Capítulo 10


                                


“Un hombre joven – El regreso del pasado"

Tras tragar saliva, el juvenil Michael, a media voz contestó a la corrosiva pregunta de su amo, entre la lógica y el enredo:

-“¡Ahh…! ¿¿Esto…?? Pues… pues… es un pedido de mi madre, con el permiso de la ama Georgia, por supuesto… Son unos géneros de mantelería… Quiere confeccionar unos nuevos… para el comedor… para agradarle a usted señor… Por eso los cuido tanto...”- Así proyectó la evasiva más simple al aprieto propuesto por Dickens.

Guardando el libro debajo del asiento, disimuló lo mejor que pudo el trance. Si “El Señor de los Cuentos”, se dio cuenta de lo sentido por Esmeralda, cuánto más faltaba para que su padre se diera por enterado del enamoramiento que lo tenía a “mal” traer.

Mediando la ruta de retorno a casa, el patrón retomó la conversación, y lanzó una afiladísima daga oral, desvencijando al efebo, aún inquieto por lo anterior:

-“Oye, muchacho… ¿Te agrada alguna chica de la hacienda…?”- Lo semblanteó, sin dejar que deslizara sus ojos, allá donde las nubes se movían –hechiceras- en los cerros.

Sin percatarse, Brighton Dickens le servía en bandeja la coartada correcta, enfrentándolo también a una realidad que el mismo Michael, no había advertido hasta ahora, afirmando:

-“Te he visto hablar con Donna… Es una bonita joven, ¿cierto?”- Espetó con franqueza el señor.

-“... si… si… he conversado con ella, un par de veces nomás… Es bonita, como usted bien menciona… Y, sobre todo, es muy cariñosa con sus hijos y con los pequeños de la finca, amo…”- Acallando el sonido del pulso titilando en sus sienes, enfrentó el ardid surgido de su propietario para saber más de lo manifestado. Y silenció una extraña sensación, invadiéndolo al pronunciarse.

Esa Venus de canela, fue la única que más llegó a arrimarse a Michael en las últimas calendas. Ni las jovencitas de su edad, habían concitado su interés de tal manera. Incluso, traspuso el inescrutable cerco que él tenía con su madre, eterna noble consejera. Así como también, había logrado derrotar la cofradía impenetrable ostentada junto a dos de sus hermanos mayores, Jacob y Jeremy, los que también ignoraban sus sentimientos por la niña ama.

Donna, era bellísima. Con algunos años más, y con la dulzura inconfundible de la persuasiva y experimentada seducción, se hizo de la cordialidad de Mike, como se empecinaba en llamarle.

Más que nunca, él estaba confundido. Lo que al parecer iba a ser un día como tantos otros en el almanaque, con una pequeña luz al final del túnel señalada por el sobrino del librero, con su regalo y su ofrecimiento de mensajero, ahora viraba a un sector totalmente desconocido de su naturaleza… ¿Qué era esa otra emoción, que pretendía convivir con la imagen de su amadísima chica? ¿Quedaría ella reducida a una alegoría distante, vagabunda, sólo asegurada por la melancolía? ¿Por qué cobraba poderosa relevancia Donna en su mente?



Un mutismo alarmante, impregnó el retorno a la finca. El derrotero, se hizo más largo de lo habitual, insoportable, interminable e incómodo. El ambiente entre el padre de Esmeralda y él, se podía cortar con una cuchilla.

En el trecho restante, el andar cansino de los caballos los ubicó -en breve- en el verdegal que agoraba la casa. Con la inercia de lo corriente, el señor Brighton se disipó en el umbral de entrada; y el muchacho, desensilló y les brindó agua a las bestias que los llevasen a Jackson. Y al fin, se halló solo.

Después de haber descargado lo traído, se enfocó en las líneas para su amada, sumándole la búsqueda de un lugar específico para leer lo que el bibliotecario puso en sus manos en reconquista del optimismo, aún en la mansedumbre.

Estaba decidido, su próximo y flamante sitio de lectura sería la alcoba de Esmeralda. Un regio espacio de tranquilidad, donde se atenuaban las ideas, antes que las tinieblas trasnochadas languidecieran con los primeros rayos del alba.



En la mañana subsiguiente, se levantó con muchísima anticipación. Un cronógrafo profundo lo despertó y lo disparó, junto con el libro, hacia la enredadera que lo progresaría en una utopía asequible: la reaparición de su venerada.

Al abrir el ventanal, el relente de la brisa lo empujó –retozona- a la recóndita y expectante alcoba. Ahí mismo, el ejemplar del fruto de la escritora que lo refrendaba, se desplomó de sus brazos, deslizándose de entre las cuantiosas hojas, una nacarada esquela y un sobre repujado con palomas en la guarda, tan límpidos que invitaban a desangrarse en letras de Amor y canto.

Por los alrededores, buscó un tintero, la pieza faltante de su puzzle, encontrándolo a la diestra de un florero vacío, ya sin la alegría primaveral revistiéndolo. El tintero, con una insolente pluma erguida, custodiaba la tinta negada a marchitarse de buenas a primeras.

Se asió a ella, con soltura y delicadeza, estampando su inconfundible caligrafía, como lo hubiere hecho el más valeroso de los gladiadores en la arena blandiendo su espada, desafiando la incertidumbre al rasgar lo desconocido, trayendo la claridad a las almas de un coliseo en vilo.



Volcó sus fortalezas y debilidades en cada verbo. Retrató sinceridad, en toda la extensión del hipotético margen, centrando al final de la epístola, la estocada que perforaría las fibras de “Piedrecita”...

Perdiendo la noción del intervalo que lo amparó, y triunfándole a las contingencias por venir, rápidamente sus ojos se rebalsaron del resplandor diurno preludiando los deberes cotidianos. Recién ahí, se dio cuenta que no podría tener esa carta consigo, crepitando en sus dedos. Si tan sólo el Supremo Hacedor, le proveyera unos minutos… haría maravillas con ellos. Intentaría -antes que el día detonara por completo- llevarla al recadero prometido, legándola a su entera bondad.

En la lejanía, escuchó el relincho de la “Blondie”, murmurando en estrofas amanecidas, ser parte efectiva de su desvelo...

Obediente, dejó el cuarto desandando lo accionado, excepto por lo escrito y ensobrado. Miró que nadie anduviera por los alrededores, sondeando –con resquemor- el no encontrarse con la mirada escalofriante de Junior, tan negra como el pelaje de un gato que se aleja, ahuyentando la buena suerte.

El muy bribón, no estaba. Era el momento exacto de partir con las palabras que los ampulosos céfiros, no le quitarían. Y cauteloso, se disipó en la nebulosa hacia el establo. Asentó la montura sobre la yegua, y aupado hizo del traslado puro empeño y arrebato.

En un periquete, estuvo a las puertas del negocio de libros. Una de las ventanillas, llameando fluctuantes la luminosidad de los candeleros, resaltaba la figura del guardador, aseando las repisas con sus tomos, que tras el galope sostenido de la jaca, dirigió un parpadeo hacia Michael, sumamente animado y presto a ser atendido.

Prontamente, le hizo entrar, tomándole el mensaje destinado a Esmeralda Dickens, y asegurándole que él mismo haría un paso por Chicago, al domicilio designado en el frente del sobre.

Las gracias del esclavo, no concluían. Tan sólo se detuvieron con la voz levemente grave del hombre, explicándole que sería la devolución del favor conferido, por esa vez con el inconveniente de la carreta estropeada.



Quedaban a mano. Una de ellas lavaba a la otra, y las dos enjuagan el rostro. La moraleja de: ”Hoy por ti y mañana por mí”, concurría ante los dos varones. La caballerosidad del de más años, saldó el compromiso con la magna gentileza de un caballerito, germinando en andar agigantado.

Algunos sonidos del pueblecito, despertando de a poco, trillaron el reconocimiento. Michael, recordó que eso había sido un prodigio del Creador, una apertura de la capa de Cronos, donando -quisquilloso- segundos extras a la sazón.

Aunque la despedida fue muy rápida, sobraron los grandes augurios mutuos, apretones de manos y abrazos que holgaba el lenguaje.

-“Debo irme… Siempre me acordaré de usted y de su misericordia. Memorizaré sus consejos a través de libros y de pláticas… Es mi gran amigo, mi hermano… ¡¡Gracias miles!!”- Dijo el sirviente, preso de la toga temporal vuelta cadenas y grillete.

-“Eres un muchacho encantador, Michael… Tu chica, debe estar dichosa de que la ames tanto…”- Expresó, atinando acertado al objetivo.

Ni que hubiere atravesado la envoltura del mensaje, interpretando la encomienda a entregar. Era un hombre avieso en cuestiones amorosas. Eso explicaba su pericia en la lectura de la atmósfera, que contorneaba al muchacho.

Cronos, soltó definitivamente la doradura esférica, contenida en la enormidad del firmamento, con algunas tímidas y somnolientas estrellas, reluciendo los últimos esplendores hasta el apresurado atardecer invernal. Entonces, el trote de la yegua situó al jovencísimo jinete enamorado en la caballeriza, como si nunca se hubiera movido de allí.

Parecía un sueño. Empero, más concreto que lo sucedido no podía ser. Ya estaba en marcha su fragmento en las correrías de lo predestinado, todavía sin evidenciarse a pleno.

Seguidamente, Michael se sintió tentado de empezar a cultivarse con “La cabaña del tío Tom” mientras desarrollaba sus tareas diarias, más se contuvo, no sería correcto provocar demasiado a las bienandanzas.

Y, si de tentaciones se trataba… entre la hojarasca desterrada de la arboleda,que tachonaba el suelo profano de “El Dorado” cerca de ser bendito, reapareció contoneándose Donna, dándole los buenos días, en tanto –él- cepillaba las crines de “Blondie”, resollando a la intrusa.

Las mañas de la femenil morena, distinguía los instantes de extrema elevación sentimental del laborioso joven, y se magnetizaba como la abeja al polen.

Él, contestando –diligente- a la reverencia con otra, capituló con su voz; soneto embriagante que lo enmelaba.

Un remolino de confusión, lo estremecía. ¿Por qué se inquietaba tanto con esa sierva?

En Chicago, Esmeralda cada día se desperezaba con más bríos. No eran simplemente los visillos abiertos lacónicamente, alcanzándole los olores de renovados ciruelos fastuosos, que braveaban con la nieve en auge; sino, era un impulso arrancándola de abajo de una montaña de cobertores, sofocando el intenso frío, parándola en guardia.

Los primeros en recibir los mimos matutinos eran: la risueña Blosson y el jazmín inquebrantable, más gallardo y elegante que nunca. Lo que seguía, era la reincidencia invariable y estereotipada de la rutina ciudadana. Estudiar –en el colegio y en casa-, alimentarse, descansar, dormir… Nada era como cuando vivía en Jackson. Ahí, las cosas eran y se veían distintas. Evidencia suficiente que allá era su lugar.

Corine y el Sr. Westinghouse, se desvivían con agasajos, pero –ella- perdía encanto, dejando de ser la que había sido. Adolecía de Michael, llenándole la vida, aquella aún no vivida.

La señora Cristel, en sus intentos fallidos de alegrarla, la invitaba a pasear. Ya habían ido a algunos museos en la ciudad, justamente emblemática por tener muchos de ellos. Sin embargo, faltaba por conocer uno más, y ese sería el indicado…

La señorita Dickens, a regañadientes bien disimulados, aceptó. No demostraría su total desgano de ir a cualquier parte. La prima, había sido muy amable, y erraría en decir y hacer lo contrario. Estaba comprometida, y no contaba con la grosería como defecto, y menos con alguien tan amoroso y alegre. Por lo tanto, decidió partir a la exposición artística.

Al entrar en ella, experimentó la excitación de sus sentidos, exacerbados a un punto sugestivo y desconcertante. Bastó una pisada, y un aguijón se le clavó muy adentro en el pecho, requiriendo donde anidar definitivo.

Distrayendo su cabeza, que giraba en un inmenso caleidoscopio luminoso, escuchó a Corine poniéndola al tanto de una de sus obsesiones por excelencia… por no decir la suprema obsesión amasada por años.

Dentro de las tantas piezas de arte a recopilar, había una que le robaba el sueño. El cuadro de un artista, la obcecaba por su misteriosa belleza emperifollada en óleos. Jamás pudo obtenerla, ni intercambiándola por su joyería más preciada. Entonces, en las veces que la muestra itinerante tocaba Chicago, se acercaba a admirarla, encandilada por el clímax empalagoso que le daba sosiego.

La doncella Esmeralda, forcejeaba con formas esculturales acaparando su inocencia. Costeaba -a duras penas- el descaro con parpadeos frenados por la exaltación. Repentinas efigies, nacían de los pilares sosteniendo el templo a la genialidad. Maravillosas deidades -helénicas y romanas-, enseñaban sus curvas a quien las quisiere disfrutar. Y dioses masculinos, se enaltecían con el juicio distorsionado de las damiselas que ruborizadas, inspeccionaban las anatomías de Apolo y Júpiter, jactándose de sus protuberantes atributos, urdidos en el averno sensual de un obsceno artesano.

Tremolando contradicciones; las estatuas, se combinaban arteramente con pitonisas vírgenes, rememorándole a qué categoría correspondía, vio que –Corine- no permanecía a su lado dilucidando las historias detrás de tantos torsos esculturales. En el mismo segundo, escuchó su taconeo taquigráfico, direccionado al recinto principal del museo.

A continuación, la siguió. Una exótica energía, la llamaba, la inducía. Como en trance, sus pies se deslizaron, esquivando la figura de la dama Cristel frente al lienzo que la fascinaba.

Movió su cabeza, tratando de llegar con la vista antes que con el cuerpo. Y ya ubicada, una revolución de percepciones, la conmocionó…



Esmeralda, quería decir algo, aunque de sus labios sellados no discurría vocablos, sólo balbuceos. Sus pequeños pies, recubiertos de blanquecinas calcetas que la ajustaban hasta los muslos, tambalearon sin aguantarla. Mientras, un culminante concentrado de emoción, rebalsó sus lagrimales. Y acercando las manos -en votiva jaculatoria- a su cara, se convenció de lo que estupefacta la aturdía.

Lo primero que pudo trasmitirle a la prima, que jubilosa viraba a contarle que ese era su objeto de culto, fue:

-“¡¡¿Michael…?!! ¡¡¿Michael…?!!”- En inaudibles gemidos lastimeros, cuestionaba al infinito vacío y al cuadro, al igual que a un oráculo:

-“¡¡Son tus ojos…!! Tu mirada… ¿¿Eres Michael…?? ¿¿Mi Michael…??”-

Asombrada, la señora participaba de su conducta errática, lejos de su bien conocido eje de corrección, abstraída e inmovilizada por el “Retrato de un hombre joven” de Barent Fabritius (*), galanteándole a una chica del siglo XIX, desde el pasado en 1650.

-“¿Qué tienes, Esmeralda? ¡¡Has empalidecido mucho…!!”- Se aterraba Corine, haciendo vanos malabares para impedir que se desplomara a la marmórea galería.

Un anárquico caos, la mareaba en medio de los pedidos de auxilio de la familiar, hundiéndose en un abismal desmayo que la dejó inconsciente. Pese a eso, unos brazos firmes le evitaron golpearse…

El aire, retomó sus pulmones con pujante alivio. Una exhalación, fue el aviso que ya estaba en sí…. Oteando despistada a quienes circunscribían la descompostura, enfrentó los ojos de la dama, apantallándola con un catálogo; al administrador del museo, un simpático barrigón que le guiñó un ojo; y a quien la cargaba por la espalda, arrodillado en el piso… Un gallardo señorito que, frescamente y sin consentimiento, se introdujo en el mar bravo de su afluente llanto, torrente de sollozos.

-“¡Gracias, joven Hathaway…! Dios, ha querido que usted esté aquí hoy… ¡Gracias, por proteger a mi prima Esmeralda de un buen golpe! ”- Dijo la señora Cristel.

Poniéndose de pie y arreglando su ropa, la muchacha del Sur barajaba un amplio repertorio de pretextos por el vahído.

Le devolvió sonrisas al museólogo, y agobiada les agradeció al resto, conduciendo su ánima a donde reinaba el autorretrato del enigmático Fabritius.

Corine, se desarmaba en gratificaciones con el salvador ocasional, nombrando el apellido del novato ídolo, hasta que la joven cortó la conversación, desviando el tema:

-“Perdón… ¿¿Hathaway??... ¿¿Acaso es pariente de Chantal...?? ¿¿De Chantal Hathaway??”- Demandó incrédula.

-“Sí… Soy Pierre Hathaway, señorita Esmeralda, su hermano mayor… ¡Es un placer conocerla! Estoy a sus órdenes…”- Se descubría, dándole las señas de su relación con la insufrible estudiante, que hizo de su supervivencia en el colegio, una tortura.

-“¡Ah…! ¿¿Sí…?? Ya veo… ya veo… Por cierto… encantada de conocerlo, señor Hathaway…”- Contestó descolocada y bien enseñada.

Él, que había besado la mano de la señora Cristel, hizo lo propio con ella, erizándole los vellos de los brazos, al contacto con la piel de sus labios.

Un temblor, totalmente inentendible la invadió, aflojándola. Pero, dedujo que todavía permanecía bajo el efecto del desmayo.

El muchacho, sintió igual, enamorándose instantáneamente, sin más explicaciones que el instinto varonil.

-“Puede llamarme Pierre, señorita…”- Agotando el protocolo, que no lo dejaba doblegarla.

-“Bien, señor… digo... Pierre…”- Musitó. Y animada a más, palió el abordaje con barroca simpatía, quebrantando su asiduo retraimiento:

-“¡Ohh! Pierre… lindo y tradicional nombre gálico…”- Aprobó mundana.

-“Así es… Hace honor a la descendencia de mi madre... Mi abuela, era originaria de esas comarcas…”- Completaba detallista, parte de su historial.

Cómo era posible que un joven tan agradable, fuera consanguíneo de alguien dispar como Chantal, tan diferente, tan malvada y frívola.

Después de haber pasado una hora bastante embarazosa, el director del museo los despidió. El trío, fue el último en retirarse tras el percance de la chica, que con su cabeza vuelta un desorden, no podía olvidar aquellos grandes ojos del cuadro, cuasi hipnotizándola. Si parecía que en el caramelo de sus luceros, había un recado muy pronto a recibirse…

Asimismo, había quedado con una muy buena impresión del señorito Hathaway, el cual las escoltó -con su carruaje- a la residencia Cristel. Él, se vio prendado de la señorita, ni bien entró al museo, inclusive antes de la zozobra.

El atardecer, se acometía enajenado sobre Chicago. Y la prima, conforme avanzaba el carro, le numeraba a Esmeralda las bondades de Pierre: que su mamá era una ama de casa de carácter apesadumbrado, ocupándose –abnegada- del bienestar de sus hijos; y que su padre, era un encumbrado consejero del gobernador, que abandonó su eminente carrera de magistrado, enfrascándose en la política y en la abolición, inculcando a sus herederos el apego por la Igualdad. Cuestión que nunca prendió en la jovencísima Chantal, sólida y litigante adversaria, ejemplo patente de la segregación racial en la comunidad. Insolente y de malas maneras, se preparaba en atrapar –pronto- a un marido rico, apuesto y desde luego, blanco.

En cambio su hermano, con más afición a la doctrina liberal –de la línea paterna-, a pesar de ser estimulado para ser congresista, torcía esa predestinación por ambiciones más simples: seguir ejerciendo de notario, y formar una familia junto a una mujer -sin importar raza, religión o posición económica-, elegida por amor y no por exigencias sociales.

“Piedrecita”, entretanto declamaba –Corine-, se permitía comparar el rostro de Michael con el de la lámina, analizando parecidos y no diferencias. Era increíble que se asemejaran tanto. Debía ser producto de las ganas locas de estar junto a él, o -bien- producto de su jugosa sugestión.

La cuarentona señora, no era engañada con facilidad por esa supuesta consideración en las palabras emitidas. Se daba cuenta que –Esmeralda- no la escuchaba. Su mente, ya no estaba dentro de su figura, y menos todavía dentro del vehículo. Existía muy lejos de allí.

Curiosa y ansiosa de compartir confidencias, desfallecía porque -la doncella- le contara qué era lo que le había sucedido, al ver el lienzo generador de su inexplicable reacción.

La otra, por su parte, anclándose a la realidad adyacente, leyó en las entrelineas de su orientadora, y la aventajó, tronchando la descripción de los afamados Hathaway:

-“Es preciosa la obra de arte que te subyuga, prima Corine… Entiendo muy bien lo que sientes al verla…”- Se exculpó.

-“¡Estimo que te ha subyugado más a ti que a mí, querida…! No entendí muy bien por qué te pusiste así... Si quieres, puedes confiármelo... No es necesario que des detalles… Pero, sinceramente me inquietaste mucho… ¡Dios, llegué a pensar que estabas a punto de…Dios mio...! Te veías tan desencajada… ”- Decía pensativa, angustiada y cariñosa.

-“Si… creo que te debo una explicación por tal alboroto…”- Distendiéndose afirmó.

-“Es que… es que me acordé de mi… de mi amigo Michael, el de Jackson ¿te acuerdas?… La pintura, se le parece muchísimo…”- Intentó esclarecer Esmeralda, ocultando las llamativas señales que traicionaban su subconsciente.

-“¡¡Aah si, si… Michael…!! ¿Sabes algo...?? Cuando te adormeces, lo nombras...”- Corine sentenció directa, concentrada en el almendrado lago juvenil, rodeado de tupidas pestañas, cerca de desbordarse en una segunda etapa.

-“Si… Michael… MICHAEL, ES EL CHICO AL QUE AM…”- Así casi testificaba, con una confesión deambulando su acalorado semblante, cuando los caballos se estancaron en la ubicación indicada.

Al abrirse la puertecilla, ambas se encontraron con la finura de Pierre, asistiéndolas con superlativa urbanidad. Festejándoles con galanterías, les dio las buenas noches, después de rechazar -con estilo- el convite de Missis Cristel, a degustar un licor casero en la mansión. Disculpándose, aclaró la obligación de viajar con su padre a Washington -esa misma noche-, por algo más de cincuenta días, y por cuestiones relacionadas al cargo de este. Dejando abierta la posibilidad, cuando volviese, de frecuentar a la muchacha que lo obnubilaba.

La eventualidad, había querido que esa tarde –él-, hombre más bien estructurado por el trabajo, fuese a la exposición, lugar no frecuentado con asiduidad, asistiendo a una convocatoria del curador, para encargarle cuestiones burocráticas del patrimonio artístico vernáculo.

Ya marchado el joven letrado, y auto-postulado candidato amoroso; Corine y Esmeralda, en el vestíbulo de la residencia, se quitaron sus capas, considerando los aconteceres que hasta allí las secundó. Y, al disponerse en uno de los pomposos divanes del living, la campana de la entrada sonó a trinos celestiales, extrañando a Westinghouse, que conocía los matices del redoblante avisador.

Moviéndose cuan dandi, intitulado amo y señor de la morada, aunque hacía tiempo que el oficio de mayordomo, no era su principal apostolado… se dirigió donde el tintineo se hizo más temerario, quedando a mitad de camino al escuchar las palabras de su amante, de su endiablada secuaz durante las siestas solitarias, sudando sábanas con mieles, que preludiaba:

-“Deja queri… digo Paddy… Despreocúpate, puedo atender la puerta… Además, estoy más cerca…”- Propuso, entre risillas apretadas y un abrumador recato mal fingido.

Después de un rato, ella regresó con un sobre entre sus dedos, y un fastuoso rostro vaticinando felicidad. Mister Westinghouse, que la comprendía demasiado… inquirió con cierta molestia y desconfianza machista:

-“¿Te… perdón… Le ocurre algo mi señora…?”-

-“¿Eh?... Humm, no… no. Es sólo que… ¡¡Ese hombre…!! El que trajo esta carta para Esmeralda… Era… era… tan… ¡¡Señor, nunca había visto una mirada así, tan penetrante…!!”- Explicándole -sin remilgo- a quien era el bandido de su lecho.

-“¿¿Una carta para mí??”- Un brinco, arrancó a la joven de su aturdimiento.

-“¡¡Si querida…!! Tenla… No tiene remitente… ¿¿Quién te la enviará?? ¡¡Que intriga!!”- Infería la señorona, oteando los ángulos del envés y el anverso del envoltorio con aves en damasquinados ribetes.

La chica Dickens, se arrojó enceguecida a un pozo de alegría que desarticuló el entorno. De un zarpazo, se adueñó de la correspondencia, giró y dejó el hall, sin decir nada a los que –patitiesos- participaban de su actuar.

El mayordomo y la lady, supusieron qué traía ese mensaje. Sonrieron, compartiendo mucho más que códigos e indirectas, y cada uno se inmiscuyó en sus asuntos.

La dulce receptora de la nota, embrujada por la redacción vuelta confitura, discurrió lágrimas perladas encima la pomposa almohada, sirviéndole de inventado balcón.

Las vocales repujadas frágiles en el papel, aterciopelaban sus oídos. Junto con las consonantes, orquestando una insuperable sinfonía, la sumieron en una oda heroica a la devoción.

Mariposeando por esos signos, como Fénix resurgido, leyó cada párrafo retomando la lectura antes que un punto o una coma, le cortase las alas.

Consumada la misma, la secuela de esa partitura sentimental, abatió una catarata brotando -con decisión- de su pleamar, leyendo con caligráfica pasión adolescente: “EL AMOR ES ETERNO”…



Dicho y hecho, la flecha impelida a millas por Michael, la había hendido sin hipocresías.

El júbilo, se trenzó en brega con la desesperación que la hería desde adentro. Sus plañidos, no considerando desvíos, salieron pujantes.

La señora Cristel, que ese día no ganaba con los sustos, en unos cuantos pasos llegó a la habitación de su pequeña prima y -sin preguntas- la abrazó, en un efímero consuelo que no alcanzaría para que Esmeralda se desahogara por completo.

Entendiendo nada, miraba cuando la doliente sureña, temblorosa le mostraba el recado, y también buscaba -en su mesita de noche- una caja, que con dificultad cerraba por la infinidad de cartas que no llegaron a ver la luz de Jackson ni los ojos de Michael.

El recelo constante, a que jamás fueran recibidas por el destinatario, permanecía latente. O que fuera interceptada por su padre, y ello desatara una ira demoledora –peor que cualquier batalla- contra el muchacho de su vida.

Recién ahí, Corine le dio un acabado a sus presunciones. Por largas horas, las aclaraciones se exteriorizaron. Ya estorbaba la vergüenza, los miedos y las angustias zurciendo las entrañas. Era tiempo de hablar racionalmente.

Miss Dickens, dándose a entender, arriesgada pidió ayuda a ser enviada de regreso a Misisipi. La pariente de su papá, con cuidadoso candor, aceptó gustosa socorrerla. Pero, la escalada del drama llegó a su cima cúlmine, al reconocerle de quien estaba absolutamente enamorada… Nada más y nada menos, que de uno de los esclavos del rancho.

La veterana en amores malogrados, vio abrírsele la tierra debajo de sus suelas. Un vértigo transitorio, la desalentó sobre la cama.

Refregando sus manos y dispensándose, quiso disuadirle la idea, rompiendo la promesa:

-“¡¡Nooo!! ¡¡Un esclavo no, por Dios hija!! ¡¡No repitas la desgracia de tu tía!! ¡¡Nooo…!!”- Se negaba terminante.

Luchando a brazo partido, Esmeralda afloró -a lo tigresa- a pelear por el pacto disuelto, volcando la balanza con fundamentos que tenían mucha razón de ser.

Un caudal de dudas, la empujó a arrinconar a Corine, queriendo averiguar -a toda costa- esa situación de un pasado poco conocido. Solamente, había sido conformada con la versión de que Luisiana y uno de los sirvientes del señor Grimm, se amaron. Tras ser descubiertos, fueron mandados lejos. El vasallo rebelde, con rumbo incierto; y la hermana de su madre, un tiempo fuera de “El Dorado”, donde desgraciadamente se contagió de la maldita fiebre amarilla, falleciendo en un hospital de campaña.

La dueña de casa, se dio cuenta que -en su arenga- algo deslizó por descuido, encendiendo alarmas ensordecedoras en su oyente, desencadenando la voraz defensa.

Corrigiendo su mala acostumbrada incontinencia verbal, la tranquilizó, alegando que cuando estuviese en su hogar, debía hablar con su madre y hacerse de la historia completa, y no a medias como hasta ahora. No era ella, quien debía contarle de aquello.

Transcurrido el entredicho, que no empeoró por la templada madurez de Corine, le adelantó la estrategia a seguir para que terminara en Jackson como deseaba, bosquejando que –esta vez- le escribiría a Georgia, y no así a Brighton. La aprensión que su primo entorpeciera el resultado, la puso sobre aviso.

Ante otra exasperación pueril de Esmeralda, al nombrar a su madre como aceptante del mensaje, la reprendió resuelta, poniéndole un coto a ese bagaje irritante: emociones desmadradas, llanto desfogado y enfados enajenados. Ese proceder, no era el de una enamorada, sino el de una malcriada.

-”Es que mi madre, previo a mi estadía contigo, pronunció: “A Esmeralda no le pasará lo mismo que Luisiana…”... Así dijo la noche que decidieron mi exilio aquí… al otro lado del mundo…”- Resopló insurrecta.

-“¡¡No exageres, niña… Tampoco estamos en los confines del planeta!!“- Recriminó, y continuó pacífica: -“Y con respecto a lo que me cuentas de Georgia, no ha de ser tanto… En alguien debe confiar señorita Dickens... En alguien debes sentar los cimientos para construirte una vida al lado de tu hombre. Si al “no” ya lo tienes, entonces… ve por el “SI”. Sabes que cuentas con mi apoyo total… Así que… ¡Vamos, miremos adelante!”- La frescura de Corine, traía grata apacibilidad a la revuelta “Piedrecita”.

Los días, se sucedieron ordinariamente. El correo, se mandó según lo previsto. Restaba aguardar, y pedir al Cielo que llegara sin descalabros.

En Misisipi, casi una treintena de soles después, el recado cayó al cobijo de la señora Dickens.

Después de una detenida lectura, posterior a recordar –ensimismada- la antipatía que sentía por la prima de su marido, enfiló donde él repartía órdenes a Junior.

-“Brighton, debemos hablar… ¡¡Ahora!!”- Conminó en pocas palabras.

Con el ceño encogido, él la siguió hasta el despacho, y luego de reclamarle la inoportuna irrupción, atendió lo siguiente:

-“Quiero que traigas a mi hija… No acataré otro no, por enésima vez, como respuesta”- Apuró rotunda.

-“¡¡Ya te he dicho que no, Georgia…!! Conoces muy bien el peligro que sería cumplir tu capricho, con todo esto de los combates… ¡No, de ninguna manera…! He dicho.”- Descerrajó, sin dejar lugar a suspicacias en su inamovible dictamen.

-“¿¿Ah sí??... Pues bien, señor Dickens… Yo misma iré a buscarla. No coartarás más mis “atrevimientos” como tú has dado en llamarles también, además de “caprichitos”. Igual que has cercenado la búsqueda de mi hermana… ¡¡¡Con mi hija, no lo harás!!!”- Su irritada esposa decretaba.

-“¡Dios Santo, mujer! No me vengas con eso, por favor… ¡¡¡Cuando digo que no, es no…!!!”- Retrucó el intolerante, con ínfulas de superación.

-“Como diga “usted”… Ya mismo preparé el viaje a Chicago, a lo de tu adorada pri-mi-ta… Yo traeré a Esmeralda… Y deja de abusar de las terribles contiendas cívicas como escapatoria…”- Ultimando la conversación, dejó con rezongos a su esposo de pie a la par del longevo buró.

Sin embargo, el altercado prosiguió en la cocina, cuando Georgia le pidió a Hester Sue ser su compañera de ruta.

Frente a este “irrevocable acuartelamiento doméstico”, el padre de Esmeralda, acabó aprobando que su hija volviese de Chicago, siempre y cuando –él- la trajera. No fuera a ser que se descubriera aquel efímero y arrumbado pecado de juventud con Corine, hacía añares.

El estallido de la discordia marital, y el eficaz desenlace, llegó a oídos de Michael, que alborozado hizo del santoral una cuenta regresiva, desde que el Sr. Dickens dijo que sí, hasta admirar la belleza de su gema, destellar nuevamente en sus pupilas.

En Illinois, sin saber si -el envío- satisfaría las ansias de la jovencita, se efectuaron los arreglos de un probable retorno, prediciendo la consecuencia de la jugada magistral de Missis Cristel.

La jovencita, apenas si podía descansar. Afanosa y desorientada, por duermevelas rarísimas, pasó al menos una quincena esperando a que sus padres la fueran a buscar. Y un día, uno de los tantos en que se disponía a ir a clases, arribó el padre en medio de la nada, creyendo que era un segmento de las alucinaciones con Morfeo condimentando la tregua, como venía sucediéndole con el abuelo James, últimamente muy concurrente en sus sueños.

El recibimiento, fue más de lo que Brighton esperaba. Él, extrañado de no ver a su hija demacrada y aquejada, conforme aludía Corine en su favor, distinguió en las dos un dejo malicioso, triangulado –seguramente- con Georgia en Jackson.

Debió figurárselo, cuando las mujeres se ponían de acuerdo, “conspiraban contra los hombres”, apagaban volcanes y desbarataban cualquier armazón, por más consistente que fuese. En esta ocasión, ellas habían ganado….

“Piedrecita”, concurrió al colegio, y concluyó con sus estudios. Después de un emotivo adiós con las amigas, estimando proseguir la hermandad a través de postales, dejó atrás el claustro que la amedrentó el primer día que se consagró nueva pupila.

Si algo grandioso tenía irse del Norte, era no tener que a cruzarse con Chantal Hathaway en su vida. Por todo lo demás, había sido una experiencia como pocas, verdaderamente inolvidable. Una cosecha de afectos entrañables, que llenó sus arcas afectivas.

Desde luego, añoraría a Corine, amorosa segunda mamá; a Paddy, benévolo e indulgente; y a la que nunca volvió a ver en el ateneo de la revolución, y a la que no olvidaría por su lumínica aura: la señorita Johnson, que quién sabe en dónde estaría en ese territorio nevado.

Las lágrimas, tampoco faltaron a la cita entre las parientes, con la distancia ahogadas de ausencias. Pero entendían que, lo convenido, sería para bien.

Después de las renunciaciones, los Dickens –padre e hija- se condujeron a la estación del ferrocarril. En algo más de cincuenta horas, la apoteosis de sus vigilias, tendría conclusión. Pronto, muy pronto entraría a su mundo, la actual silueta de Michael, y no la que el pasado fue cincelando el idilio.

En los rieles, y dentro de su bolso, Esmeralda contó con la asistencia de la muñeca Blossom, su gran edecán; y del jazmín, dorado en ocres de equinoccios al padrinazgo de los solsticios.

Durante las leguas, sucediéndose apáticas, notó el semblante malhumorado y hasta huraño de Brigthon, En varias oportunidades, le consultó por su bienestar, pero él retrucaba la misma letanía austera: “Estoy bien hija, no te preocupes ni te angusties por nada…”-

¿Angustia? ¿Por qué? ¿Había alguna cosa que no le contaba?...

Al promediar el trayecto, en unos de los altos en las terminales urbanas, con el recambio de pasajeros en el convoy, subieron en Saint Louis tres atractivas jóvenes, regenteadas por una mayor que parecía ser la tutora. Su aspecto, era escultórico. Vestida íntegramente de enlutado negro, ocultaba la mitad de su rostro y su displicencia, tras un velo de encaje en igual tonalidad, transparentando unas redondas y grotescas gafas, que le daban mustia fachada de docta maestra. Una cuestión que no ladeó los ojos de los caballeros turistas, engatusados por sus mullidos labios húmedos, cuando reprendía –con modismos afrancesados- a la más bulliciosa del grupo, al protestar y lamentarse por no estar en Nueva Orleans, ciudad en la cual -alguna vez- decía haber sido feliz.

En uno de los almuerzo, en el vagón comedor del tren, a mesas de donde comían Brighton Dickens y compañía, la misma muchacha sermoneada le sonrió a Esmeralda, interactuando con ella. Sin embargo, unos leves toquecitos -de la recta cabecilla- en la cristalería de la acicalada mesa, y un seco: “¡¡Compórtate Amber...!!” la supeditó a juicio, a lo que sin “pelos en la lengua” replicó irónica: “¡¡Está bien madame Van Cartier...!!”

Pasado el episodio, no las volvieron a ver, ni en el sector del pasaje ni en el restaurante. O habían descendido en la parada anterior a Jackson, o -tal vez- se mudaron de coche.

Ahora sí, sólo un par de horas separaban a “Piedrecita” de Michael. Los nervios, cobraban forma en ella. Su estómago se anudaba por culpa de las libélulas del entusiasmo, aleteando aireadas, desatando remolinos que la encrespaban.

Y en la plantación, el precioso “Ciervito de chocolate”, que también hacía de la impaciencia un mandamiento, observaba detenidamente como su contorno danzaba en complicidad con Febo, pretendiendo zafar de la omnipresencia de Junior, fastidiando cuando podía: “¡Déjate de haraganear, perezoso...! ¡Sigue trabajando!”

De nuevo, sobre las vías, en las fronteras de Misisipi, a poco de llegar y a unos pocos kilómetros de la capital, la jovencita notó en Brighton puso un serio rostro solemne, no queriendo decir lo que debía decir:

-“... hijita querida… ha ocurrido algo... hace unos días… Tu… tu… Bueno… tu abuelo James…”- Conteniendo la boca, sin desclavar la mala noticia que guarecía, se vio sumamente sorprendido ante la contestación de su hija:

-“¡¡¡No lo digas, papá…!!! No es necesario… Créeme… Lo sé… Hace unas semanas atrás, el abuelo me visitó, y me dijo adiós mientras dormía…”- Comentó resignada, con gotas de sal que discurrieron serenas en su escote, refugiándose a donde la piedra preciosa estaba encerrada.

No hubo más que suspiros, preguntas a la lontananza achicándose, y la mudez en cada recoveco nostálgico, acordándose del papá de su madre cuando la mecía en el regazo, jugando con las figurillas del ajedrez, que intentaba desentrañar siendo chiquita.



Arribados a Jackson, sus pulmones se ensancharon por artilugios mágicos. Un diluvio insignificante, aceleró a los transeúntes -con mojados periódicos sobre sus cabezas-, al ser asaltados por un vendaval inadvertido. Si hasta los nubarrones lloraban… pero aun así, la tristeza daría a luz a los ánimos decaídos.

El guarda del ferrocarril, cooperaba con las maletas de Esmeralda. Ella, abrió su sombrilla devenida en paraguas asalmonado, instalándose en la carreta rentada, esperando a que su padre terminase la conversación con el viejo dueño de la librería, dando detalles de vaya a saber qué cosas, después que se reintegrarse al trabajo tras una corta temporada en el Oeste de América.

Su apuro, era tremendo. Las palmas, sudaban frío y ardor por la expectativa de ver a la familia de nuevo, y a Michael, por sobre todos ellos. ¿Habría cambiado mucho? ¿Cómo se vería? ¿Seguiría siendo su enamorado o se habría convertido en indolente ante su alejamiento? Lo eventual, aclamaba resolución en escasos minutos.

Brighton Dickens, captó en sus espaldas los nervios de la hija, y -seguidamente- se sentó en el carro, mandándole al mayoral, rápida marcha.

“El Dorado”, que aunque la llovizna desorientaba, se teñía de algarabía. La niña, regresaba de la gran metrópoli. Los comentarios entre los criados, eran: “Probablemente, vendrá con la promesa de compromiso con algún millonario...”; “Ya será toda una señorita distinguida, acostumbrada a ser complacida en gustos caros y lujosos...”; “La gente cambia mucho al estar lejos del pago...”. Esas, eran las presunciones de todos los que no la conocían demasiado.

Su madre, su abuela y Hester Sue, pensaban que había cambiado físicamente, y no tanto a nivel espiritual. No como para ser una completa desconocida.

Michael, aislado del cruce de suposiciones, se permitió arrastrar justo en el último tramo de la espera. De alguna forma, los corrillos le afectaron. Sin embargo, el rumor del aguacero traía otras percepciones: una música que congeniaba con el estampido apagado de los cascos de los caballos, arreando el pulso de resonancias sutiles; y un impulsivo estilete, ahuecando su centro.

Escabulléndose, con la ayuda de otros chicos esclavos del cultivo, fue en busca de lo que anhelaba: reflejarse en los ojos de ella.



En la medida que -el trote- de los animales surgían cercanos, sus pies recuperaron velocidad, topándose con un nogal, utilizado para tener una panorámica de la entrada a la casa grande y del cuarto de su chica.

Adentro de la diligencia, el corazón de Esmeralda comulgaba con el de él, disipando la leve lluvia y la niebla con una sonrisa, apercibiéndolas a abdicar del firmamento condescendiendo al Sol.

Todo estaba listo, todo preparado. El pandemónium en la morada, alentaba más la intriga. De la vacuidad anterior, a la finalización de las expectativas…

Y todo se aquietó, cuando los potros detuvieron su curso, posibilitando al -Sr. Dickens- bajar y darle la mano a su hija, asentándola en la tierra que la vio nacer.

Apoyando la punta de la sombrilla cerrada, su femineidad acomodó la falda y resbaló su pamela. Examinando hasta el más ínfimo rincón de los alrededores de su hogar, pesquisó -sin hallar- a Michael, que la observaba sigiloso y encandilado, al verla muy distinta con el cabello recogido -a lo damita-, y con la corsetería –recién comprada- efectuando gloriosamente su labor, empequeñeciendo su cintura, dándole un garbo ciudadano, velando a la chiquilla besada, aquella vez en el arroyo de los sabores…



Inmediatamente, tres cometas se ordenaron de acuerdo a las estaturas: la abuela Claire, la más espigada, a la izquierda de su vista; continuada por una solícita Georgia, oronda de verle; y Hester Sue, con una nenito -a upa- y exultantemente embarazada.

Esa visión, le generó la furia repentina de correr a los seis brazos extendidos, debajo del alero colmado de pendientes y colosales bougavilleas engamadas en fucsias.

Su admirador, asomado detrás del árbol, frotaba sus dedos en las rugosidades del añoso tronco, descargando estupefacción; y escuchando, colándosele entre las células, una sedosa voz conocida que lo aclamaba:



- “Mike… Mike… ¿Dónde estás?”-

CONTINUARÁ…

Star InLove

(*) – Barent Fabritius: pintor holandés (1624-1673) que se habría autorretratado –a la edad de 26 años- en la pintura que algunos denominan: “Retrato de un hombre joven”.


                                                     

                                         
                                            

                                            
               


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