Capítulo 9



“Una luz en la oscuridad...”


En los minutos que perduró el conmovedor discurso de la señorita Johnson, la tarde se desvaneció en los oídos y en los corazones de los asistentes partidarios de la abolición. Su plática, sin llegar a la descripción detallada de la tragedia de los oprimidos, conllevaba una carga de extrema sensibilidad imposible de soslayar. Si bien, nunca había mencionado su raigambre esclava, era una cuestión intuida por todos los que allí permanecían, apenas conociéndola. En el fondo de su mirada, se adivinaba una impronta de honda tristeza. No solamente por sus raíces, sino que poseía algo mucho más allá de lo comprensible. Una búsqueda incesante y desesperada, un anhelo esencial inconcluso, aquel que le daba vida y provocaba que cada día lo comenzara con la esperanza como única impulsora. Frágil castillo de arena, desmembrado por el oleaje manso, que se lleva –una a una- las partículas fúlgidas de un fugaz espejismo.

Su mulata lindura, además del don de la palabra, contaba con esa otra faceta –indescifrable- contrapuesta con la exteriorización del reclamo de tantos en la nación.

Se la apreciaba reservada y distante. A veces sonreía brevemente, y muy poco demostraba de su ser, amén de avivar el alma al compartir la dialéctica.

Era un ente lleno de misterio. La vez que iba, o se retiraba del recinto de reuniones, lo hacía sola, sin aparentar pesar –salvo en su retina-, timidez o disgusto. Únicamente, un parco hombre la acompañaba a varios metros de la entrada, esperando a que concluyera -con su poética voz- dar juicioso parecer.

Ninguno de los presentes, había conversado con ella de manera personal. Ni siquiera Corine, siendo una de las más extrovertidas y sociables del lugar, lo había hecho. Tampoco aquellos hombres, prisioneros de su enigmático temperamento, seducidos por su convincente y suave dicción, lograban emitir palabra ante su estampa e inteligencia. No necesitaba de gritos acalorados, ni de dramatismo con estridencias. La simpleza de su elocuente retórica y presencia, bastaba para conquistar en todo sentido.



Esmeralda, no desperdició porción de sus enunciados; los grababa a fuego en el corazón. Y la señorita Johnson, no dejaba librada al azar el entusiasmo -entretejido con angustia- de la jovencita, que erguida la seguía desde su butaca, lidiando con sentimientos enemistados.

Las dos, divagaban en sus memorias. La señorita, navegaba por las reminiscencias de sus predecesores en su propia sangre. Y la jovenzuela, evocaba a Michael en “El Dorado”, flotando en un nimbo de Amor, ensombrecido con la espesa bruma de la espera.

En tanto, la señora Cristel –fascinada- observaba la sintonía de ambas jóvenes. La mayor, encarnando la generosa sapiencia del maestro; y la menor, personificando la admiración presta del discípulo.

Finalizada la exposición, la palabra autorizada abandonó el púlpito y se fundió con los demás asistentes que la felicitaban por sus dichos. Un gentío, se arremolinó a su alrededor, pero –ella- con sagacidad y altura, aumentada por los pies en punta, se dedicaba a rastrear a la muchacha de destacable devoción y juventud entre la muchedumbre, hasta divisarla haciendo lo mismo con su cálida mirada.

Se fueron aproximando, a medida que la Srta. Johnson agradecía los comentarios elogiosos, reclinándose amablemente, coronada de una correcta torzada circundando su cabeza, sin perder de vista a la mozuela Dickens que, encaminada decidida, iba a su encuentro.



Una senda sin escollos, se abrió entre las chicas. Los señores y las damas, inconscientemente cedían el paso a una sobrenatural reunión, quizás pactada decenios atrás…

Estando frente, sus rostros se tornasolaron en tórridos cachetes que, levantados por una sonrisa e iluminados por lágrimas traviesas barbechándolos, calcaron cientos entre los arracimados en las proximidades. Lo increíble, fue cuando ese conjunto de extraños, discretamente se apartó de sus lados, otorgándoles un espacio paralelo e invisible, de ellas y de nadie más.

-“¡Buenas tardes, encantada de conocerle, señorita Johnson!”- Se adelantó Esmeralda, reduciendo la lógica vergüenza ante una persona desconocida. Algo tenía esa mujer, que con una de sus manos sostuvo la suya, ocupando la otra al enjugarle el llanto que no alcanzó a ser, incitando esa reacción inmediata y fluida. Cuánto le había costado a Corine Cristel, acceder a la adolescente en los primeros días de su estadía en la mansión.

-“¡Buenas tardes, señorita! Que gusto de tratarla también… ¡Es usted tan jovencita, y es tan importante que le interese este tema complejo de nuestra humanidad… ¡Estoy muy satisfecha de que acuda a esta agrupación de amigos! Nunca antes la había visto, señorita…”- Dijo la más grande del armonioso dueto, formulando la obvia interrogación –implícita- al final del saludo, intentando saber el nombre de su seguidora.

-“Mi nombre es Esmeralda…”- Contestó, lacrando los labios antes de divulgar el apellido. Se enorgullecía de él, sin vanagloriarse, pero temió que -su denominación- fuera asociada con la tirana esclavitud. La moza, se sentía una intrusa, una espía entre los prosélitos que esgrimían la Libertad como último fin. Algo con lo que estaba absolutamente de acuerdo, y con lo que se comprometería a la brevedad.

Un llamativo brillo, surcó el semblante de la doncella Johnson, expresando con espabilada voz:

-“¡Cuantas casualidades…! Justamente, tu nombre coincide con el mío. Yo me llamo…”- Hablándole de “tú”, acortó las ceremoniosas –aunque antipáticas- distancias protocolares.

A punto de dibujar su signo en notas consonantes, la voz de Corine, interrumpió inquieta:

-“Esmeralda querida, es hora de irnos a casa. Ha refrescado súbitamente… Se avecina una fuerte tormenta de nieve”- Advirtió aligerándola, no sin antes saludar a quien había enfervorizado el clima en el ateneo con su pragmatismo:

-“¿Cómo está usted, señorita Johnson? Es un placer verla y escucharla, como siempre. Hoy ha sido muy… ¿cómo decirlo…? muy… arrebatador…. lo que nos refirió a todos”-

-“¡Señora Cristel, buenas tardes! El gusto es mío de contar con su apoyo incondicional”- Devolviendo gentilezas respondió, y prosiguió: -“¡Sí, así es…! Créame, he hablado con el corazón… Pero, no hay que sufrir vanamente; hay que luchar, cada cual desde su sitio”- Remarcándole la consigna a Esmeralda, desligando el nudo que ajustaba su gola.

La señorita Dickens, quedó perpleja por su alentador y enérgico alivio en esa máxima, e intrigadísima con el nombre de pila del símbolo de los ideales a perseguir. También, sucumbió con el destello de la cadena platinada, idéntica a la que solía colgar en su escote hasta hacía pocos días. Lamentó no tenerla consigo, incluso palpó, convenciéndose de que había quedado guardada en su habitación.

Como lo solía hacer ella, el remate de la gargantilla en la dama Johnson, desaparecía tras la inalterable hilera de botoncillos forrados de su impecable y sencilla vestidura. La pregunta que redundaba en su mente era: ¿Tendría un camafeo o una piedra preciosa?

El diálogo entre Corine y la virtuosa oradora, se entusiasmaba a medida que Esmeralda, conjeturaba curiosa.

Repentinamente, los asistentes se fueron yendo con celeridad; unos pequeños copos de nieve, se acumulaban copiosos en las calles.

-“Nuestro carro está por aquí... Si gusta, la acercamos a su hogar, joven Johnson”- Ofreció graciosamente Missis Cristel a la muchacha, que abrigaba lo visible de su largo cuello, con una delicada estola tejida a mano.

-“¡No, gracias señora! Es usted muy gentil. Descuide, a mí me esperan con un coche…”- Confirmó, igualmente educada.

Volviendo su atención a la jovencita Dickens, se despidió. Y con una expresión de deseo, auguró un pronto reencuentro:

-“Debo irme, señorita Esmeralda… ¡Quiera Dios volvamos a vernos nuevamente!”- Deteniendo el cumplido, cuando la otra estampó un sonoro beso en su mejilla derecha.

-“¡Ojalá que sí, señorita Johnson! Tenemos mucho de qué hablar…”- Replicó sonriente.

Las tres mujeres, saltearon el gran portal del salón hacia la acera y, sus caminos, se dividieron. Corine y la prima segunda, rumbearon hacia la izquierda, donde el conductor les abrió la portezuela del carruaje; y la señorita Johnson, a la diestra, encontró al caballero de color que bajó del coche descapotado y la recibió besándola en la frente. La desenvoltura demostrada en el estrado, dimitió con ese testimonio de entrañable afecto.

El corpulento y noble varón, reverberando algunas canas en su cabellera, exhibía adoración. En contados minutos, ella subió primero, con él apropincuado a la par. Luego, el vehículo tirado por un elegante corcel, azuzado con deferencia, se perdió con el níveo paisaje de fondo de la “Windy City” (Ciudad de los vientos), en dirección opuesta donde los ojos de Esmeralda, por el vidrio trasero de la diligencia, seguía enternecida la escena.

¿Ese hombre, sería su esposo o su novio?

En el interior del transporte, retornó a la realidad que la tenía cautiva… Demasiado poco podría hacer por Michael y su subordinada familia, viviendo en el vértice opuesto del sable -de doble filo- que desgarraba un romance incompleto. El mapa americano, ensañado con ellos, los colocaba en las antípodas.

Una vez más, el lazo con el que sostenía la capelina –ahora en su espalda- oficiando de soga asedada, la ahorcó desmesuradamente. Más no era él, sino era la desazón de estar donde no debía ni quería estar.

De algún modo, tendría que volver a Jackson si se proponía cambiar el curso de los acontecimientos, tal como venían y como era impuesto.

Corine, en el trayecto hacia la Casa Cristel, observó como la efervescencia de un rato atrás, iba perdiendo agitación en el temple de su compañía. Entonces, le habló sobre las distintas alternativas de lo ocurrido en esa tarde excepcional, sin apartarla del tema en totalidad. Hubiera sido un desatino platicarle de aspectos mundanos, aunque tampoco sería conveniente repetir lo que apesadumbraba a la adolescente. Sería mejor, reforzar el aspecto optimista y esperanzador que destacaba al abolicionismo, y no insistir en lo atinente a los avasallados.

La mujer, se había dado cuenta que –Esmeralda- allende la añoranza de su tierra y de sus querencias, preservaba un secreto que escapaba de su ánimo fluctuante y de sus alocuciones al dormitarse en el jardín invernal repasando apuntes escolares, nombrando a Michael.

Llegadas a destino, y después de una charla ardua de encarrilar, predominó la tibia serenidad de la abulia.

El señor Paddy, recibiéndolas con un chocolate caliente y con una dilatada sonrisa, consuelo de preocupaciones, derrotó el frío acechante en las esquinas de Chicago a lo paladín justiciero.

Con el adecuado calor emanado del tazón, la muchachita tomó el saludable color que ostentaba previo a concurrir a la convención. Menos azorada, acomodó lo útiles que llevaría a la academia al día subsiguiente, y le enumeró a la prima lo bien que se había sentido –pese a todo- en ese sitio. Evidenciando –abiertamente-, su entera fascinación por la joven Johnson, de quien no consiguió descifrar el nombre, conformándose con el desconocimiento de la señora Corine al respecto.

Mientras arreglabas sus enseres, y bebía la tardía merienda, la señora tuvo la gloriosa idea de mostrarle su libro de cabecera, ese que formaba parte de la fenomenal colección literaria de la que se nutría.

-“Si no me equivoco, este relato te gustará, mi niña… Lo ha escrito una amiga mía”- Se pronunció.

Abandonando todo, como quien es convocado a un hecho sin precedentes, tomó el pequeño y abultado libro titulado: “La Cabaña del Tío Tom” (*). Al sostenerlo, sintió tocar un trozo de cielo, notando que -en honor a la verdad- estaba escrito por una mujer. La rúbrica al final de la amistosa dedicatoria, grabada con grafismos de plumín, declaraba: “A mi querida amiga Corine y a su constante aliento. Camarada fiel de ideales, defensora empecinada de la Libertad. Mi eterna gratitud. H. B. Stowe”-

La rozagante lectora, se extasió en esa tinta azulada -algo diluida por los años- despejando sus sueños, convirtiéndolos en dechados tangibles y concretos, como lo era el papel que configuraba aquel libro concebido hacía poco más de una década por Harriet, la apreciada conocida de su prima segunda. La cual, pasó a relatarle quien era esa diminuta y grandiosa literata, que aunque la época no le había sido favorable; el machismo patriarcal, mantenía a raya a las mujeres que osaban desafiar la “disciplina” implantada, se había granjeado el respeto de un público hambriento de su lucidez.

Absolutamente nada, entorpeció sus ganas de alzarse en aras de los desposeídos, incluso cuando el fracaso de las primeras publicaciones, la abofeteaba -de lleno- en su creatividad despuntando endiosada. Tragaba el suplicio, se empinaba tras despeñarse al abominable infierno de la frustración, y –obstinada- enriquecía su aliciente contra la adversidad.

La chica de Jackson, examinaba con ahínco la tapa y la contratapa, más el significativo dibujo de la primera página, con cinco atezados personajes retratados en la afueras de una humilde casilla, escenificando el contenido del texto.

Los acarició, delineando -con dulzura- los delgados cuerpecitos, que le recordaban a su adorado Michael, estrechando la vivacidad de su tersa piel con el abrasador Sol de Misisipi.

La prima hablaba, y ella volaba lindando –etérea- por fronteras fantasiosas, recorriendo su personal fábula entramándola con la vida de la autora.

El tono en la narración de la ama de casa, y el peso real y afectivo del compendio, la fueron atrayendo a su “aquí y ahora”. Quizá, en lo que contaba Corine, se ocultaba el pase de regreso, ahí donde palpitaba el Amor, ahí donde su alma cabalgaba en la fe, bajo el influjo de un joven traduciéndose a hombre.



Según decía, Harriet había sufrido desde muy chiquita. Perdió a su madre a los cuatro años de edad, y vivió con una madrastra que marcó su muy particular perspectiva de la maternidad, vertida a la perfección en la obra. Más madura, con una aguda opinión de la vida, se mostró interesada en el tema del que muy pocos hablaban y aceptaban, por costumbre o por conveniencia, y del que demasiados, a lo largo y a lo ancho de la patria, “gozaban”: el trabajo esclavo y su indignante comercio.

Enseguida, se hizo una infatigable defensora de los derechos de los despojados que, en rigor del látigo, se desgajaban en los algodonales con el tiempo rayendo sus ropas. Y con sus existencias, agotándose por el “infortunio” de haber nacido con la belleza del bronce cuan sello natural.

Otros, los que por obra y gracia del Creador eran “favorecidos”… se hacían acreedores de las “bondades” de permanecer en las ilustres casonas, sirviendo a sus señores, y “ornamentando” los ambientes a modo de adornos vivos, con los atavíos de la “selecta” vestimenta distintiva de mucamos.

La señorita Dickens, se fortalecía y reanimaba con las revelaciones de la prima acerca de su comadre de esfuerzos inquebrantables. Y admitía que sus antepasados, fueron parte de ese juego ingrato al que ya no quería apoyar. Sin embargo, no podía negar que su padre, igual que otros tantos terratenientes contemporáneos, traficaba con el sudor y los vientres por un despreciable puñado de oro.

Vivir en esa parte de la nación americana, le había servido precisamente para crecer y conocerse a sí misma, y -por ende- comprender el pensamiento de los demás. En la larguísima permanencia, se había hecho una gran observadora. Además, se negaba a seguir siendo aquella niñita que se espantaba por todo, sin contrarrestar lo que tanto le provocaba rechazo, soportando como una esclava más las disposiciones patriarcales, agachando la cabeza en señal de sumisión y obediencia.

De cada quien había aprendido mucho. Por medio de sus pares –Marishka y Paulette- con las dudas típicas de la edad y la búsqueda incesante de respuestas, encontró que la curiosidad era arrojo, más no un arranque de indecencia irrefrenable por lo censurado. Que la invaluable instrucción de Corine, rayana a lo maternal, le despegaba sus alas, sin cobardías que la sujetaran. Y las sólidas voluntades de la señorita Johnson y de la señora Harriet Beecher Stowe, con sus altruistas y ejemplares misiones, la pondrían por encima del sufrimiento propio.

¿Qué le restaba a Esmeralda para hacer algo por Michael y por ella misma? ¿Acaso estaba agazapado, en el lugar menos pensado, el punto de inflexión que la llevaría a dar su grito de liberación?

Atiborrándose de la historia relatada por Corine, asumía que si la señora amiga de ésta, escribió ese y otros tantos libros, abriendo mentes y mostrando lo que nadie quería ver; ella, también podía realizar sus anhelos. Entonces, no cabrían imposibles.

Al final del día, en la mansión Cristel, algunos de sus integrantes le dieron paso al descanso… Otros no… Entre los desenfrenados de ardor, que gozaban del desvelo, se encontraba Esmeralda, devorándose el libro sugerido, con una pasión propia de los que abrazan otros conceptos. Sólo en los albores de la nueva jornada, recién flaqueó por el sopor del cansancio nocturno, barajando simbolismos indefinidos de “La cabaña del tío Tom” y de “El Dorado”; y de presagios oníricos que -a menudo- la ponía en jaque por ignorar su auténtico significado. Verdades irreales y realidades ensoñadas, reproducían su paisaje habitual en el rellano.

Con un impasse, la menguante Isis -en Jackson- le dio la bienvenida al Sol, asomando por las colinas de matizado corindón, con el leve invierno desgañitando su gélido soplido sobre los pobladores. El albor, ya había desperezado unas horas antes a Michael y su linaje, que después de un rápido desayuno y una ronda a donde adormecidos permanecían los recuerdos vivientes de “Piedrecita”, los estableció en sus puestos. Hester Sue, en la gran morada; y Walton, con sus hijos en el sembradío, recogiendo el preciado fruto en la cresta del blancor.

Durante las primeras horas de aquel día, su trascurrir discurrió como de costumbre, hasta que Junior –el hijo del antiguo capataz del abuelo James -ahora de Brighton Dickens- con su bellaco y avinagrado carácter, vociferó un sonoro y burdo berrido llamando al principesco plebeyo, ordenándole ir a donde el patrón, le reclamaba con urgencia.

Lo único que distinguía a Junior de Peter Coltrane -su padre-, era la juventud. Heredando lo peor de él, incrementó el torvo erario, con una altanería inflada por la amenaza –continua- de la fusta en la siniestra. Desarrollando, al momento en que tuvo uso de poder, un específico y visceral resentimiento por el menor de la estimada esclava de la señora Georgia: el agraciado y carismático Michael, en la cima de su mocedad.

De mirada ladina y perversa, se robaba las plegarias del que osara mantenérsela, mientras sobaba una barba y un bigote mefistofélicos. Infundiendo terror, espiaba a los súbditos del amo, encapotando su mollera con andrajos, empuñando una guadaña, simulando ser la condena y el verdugo amancebados.

En ocasiones, el señor Brighton solicitaba a Michael, cuando la indócil “Blondie” se negaba a cargarlo en su lomo, y lo expulsaba iracunda a la gravilla. Sabía que al acudir el esclavo, se amansaba con la dulzura de su cariño y con sus melodiosos susurros, hasta que conseguía montarla como al animal más dócil. Asimismo, recurría a él cuando precisaba ser acompañado a la ciudad por provisiones y herramientas necesarias en la hacienda.

En los últimos meses –Dickens-, se dio cuenta que el muchachito nunca había sido pernicioso para su hija, cavilando culposo por haberse permitido influir por las habladurías pueblerinas, acerca del viejo romance de su cuñada y el siervo John, con sus terribles consecuencias.

Enmendando errores remotos, lo hizo depositario de una confianza creciente -día tras días- generando envidia ciega en el descendiente de Peter, supuestamente el sucesor connatural en el círculo de allegados. Este, estaba al mando de los siervos del campo y de los capataces de menos rango, entre los que tampoco gozaba de simpatías, y entre los que se ganó el apelativo de “chacal”, por mostrar socarronería al reír burlonamente, observando el sobresalto al batir el flagelo, recalcitrándolo cruel en la hierba crecida del algodón, espantando al que desafiase su quebradiza autoridad. Sin ese elemento de disciplina, nunca hubiera sido “alguien importante”.

-“De mi hacienda, ningún vasallo se largará…A menos que sea con los pies hacia delante…”- Recalcaba maligno, al llegar noticias de fugas en sembrados colindantes.

Michael, por su parte y con respecto al señor Brighton, sospechaba que había sido el epicentro de la separación de su compañera, y no así la guerra, su permanente excusa frente a las exigencias de Georgia al implorarle por su hija, tras recibir algún esporádico correo que las refriegas liberaban de vez en cuando. Para no engendrar desavenencias, ni propagar las que ya había entre los sometidos, él aceptó resuelto la aproximación del patrón a su persona. Si al final, del caballero dependía que regresara Esmeralda algún día. Además, se sentía respetado y querido. No atrevía a sentir resentimiento alguno.

En relación a Junior, años mayor que él, dejaba pasar su disparatado embriague de supremacía, siempre que no excediera los límites, y no fueran más que amagues de herejía. En realidad, no contaba con el valor necesario para llevar a cabo sus fanfarronadas.

Específicamente esa fecha, el dueño lo convocó para que lo escoltara al pueblo por unas visitas pendientes y por adquisición de forraje.

Luego de preparar la carreta, partieron cerca de media mañana, a donde la ruta los orientaba directo a la capital, moldeando el contundente sonar de las herraduras de los caballos con la armónica musicalidad de la trova del labrantío, incordiado -de a ratos- por el andar impasible y molesto de Junior, pavoneando potestad, desviando su mirar al horizonte detrás de las figuras de “ese mocoso”, según le designaba; y del señor Brighton, rumbo a la suerte prevista. Hubiera querido estar –él- allí en la banqueta, con esos privilegios, al costado del jefe.



Ya en el pueblo, el jovenzuelo se ocupó de la extensa lista de productos que –a posteriori- pagaría el amo, en ese momento conversando de diversos asuntos, café mediante en la cantina, con otros rancheros.

Aprovechando el tiempo que le había quedado, y después de cumplir con sus instrucciones, pasó -tal cual lo venía haciendo- por la librería, todavía siendo cuidada por el complaciente sobrino del librero, que al recuperarse de sus dolencias, viajó a lo de su hermano –en California- a pasar unas vacaciones.

Como de costumbre al entrar negocio, Michael abarcaba con su amplia inteligencia los libros que, en los escaparates, llamaban su atención.

El garboso encargado, se había convertido en su leal amigo, después de esa vez que fue auxiliado por el muchacho, al romperse una rueda del carro que lo retuvo en medio del desierto sendero. Y siempre recordaba complacido la deuda pendiente por aquel antiguo favor dispensado.

Con un diálogo medianamente abierto, ellos se valieron de los pocos minutos contados, hablando de literatura y de la vida del zagal, muy prudente en sus revelaciones. El actual bibliotecario, desde el principio de la amistad, notó su habilidad en la lectura, además de una notoria sensibilidad, vibrando como arpa al referirse a parábolas y narrativa de épicas romanceras, sus categorías predilectas. Y le contaba –solapadamente- que leía libros a escondidas del señor Dickens. Era vox pópuli la veda a los estudios por parte de los sirvientes. Estaba terminantemente prohibido que supieran leer o escribir. Aunque Esmeralda, contrariando el pronunciamiento, lo había aleccionado conforme ella asistía a la escuela de Jackson durante la infancia.

Otras restricciones, a los que también se les obligaba, era la exclusión de instrumentos musicales en sus cánticos, suponiendo que eran usados como medio de comunicación a la distancia, instigando a escapes en los latifundios de pertenencia. De allí que se valieran de la destreza en sus pies, repiqueteándolos en danzas nocturnas. Y de sus espléndidas voces, emancipando los espíritus audaces capaces de una huida.

Seguido a la amena charla, el papelero le regaló –a Michael- una obra que, según le advirtió, era de origen clandestino. No se imprimía en esos condados, ya que trataba del imperio del cepo y el yugo, pero más que nada, hablaba de la división de las familias esclavas, cuando eran vendidos sus miembros más novatos y fornidos.

Con emoción desbordada, accedió al insigne obsequio de “El Señor de los Cuentos”, como lo llamaba refiriéndoles a sus padres de él.

La sorpresa, fue considerable cuando observó en la cubierta, el nombre de una autora secundando el sugerente encabezamiento de: “La cabaña del tío Tom”…

Una coyuntura en el cosmos, reunía a los enamorados igual que a los componentes de un eclipse sideral, uno dependiendo del otro, coexistiendo al otro lado de las barreras superfluas. Una alineación planetaria en la infinitud, empalmaba a los separados superando las latitudes y las trabas.

El sobrino del bibliotecario, le aconsejó leerlo a conciencia y tranquilo. Era fundamental tomarlo a modo de bálsamo y acicate, y no como ejemplo de barbarie, menos aún como alimento de la bestial revancha que no tenía en su hidalguía.



Previo a los agradecimientos, rematando la circunstancia, el caballero de letras le anunció que -en una semana- partiría a su tierra natal, preguntándole si tenía alguna carta para mandar a alguien en especial, subrayando –enfático- ese vocablo: especial...

Incentivando al desconcertado joven al desenmascarar sus sentimientos, aquellos que creía bien disimulados ante la vista de los demás.

Con prudencia y complicidad, “El Señor de los Cuentos” –sabio como ninguno- le dijo que lo supo enamorado, a poco de conocerle. Un fulgor increíble, lograba hacerlo rutilar entre la belleza del campo, en los días floridos con centenares de colores.

Allanando el impacto por la ciencia del bibliotecólogo, entreabrió su sentir, señalando cabizbajo el impedimento de enviar correspondencia debido a la posición que -según los blancos- tenía de “inferioridad”.

El sapiente, lo indujo a no vencerse ni apropiarse de esa imposición, que no le correspondía ni a él ni a ningún ser humano en la Tierra. El acceso a la educación, era intocable. Una riqueza, que se compartiría en tiempos venideros, cuando soplaran los vientos de cambio.

Mirando el reloj atornillado a la pared, se apresuró en la despedida, diciéndole que traería la carta -lo antes posible- para su “amiga del Norte”, como la definió en un vago ensayo de tapar lo que, a todas luces y a la vista del caballero, era su estrella guía en la inmensidad. Asintiendo resignado que quizá ella, ya no lo recordaría a esa altura de los aconteceres.

Él, reconfortó al muchacho con unos tenues golpecitos en los hombros, mientras mencionaba una frase, la misma recitada por Evol, el niño del jardín de jazmines en esa tarde lejana: “El Amor no muere, más vive por siempre”.

¿Cómo era posible que el bibliotecario supiera de ese proverbio? ¿Sería que él y el chiquillo, se conocían?

La respuesta, no llegaba a su puerto espiritual; el reloj apremiaba, y el amo estaría llegando a la carreta atestada de bultos con los pertrechos. No había lugar a preguntas.

Con la huella latente del estupor en el semblante, lo abrazó al amigo bibliotecario, y luego envolvió cuidadosamente el obsequio, y se largó a la carrera sin respiro, donde ya estanco lo esperaba Brighton, forjando una reprimenda y una interpelación, desprendiéndose de su boca:

-“Te demoraste Michael… ¿Por dónde andabas?”- Cuestionó severo.

-“Lo siento, señor Dickens… Me entretuve conversando con la ancianita de la tienda… No volverá a pasar…”- Se excusó, enfriando el calor que le encendía rosas granates en los mofletes, al caber la posibilidad de escribirle a su amada y ser descubierto en lo que se le impedía.

-“Bien… ¿Y qué es eso que traes debajo del brazo diestro, tan bien custodiado?... Vamos, dime…”- Perseveró con el interrogatorio, el próspero y ácido hacendado, entretanto Michael exageraba su respiración y el tamaño de sus ojos asustados….


CONTINUARÁ….

Star InLove

(*) – “La cabaña del tío Tom”: Es una de las creaciones de la autora abolicionista, llamada Harriet Beecher Stowe (1811-1896).



No hay comentarios:

Publicar un comentario