pujando endiablado al resguardo de siestas otoñales, le dispensó acogedor e imprescindible consuelo cuando más lo precisaba.

Dicen que: “La circunstancia hace al bandido”, convirtiéndose -él- en el impetuoso ladrón de su alma de chica desdichada y fogosa, que se negaba rotundamente a debilitar la crepitante centella dentro de sí, compulsando furiosa con el perseverante ensayo de la hombría juvenil de aquel muchacho. La idolatrada prima, se aclamaba diestra maestra de ceremonias en el proscenio carnal.

Así como los caballeros no tienen memoria; las damas, que se precian de tal, guardan celosa reserva de quienes las hacen suya. Corine, cosería su boca antes de decir que –ella- era quien había iniciado en el Amor, al severo y formalísimo Brighton Dickens, intachable noble en el concepto de su hija.

El repaso por un tiempo pretérito, la retornó sonrojada a la cordial charla mantenida con Esmeralda, que fatigada por esos años de trágica pesadumbre, nada pudo agregar. ¿Qué podía aportar siendo tan jovencita? Si se compungía al ser una más de los que también la castigaban con la aprensión, con los prejuicios de la ignorancia y con la mendacidad.

La mujer, pareció adivinar su angustia, al observar cómo masajeaba su pecho anudado, enzarzando los dedos en la plateada cadenita que ocultaba su nombre tras el ribeteado descote.

Apartándola del asunto, comentó:

-“Desde que llegaste a esta casa, que hoy es tuya, exprimo mis sesos pensando en dónde he visto una cadena igual… Me doy cuenta que es muy exclusiva, y no debe haber muchas así. Pero, juro que se la he visto a otra muchacha… ¡Ciertamente, mi memoria me traiciona!”- Admitía riendo, enmendando cualquier mal juicio.

-“¡No!... Claro… No es la única que hay en el mundo…”- Respondió su oyente, intentando explicarle parte de la historia familiar, silenciando intimidades.

Volviendo a lo que las encontraba, Corine ofrendó nuevamente café a la pensionista, que aceptando gustosa, se predispuso a escuchar el segundo capítulo de su biografía:

-“Prosigamos con lo nuestro…”- Fraseó, remarcando “nuestro”, como se le dice a las diabluras cometidas entre pares. Ello, surtió efecto en la muchachita, confiando todavía más en la que mantenía el coloquio.

-“Después de pasar un año en mi hogar paterno, un festejante se acercó a mí con serias intenciones de legitimarme como su consorte… Mis padres, ya no intervenían en mi vida. Yo, decidía por mi propia voluntad... El dolor de perder a mi primer marido, me había dado el salvoconducto de elegir qué hacer con mi existencia, una vez que la pena me había resignado… Entonces, accedí a los requerimientos del señorito Cristel, mi segundo y último esposo…”-

La doncella –boquiabierta-, brincó prácticamente del cómodo sillón, admirando -con furor y una ensanchada alegría- esa audacia en las cruciales decisiones, sin consulta previa a nadie. Le pareció grandioso que, una mujer desafiara los preceptos de la era en donde -las féminas- inclusive evitaban pisar las sombras masculinas.

Lo que ella desconocía era que, en su círculo familiar más cercano, Luisiana había sido la abanderada del combate a esos cánones avejentados por las efemérides. Esmeralda, únicamente entendía que -su tía- se había enamorado de un esclavo, y que por esa simple razón fue llevada a un “retiro espiritual”, al cuidado de unas religiosas, malograda –enseguida- por la epidemia de fiebre amarilla.

Pero, todavía faltaba apreciar un pesado grillete más, impuesto por el puritanismo imperante en la tierna juventud de su prima segunda:

-“Ansiaba que el nuevo matrimonio, fuese maravilloso… ¡Los dos, éramos tan cándidos, tan jovencitos…! Nos llevábamos grandiosamente… Por nuestras venas fluía lava… ¿entiendes?…- Aseveró y añoró Corine, rastreando imborrables reminiscencias, continuando sin pausa:

-“Varios meses después, mi amado se dedicó de lleno a su afición por excelencia: la caza… Eso, iba contra mis principios, aunque lo toleré… Lo amaba tanto… Hasta que, en una de esas aborrecibles cacerías en Canadá, accidentalmente el Altísimo me quitó de nuevo a mi compañero… ¡¡Dios!! ¡¡Sí que renegué contra su Magnificencia…!! ¡¡No tenía explicación para lo que me pasaba...!! Y otra vez, concurrieron a enloquecerme las teorías necias sobre mí… En ese momento, fue cuando me hice acreedora vitalicia del célebre apelativo de Viuda Negra… Ninguno de los que hablaba gratuitamente, sabía la razón de su deceso…Sin embargo, me atribuían la barbarie… Trataba a destajo esclarescerles a los que así me rotulaban… Y nada… nada podía contrarrestar tanta estupidez… ¿Sabes algo…? En mis años mozos, ya coexistía la puja entre el Norte y el Sur. Nos creíamos mejores que ustedes, por diferentes cuestiones… sin embargo -allá o acá- yo era encasillada con el sórdido apelativo que me aventaja todavía… Dondequiera, una mujer liberal es sinónimo de ramera… ¡¡Cuanta ignorancia, Señor!!”- Extinguiendo su discurso, con un llanto que torneó su bellísimo rosado rostro.

La pequeña pariente, no tenía postura que la acomodase. En varios puntos de la abierta alocución, intentó ponerse de pie; necesitaba demostrarle su apoyo incondicional, por más que ahora no tuviese el mínimo sentido. No obstante, inerte seguía aplastaba en su puesto ante lo que había tenido que vivir durante tanto tiempo, esa dama que aparentaba ser tan alegre, entusiasta y sin rencores.

Esa, que muchos tildaban de superflua, se divinizaba frente a sus ojos como una gran señora, soportándolo todo. Y aprendiendo a disfrutar de lo que la naturaleza le regalaba en dones, pese a todo y contra el mundo, peleando con cualquier impedimento de amar. Sin herir ni humillar a nadie, como con ella lo hacían, dedicaba su vida a vivirla en plenitud.

Cuando Esmeralda cobró coraje, desechando el insoportable lastre de ser la “abogada del diablo”, unificada a las incontables voces que la difamaban con la suspicacia, se arrimó al asiento, se hincó de rodillas y la abrazó intensamente, trasmitiendo un mimo a su espíritu atribulado.

-“Está bien, querida. No te inquietes… ¡Ya estoy mejor…! Es que simplemente recordar, a veces me abate… Es así prima, sólo soy una mujer con pasado, nada más que eso… ¡No llego a ser una promiscua femme fatale, ni una insigne criminal…!”- Expresando con humor su verdad, descomprimió la presión gestada.

-“¡¡Lo siento, Corine…!! Me doy cuenta que soy la causante de este agrísimo trago, que te he hecho sentir con mis dudas. No tengo excusas… ¡¡Perdóname, por favor!!”- Con brevedad y pertinencia, la adolescente fue desprendiéndose de su tibia y asustadiza personalidad. Algún día, no muy lejano, tendría que afrontar lo que una joven debe si quiere alcanzar lo amado, y ese era el comienzo.

-“Créeme, no te culpo, querida mía... Fuiste esclava del chisme, como muchos de los que me han rodeado y me rodean. Pero esta vez, me molestó que un ser tan maravilloso como tú, cayera en esa telaraña inventada… Verás… así nace y crece la infamia, pero nunca muere por completo… Por eso, es bueno conocer a las personas calumniadas y –además- a quienes las desacreditan…”-

Sin darse cuenta, la prima de su padre, se transfiguró en una de las escultoras de su modo de ser, y en el espejo donde se reflejaría de ahora en más.

Terminando con lo que restaba de esa mañana, la señora Cristel dilató su verborragia hasta Sol en su álgido cenit:

-“Con respecto a lo que escuchaste estas dos últimas noches…”- Entusiasmada, le preanunció de quien verdaderamente estaba enamorada, percibiendo la negativa de la mozuela cuando quiso proseguir:

-“¡¡No, Corine…!! No hace falta que me expliques nada más… No es necesario…”- Expresó, apocándose en el tapizado que evitaba su desaparición, tras sus mejillas puesta de mil colores por los aturdidos recuerdos cuando la luna timoneaba maliciosa.

-“Lo es, muchacha… Ello despejará tu incertidumbre por completo… Alguien debe conocer la sustancia de todo esto… Sé que cuento con tu confianza… Además, ya eres una mujercita y no debes ignorar ciertas cosas que, si Dios quiere, ocurrirán cuando te enamores…”- Anticipó como profeta, reanudando su exposición:



-“El diálogo que escuchaste hoy en la mañana, entre el señor Westinghouse y yo, acerca del comisionado Iron, se refería a que él se ofrecía a negarme cuando éste viniese a flirtearme, como lo viene haciendo desde hace unos meses… El jefe, no es ni será nada mío… Yo, amo a otro hombre, el cual es mi Vida, y seré suya hasta el fin de mis días… Eres la primera en saber que pertenezco -en cuerpo y alma- a Paddy… Sí… aquel que todos conocen como mi mayordomo, como mi amo de llaves… El propietario de las llaves de mi corazón… Él, es el que me estremece, y no otro… ¡¡Lo adoro con todo mi ser, Esmeralda!!”- Admitiendo con efervescente descuello, al caballero que la conmovía.

La primogénita de Brighton Dickens, estaba pasmada. No puramente por la firmeza de Corine, sino por encontrar la cara de la moneda que la gente barajaba con absoluta falsedad y ligereza, asegurando que el envés del vil metal, era el que ellos pregonaban, llevando y trayendo chismorreos a los confines de Illinois y sus alrededores.

La pariente que se daba a conocer, se fortalecía –literalmente- en el centro de la vida de la manceba, mientras durase su permanencia en el hogar.

En las últimas oraciones, hizo el intento de justificar lo oído por Esmeralda, la noche previa a su gran revelación, pero -ésta última- se opuso a más aclaraciones, esquivando a que continuara destapando con tanta facilidad lo que ya se imaginaba hacía cuando estaba a solas. Entonces, se cerró a una nueva declaración, como siempre lo hacía cuando se exaltaba.

La refinada burguesa, respetó su hermetismo, poniéndole fin al valioso diálogo surgido:

-“Está bien hija, honraré tu negativa… Me doy cuenta que sabes a lo que me refiero… Lógicamente, no hubiera entrado en detalles… No es necesario hacerlo… Quizá algún día, me comprendas en ese aspecto… A veces, el instinto y las ganas superan la espera por el ser amado, y una acorta los tiempos complaciéndose, explorándose, conociéndose a sí misma…”-

Poco después, ambas fueron a almorzar. El Sr. Paddy, las esperaba con una sabrosa y suculenta comida. A la huésped, le costó retomar la conveniencia que había adquirido. Empero como nada es imposible, más aún si la cálida compañía de una buena amiga y consejera hace el entorno más placentero, rápido se amoldó a la sustancia de una muchacha con la mente en expansión.

En días sucesivos, a pesar de la profunda consideración que sentía por Corine, no podía dejarles de narrar lo acaecido a sus dos compañeras de colegio. En primer término, por lo que llegó a enterarse; las debilidades de la carne, era un tema en común de sumo interés, que seguramente debatirían -entre la tres- en las horas de recreo. Y, en segundo lugar, tenía la responsabilidad que se supiese la verdad de su prima, aunque fuera solamente en la pequeña e íntima sociedad a la cual pertenecía. La mentira, no sobrepasaría a lo auténtico.

Pasado un tiempo, y llegado el quinto día del septenario, la joven fue llevada a airearse en un paseo con la señora Cristel que, mediante otra confidencia, le advirtió su pertenencia al movimiento abolicionista.

Si algo le faltaba a Esmeralda, era eso... Alucinada y sedienta de retos, ese sería el puntal inicial de la nueva ideología que la ungiría, recreándose en su más empecinada discípula, prendiendo en –ella- las simientes de la autodeterminación y la extinción de la tiranía, tal como la era conocida.

Rumbo al ateneo de las reuniones semanales, la invitante le refirió a quienes conocería. Asimismo, le adelantó que -en esa agrupación- eran varios los jóvenes asistentes, y que posiblemente ella sería la más neófita.



Ni bien entraron a dicho lugar, fueron recibidas con cortesía. Mientras varias manos fueron llevadas a las galeras de los señores, con sus damas reclinándose al saludarles; una bellísima mulata, unos cinco o –a lo sumo- seis años más que Esmeralda, con una prestancia nada común entre los habitantes de la ciudad, se abrió paso entre la muchedumbre y subió al púlpito para hablar con finura de índole palaciega.

Era habitual que algunos dieran prédicas al respecto, cada uno dando su aporte a la causa que revolucionaba a los yankee (**), pugnando desde los estrados con la palabra, en concordancia con los que libraban iguales ideales en los campos de guerra con la bayoneta y el fusil.

Esa mujer de tez bronce, dio un fervoroso y pasional discurso, captando a los oyentes con la facilidad de su labia, fascinando a las almas que la oían obsequiosa.

Su énfasis realmente emocionaba, enseñando con objetividad lo que padecían sus “hermanos” sometidos.

Entretanto se dirigía a un público, en cautivo silencio, Corine se sorprendió al reparar -en ella- la misma cadenita que solía detentar Esmeralda en el cuello, diciendo:

-“¡Es a la señorita Johnson en quien he visto tu misma gargantilla, niña! ¡¡Siii, estaba convencida que otra muchacha también la poseía!!”- Mirando afanosa a la novel correligionaria, bajo el sutil influjo de la oradora.

La sureña principiante, debatía su meditación entre lo que –admirada- sentía en la garganta de la joven Johnson, y lo que la prima contaba, buscando -con sus ojos- la réplica de plata pendiendo de sí.

Con su diestra tanteó, comprobando la carencia de lo que siempre ha estado en su sitio y arguyó:

-“¡Dios! Es cierto, Corine… Es igual a mi argento collar… Que por cierto, no me lo he colocado hoy… Hace días que se me desprende. No quiero perder el regalo de mi madre... No quiero extraviar lo que tanto cuidó mi tía…”- Rebatió con dulzor, trasportada por los prodigios de quien sostenía la voz cantante y eminente del salón.

Según la Sra. Cristel, la disertante tenía la particularidad de producir la sensación que, al impartir sus pareceres, arrullaba a cada observador sin tener que mirar a nadie en particular. Sin embargo, contradiciendo el argumento, esa fijó su vista en la más jovencita del recinto…

Una especie de magia se suscitó entre las dos, desconcertando a los concurrentes, tanto que la acompañante de Esmeralda, expresó sin reparos:

-“¡¡Hija, por primera vez, veo repentina y flameante alegría en tu mirar!! Creo que la prédica de la damisela Johnson, te ha llegado a lo más profundo de tus fibras, ¿verdad?”- Indagó con simpatía y simpleza.

-“¡Sí… así es, prima! Es como si una parte de mi hablara… Es como si la conociese de años…”- Contestó, levitando sobre las cuerdas vocales de aquella que pensaba exactamente como ella.

Igualmente, mucho más había por descubrir en ese atardecer y en la fría ventisca de Chicago, colmados de nostálgico porvenir, coloreando la deseada LIBERTAD en letras, y suspirado AMOR por óleos trigueños.

CONTINUARÁ…

Star InLove

(*) – Indios nativos que ocupaban una parte del estado de Illinois, los cuales HABRÍAN acuñado -según relatos españoles- la palabra “Chicaugou” que significa: poderoso, fuerte y grande. Este sería uno de los orígenes del nombre de esta ciudad.

(**) – Durante la Guerra Civil Norteamericana, el término “yankee” designaba a los soldados, pero se generalizó, siendo llamados así los habitantes del Norte del país (la Unión) por parte de los del Sur (la Confederación).










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