Capítulo 11



“Pequeñas decepciones”


Despegando su cuerpo del árbol de nueces, Michael acudió al llamado de Donna, que aunque no lo reclamaba persistentemente, lo incitó a apartar la plenitud de sus sentidos de Esmeralda, estrechándose -metros más allá- en un abrazo con las mujeres de la familia.

Al mismo tiempo en que esa horda de cariño la sacaba de la escena que el jovencito había recreado mil veces en su cabeza entre los dos, imaginando el momento del regreso; él, sucumbía al tropel enloquecedor desprendido de los labios de su par, de la atractiva boca de la esclava que lo envolvía con cálidas vocales. Enseguida, la ubicó en los floridos rosales de la ama Georgia. Su panorámica, cambió por completo….

Fue tras ella, persiguiendo el espejismo atrapante que lo encantaba, prácticamente haciendo a un lado el corazón dedicado a “Piedrecita”, ya convertida en otra, perdido cuando la puerta del caserón fue cerrada por el señor Dickens. El eco percibido por su refinado oído, resonó al crujido cruel de un arcón atestado de cosas inservibles, listo a ser arrumbado en el desván del olvido. Nada era como lo había pensado en esa infinidad de meses de separación.

Sacudiendo las imágenes de amor adolescente con las que insistía ensoñado, sin esfuerzo alguno, le sonrió a quien lo aclamaba, como si a esa mujer no le costase arrancarle sonrisas, aún apabullado por la indiferencia de la que hasta unos segundo antes era su gema preciada, ahora más lejana que nunca, pese a estar tan cerca.

-“¿Me hablabas, Donna...?”- Preguntó, olvidando que era el único Mike de la finca.

-“¡Sí!… Quería pedirte si me podrías ayudar con el gatito de mis niños... El muy diablillo, ha subido al techo del depósito de algodón, y no puede bajar solo de allí…”- Se explicó, la más fantaseada por los muchachos de la plantación en edad de meritar…

-“Tranquilízate, por favor… ¡Ya mismo iré por él y se los devolveré a tus pequeños!”- Contestó, encontrando una misión que lo entretuviera, mientras tragaba el desaire de la hija pródiga de “El Dorado”. Aunque, lógicamente comprendía que ella debía estar con su familia, antes que con él, y más todavía con lo sucedido al señor Grimm.

En la intimidad del hogar, Esmeralda se aferró a su abuela y a su madre, compartiendo el dolor por la muerte del abuelo James.

Claire, ostentaba varias canas y la fortaleza digna de un adalid debilitada, sin dejarse vencer. Aún resonaban en la memoria, voluntades y presunciones que -su marido- le previno en cercanías del fallecimiento. Su aparente apatía, con la penumbra de llanto constante que no se manifiesta, pero se tolera, la alentaba fervorosamente a no decaer. Y la fragilidad de Georgia, quebrantada por un flamante revés de la vida, la encallaba firme a su flanco.

La recién arribada, batallaba afectuosa con la ansiedad de quitarles la pena, y la necesidad imperiosa de ver al chico que comandó su vuelta en las alas de papel de una carta amorosa.

Ni siquiera había podido voltear a mirar, al bajar del carro, y sondear los lugares típicos por donde se lo solía ver en el pasado. Su alma, había sido abstraída por esas mujeres, pilares fundamentales de su ser.

Igualmente, encontró los ojos cafés de su adorada Hester Sue, quien pariese al Amor de su vida; el universo particular, al que siempre perteneció, y al que quería reintegrarse -totalmente- lo más pronto posible.

Su adorada nana, la madre segunda e incondicional, se veía fastuosa y llena de dicha con el vientre preñado, sosteniendo al pequeñísimo Roy, su penúltimo hijo, estudiándola detenidamente con medio cuerpo apoyado en el pecho de sus raíces, y con el dedito pulgar oficiando de confite espontáneo. En unos segundos más, alargando sus regordetes brazos, exigió dulcemente ser cargado por la recién llegada, embobada con su graciosa carita.



-“¡Le simpatizas, mi niña!”- Dijo Hester, emocionada por el retorno concretado y por la reacción de la criatura.

Abandonando las lágrimas y los abrazos que la ataban al clan, hizo malabares para recibir al simpático chiquillo, y estrujar a la adorada sierva en un abrazo infinito.

Con un sincero y contundente: “¡¡Te extrañé…!!”, acompañado de los nombres de pila, se disiparon los sollozos de la bienvenida.

El cuadro hogareño, era fruto de la codiciada realidad de las féminas de “El Dorado”, que -en tanto- se asentaban, escucharon a la sierva, atenta como de costumbre, ofrecerles al amo Dickens y a las contertulias, sendos tés continuando con el maravilloso y cálido ambiente.

Con el bebé en el regazo, cuidándolo cariñosa, la jovencita de rodete en nuca, se colocó entre medio de las amas y señoras de la casa, que la enteraban de los pormenores de la pérdida de su querido abuelo. Una repentina enfermedad, se lo había llevado.

Previo a que la amargura las embargase, el gentil paso de la esclava les aproximó una bandeja con cuatro tazas de la infusión propuesta, al unísono con la campana de la entrada anunciando a Francis Dickens, viniendo a saludar a su única nieta.

-“¿Podrás traer un café para mi padre, Hester Sue?”- Con cortesía preguntó Brighton, abriéndole la portezuela al garboso caballero, sacándose la galera al penetrar en la morada.

Una sonrisa inmensa, levantó a Esmeralda y a su compañero de falda –el diminuto hermano de Michael-, abalanzándose a los brazos del abuelo que le quedaba. En su gabardina azul, ella refugió el rostro enrojecido y húmedo, disimulado hasta que lo notó bajo el dintel de la puerta. Otro abrazo contumaz, se hizo presente.

Transcurrida la mitad de la mañana, llegó la hora del almuerzo, donde -al fin- los asistentes alrededor de la mesa del comedor, referían novedades y contaban anécdotas, haciendo sentir muy cómoda a la viajera, como si nunca hubiere pasado tantísimo tiempo fuera de la hacienda de Jackson.

Oyendo a los comensales, “Piedrecita” miraba -de reojo- al envejecido reloj de pie, marcando los dilatados minutos que eternizaban cada soliloquio. La imagen de Michael, apareciendo por algún lado en cualquier momento, para saludarla o besarla, cristalizando el beso aquel en la estación de trenes cuando partió a Chicago, no llegaba nunca. Su mente torturada, planeaba alto y demasiado rápido, tanto que abandonaba el referente de las voces masculinas del mesón, yendo detrás de su cuento desbordando creatividad, brotando de su razón y sentimiento.

Era imposible que sucediera lo tan ansiado. Al menos, no sería en ese lapso ni espacio. Debería trasladar su fantasía a un sitio más apropiado para tal encuentro.

Al término de la comida, el postre y la extensa sobremesa somnolienta de la ceremonia familiar; padre e hijo Dickens, se encerraron en el despacho a hablar de la guerra y del “rebelde” presidente Lincoln, como Brighton le decía al poderoso oponente a la ideología que tanto resguardaba: la esclavista. Convertido para Esmeralda –decididamente- en su ídolo personal desde hacía meses. Naturalmente, guardaría su opinión al respecto. Decir alguna cosa a favor, caldearía el ánimo de los caballeros que tenían notorias divergencias en ese aspecto. Además, tenía claro que a las mujeres no se les permitía hablar de política en el Sur. Esos, eran temas atinentes a los hombres.

Algunos epítetos acalorados y subidos de tono, se deslizaban de la intimidad del cónclave de señores. El abuelo Francis, defendía con fiereza el abolicionismo, lo que provocaba terribles discusiones -muchas veces pasajeras- con el otro, según le resumía -por lo bajo- Georgia a su muchacha, camino a la habitación a desarmar el equipaje.

Desarrugando y colgando los vestidos, ellas se entretuvieron en una amable charla. La jovencita, detenía su locuacidad al escuchar algún sonido extraño, algún murmullo lejano parecido a los pasos de “Ciervito de chocolate”, intentando un acercamiento… Pero no… simplemente eran los rumores del sembradío.

Cuando retomó la palabra, un suave toque en la puerta de la alcoba, dejó ver a Hester Sue, entregándose al reacomodamiento de los bártulos, ampliando el resumido espacio a la decena de cajas de varios sombreros regalados por Corine.

Poniéndose al tanto de lo acontecido en el Norte, las señoras se entusiasmaron con las descripciones detalladas de Chicago dadas por Esmeralda, que luego de una hora entretenida, se sometió al cansancio de un agotador viaje de dos días y de emociones intensas.

La primera en abandonar el cuarto, seguida por la nana, fue Georgia al sentir el caminar presto de Brighton, rumbo al nido conyugal a descansar, luego de discrepancias con su padre. Una corta siesta, lo renovaría por completo.

Sigilosa, antes de entrar al cuarto, se aseguró frente a un dressoire espejado, estar bien arreglada y levemente sonriente. Accediendo al mismo, fue tibiamente recibida por una mueca y un débil bufido descuidado por parte de su marido:

-“Ah… eres tú mujer…”- Enrostró, girando y reanudando lo que había iniciado hacía un rato; refrescar el rostro con agua fresca de la jofaina.

-“Si, soy yo… ¿Acaso esperabas a alguien más, querido?”- Inquirió irónica, acariciando la espalda desnuda de su hombre, mientras -él- secaba las gotas que mendigaban atención en su sorprendido rostro.

-“Huum… has cambiado el semblante Geo… También tu actitud… Ya no alegas esas repentinas jaquecas, esas que te atacaban hacía un par de semanas atrás cuando estábamos aquí mismo… Veo que la venida de nuestra hija, te ha hecho muy bien… ”- Contestó mordaz y en carácter de amante rechazado.

-“¡Claro que sí, Amor…! La añoraba demasiado… Después de lo de mi padre, estoy mucho más sensible… Realmente, necesito de su alegría retumbando en la casa… Fíjate querido, si hasta las flores huelen deliciosas…”- Adujo, señalando fuera de la ventana a la floresta de “El Dorado”, desviando el tema central que el caballero ponía en tela de juicio, protestando por su falta de afecto. Luego, continuó con curiosidad:

-“Por cierto… ¿Tú, no estás contento con el regreso de Esmeralda?... Desde que llegaron, te noto contrariado…”- Culminó, desatando el abrazo que lo tenía inmóvil, meditabundo y austero de palabras.

-“Sí... por supuesto, estoy más que feliz con que esté aquí en nuestro hogar, Cielo… Pero… ¿sabes algo? Me he quedado pensando en una cuestión confiada hoy por el librero… Es tan extraño lo que le ha ocurrido… Él, no tiene explicación para ello. Y sinceramente, tampoco hallo una…”- Declaró Brighton, reflexivo y desconcertado.

-“¿¿Qué ha pasado...?? Cuéntame, por favor…”- Exhortó Georgia, transfigurada de estupor.

-“Siéntate… Te vas a sorprender, Cariño…”- Le anticipó él, acomodándose al borde de la enorme cama.

Relatando el singular suceso, que tuvo al viejo bibliotecario como testigo -presencial y predilecto- al poner los pies en su negocio, el día posterior a la llegada desde el Oeste americano; el maduro matrimonio Dickens, se dejó seducir por el etéreo halo que caracterizaba al hecho.

Según significó el admirado protagonista, increíblemente el lugar se encontraba impecable. Correctamente aseado, y con varios libros catalogados que él no había encargado; inclusive otros, que en condiciones normales tardaban en ser recibidos, más aún con la Guerra Civil impidiendo cualquier buen funcionamiento del traslado de encomiendas. Pero, lo más llamativo fue constatar sus arcas repletas de dinero, sin faltar ni medio céntimo de la suma equiparable a lo vendido por cada uno de los ejemplares -de las más variadas lecturas-, muchos de ellas de avanzado pensamiento.

El buen hombre, no daba abasto con el intríngulis en su comercio, desvelándose por algunas noches al intentar resolverlo. Además, los pobladores –entre los que se encontraba Brighton Dickens- aseveraban que su sobrino, había sido un afable tendero que los orientó y estimuló a comprar el arte escrito.

“¿¿Sobrino??”, repetía el conmocionado anciano cuando le preguntaban por él. El señor, no tenía pariente alguno, salvo su hermano afincado en el estado californiano, y –éste- no había tenido hijos. Por lo tanto. ¿Quién era aquel que estuvo pendiente y cuidó de la librería?

Nadie, logró el esclarecimiento del asunto. Simplemente, hablar de eso le erizaba la piel, aunque el sentimiento era por demás sereno. No había tenido ninguna queja respecto de su “pariente misterioso”. Los hombres y las mujeres, a las que al parecer impactó hondamente, referían sencillez y gentileza en el trato. Unos ojos penetrantes, rebosantes de intenso afecto, cautivaba a las femeninas compradoras de historias y consejos “censurados” para compartir con sus maridos. Y una sonrisa imperecedera con ellos, les inspiraba cenas románticas -y afrodisíacas- de recetarios de cocina, con resultados que hacían las delicias de los señores en la intimidad con sus asombradas damiselas.

Ciertamente, durante la estadía del llamado “sobrino del librero”, una ola de fecundidad y nacimientos, hizo renacer a Jackson. Así como los libros, incrementaron el patrimonio del bibliotecólogo; la pasión, compulsó victoriosa con los daños de las batallas, orientando a las parejas a través de lecciones apropiadas, volviendo a repoblar la ciudadela...

Lo desconcertada Geo, quedó estupefacta y expuesta. Ella, como las señoras del pueblo, había puesto en práctica las antiguas recomendaciones y técnicas de cuando recién se casaron con Brighton, cuando el Amor permanecía a flor de piel, unidos en cada punto insospechado del hogar y en los escondrijos del deseo.

El diálogo, sumió a los consortes, en principio enigmático por las múltiples interpretaciones del hecho narrado, ligándolos en un beso atrevido y algo más… que reverberó en el edredón; elegante manto de la ardiente pira matrimonial.

En lo mejor de la descarada sintonía, una galopada externa los arrancó del experimentado idilio sin pausas. Rápidamente, con los arrebatos enhiestos y empapados, lograron vestirse –nuevamente- a duras penas y con desgano, bajando del primer piso para a recibir a los visitantes, que sin aviso previo, pretendían saludar a Esmeralda a las tres y media de la tarde.

Ella, que no había sostener el sueño, y una hora antes del arribo de los que venían a cumplimentarla con reverencias, se esfumó a la cocina de Hester, luego de perseguir la sombra recortada de Michael, saliendo de allí.

Con un impulso desmedido, se adentró en la fragante esencia de vainillas, impregnado el reinado de la madura esclava, donde un apetitoso bizcochuelo, era bañado empeñosamente por un glacé de lima, que de una jarrita se vertía sobre su centro, derramándose licencioso a los costados.

-“¿Descansaste, mi querida?”- Le consultó la cariñosa matriarca culinaria. Prosiguiendo con: -“Lástima… Recién, acaba de retirarse Michael… Había venido a preguntar por ti, precisamente… ¡¡No tienes idea de lo que mi hijo te ha añorado…!!”- Inconscientemente recriminándole, con esas palabras que ansiaba escuchar desde que pisó la capital, renaciendo de sus cenizas. Después de temblar en ellas, recibió una puñalada verbal insospechada, desgarrándose en dos: -“Él, siempre me decía... Madre…¿qué será de mi hermanita…?”-

Esmeralda, sintió el zumbar estridente de lo increíble en sus oídos con esa frase, contrapuesta totalmente a la misiva desesperada delineada por Michael. Aquella que la devolvió a “El Dorado”.

Esto, no podía estar pasando… Nadar tanto para flaquear en la orilla...

Mientras el estupor la abatió en una de las sillas próximas a la estufa caliente, bebió sus lágrimas, soportando lo indecible y oyendo las letanías reposteras de la nana.

A metros de allí, el juvenil siervo se remordía los labios, descargando furia y recelo por lo que –minutos antes- atendió de su madre. La doncella Dickens, había vuelto de Chicago con un bagaje de lindos aprendizajes y con el nombre de un señorito elegante, deambulando -tímidamente- en la comisura de su boca.

Lo que Hester Sue y Michael desconocían, era que -ese mozo- pertenecía nada más que a su anecdotario en la Unión. Sólo lo había calificado como alguien muy agradable, emparentado con Chantal, su mala compañera de colegio como única particularidad.

Perdiéndose en lo que el amo le encargó ni bien llegó, el moreno desilusionado se disipó a sumergirse en la orden solicitada, queriendo olvidar lo que hasta ahora venía sucediendo indefectiblemente.



En otra parte de la hacienda, Peter Coltrane y Junior -su hijo-, mascullaban el revuelo armado en torno de Esmeralda. El padre le comentaba a su sucesor, que la muchacha se había convertido en toda una beldad:

-“La niña que, ya se ve, no lo es tanto… está hecha toda una señorita… Tan bonita, como lo era su tía Luisiana a la misma edad…”- Expresó con melancolía el mayor de los hombres, más un dejo de impudicia que brilló en su mirada al nombrarlas, relamiéndose con las letras de la última, disfrazando un sentimiento oculto con un gesto de burla sobre la primera mencionada.

-“¡¡Ahh… lo que nos faltaba en la finca…!!! Que volviera la tonta de vocecita recalcitrante… Miedosa como ella sola, además de chata y sin formas…. Aunque la vi al bajar del coche… al menos ahora tiene cintura…”- Manifestó Junior, coronando la oración con su emblemática carcajada siniestra, igualando el disgusto de su progenitor.

-“Créeme, ya no se la ve tan boba… Deberías presentarte ante ella, hijo… Tal vez ni te recuerde; ha pasado mucho tiempo… No pierdas la oportunidad de acercarte a la señorita Esmeralda… Quien te dice, que le gustas y nos sacas de pobres a tu madre y a mí…”- Remató el calculador y ambicioso Peter. Era otro de los padres que trataría de comprometer a su descendiente, por más que fuera un simple caporal, con la heredera universal de la fortuna de los Dickens-Grimm.

Bastó que dijera eso, para que Junior no dejara pasar el momento, yendo directo a la parte trasera de la mansión, entrando en la cocina a ver qué tan buena estaba la señorita.

La muchacha, todavía inmersa en la angustia der saberse encasillada de “hermana” por Michael, se reanimó al percibir una nueva sombra que se acrecentaba, a medida que su proximidad se acortaba.

Respiró profundamente, abrió bien los párpados y se entregó a la visión majestuosa del que creía accedería donde Hester Sue y ella, contrapunteaban una plática. Sin embargo, otra vez… ¡¡¡No era él!!! Era un muchacho, que le resultó familiar, intentando tapar sus intenciones ni bien la vio.

Sus ojos negros y desorbitados de chacal, se plantaron en cada rasgo de la linda carita de Esmeralda, y se despeñaron desvergonzados en unos senos que mostraban su recóndita línea divisoria, apenas escapándole al bolado del discreto escote, adornado con la cadenilla de la joya que la denominaba.

Sin dejar de observar –detenidamente- ese rincón de su anatomía, Junior se esforzó por aparentar respeto y amabilidad, desencajando las pupilas de ese sitio tan atractivo de la adolescente. Tomando su mano, la honró y se ofreció para ayudarle en lo que ella pidiese, de ahí en más. Mostrándose confiable e incondicional, profirió una máxima que pretendió postrarla a sus pies, sin conseguirlo: “Su órdenes serán mis caprichos, señorita…” Espetó, con falsa complacencia.



Enseguida y con disimulo, Esmeralda guareció su mano argumentando repentino frío, tras cerrar la chalina de crochet que cubría sus brazos, abrigándose el pecho. Un estremecimiento alarmante, la recorrió íntegra.

Hester, presenciando inquieta el suceso, captó su incomodidad. Y después de despedir con hábiles palabras al hijo de Peter, ocluyó la puerta detrás de él, ahuyentando los malos propósitos del engreído responsable de los esclavos del algodonal, adivinados con su acertada sapiencia femenina

La jovenzuela, entre la decepción de que no fuere su amado el que se colaba a saludarla; y la fea sensación de ser tocada por Junior, no podía con su alma. Algo tenía ese jóven en su persona, que no le agradaba nada. Lo percibió frío, aunque ardiera en su súbita aparición; e intrigante, por más cortés que se mostrara. Sería mejor, mantenerse lejos de alguien así.

Para colmo de males, una veintena de personas asistía su hogar a darle recibimiento.

En carretas o de a pie, fueron llegando: la antigua maestra; el director de la humilde escuela de Jackson; el banquero, junto a sus descendientes varones, prestos a erigirse en candidatos amorosos; y otras familias, con iguales pretensiones… Pasearse delante del patriarca Dickens, accediendo a su apreciado consentimiento y a una caída de ojos de su valiosa hija, estimada en lingotes de oro que realmente valían la pena.

Una romería, se desarrollaba en la estancia “El Dorado”. El pueblo, en su totalidad, había copado la señorial sala principal.

Con el desarrollo de los acontecimientos, quedaban menos posibilidades de ver a Michael. El único con el que la prendada “Piedrecita”, deseaba compartir gestos y sonrisas. Aunque todas las miradas ajenas, confluirían sobre ella escudriñando sus pensamientos, interceptados de a ratos con el campaneo de la entrada no cesando en su continuo llamado.

Mientras las ayudantes de Hester Sue apuraban las infusiones, esta emplataba las famosas masitas y tortas, a la vez que Georgia se apostaba de centinela, dejando pasar al interior de la casa a un desfile de mortales, dispuestos a retirarse de allí con un indicio prometedor de boda futura.

Ya acomodados en los confortables “Luis XV”, se aguardaba a la Srta. Esmeralda, que sin privar a los asistentes de su estampa, hizo la tan mentada aparición. Un runrún de admiración, colmó la tarde. Su encanto y presteza, captó el reflexivo vistazo de los invitados. Las señoras y señores, aprobaban lo que veían con un ademán de asentimiento a sus hijos, que embelesados rodaron desde el alto tocado de la muchacha a las impecables guillerminas de medio taco que la sostenían erguida.

Con un: -“¡Buenas tardes, damas y caballeros”- Se congració con sus espectadores, así como lo hacen los actores al descorrerse el telón en una ópera prima. Cada uno con su papel y su guión improvisado, pero ella soportando el peso del protagónico.

No faltaba casi nadie… Incluso, los entrometidos de Peter y Junior que con cualquier excusa, se habían filtrado a la velada. Empero, MICHAEL -TIERNO PRÍNCIPE DE JACKSON Y DE SU COSMOS- ¡¡¡NO SE HALLABA!!!....

¿¿Cuánto más faltaba para por fin reencontrarse??

CONTINUARÁ…

Star InLove









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