Capítulo 12




“El elegido”


Esmeralda, desencantada por no haber podido ver a su Amor, ya daba por descontado que el atardecer se adueñaría de un día para el olvido, en medio del amable servicio de tés por parte de las anfitrionas: su madre y ella misma. Fue entonces, cuando zozobrando en el aburrimiento de elogios melosos, una voz aterciopelada, sutilmente grave y de extrema dulzura, sumergió en el vacío a los que la rodeaban.

La beneficiaria de alabanzas y adulaciones, como arrancada de un espacio atemporal, se enfocó -con su ser y su existencia- en esa boca de donde provenían notas musicales de fascinante matiz....

Fue abriendo -de a poco- la visión panorámica obtenida. Una revolución en su ánima perpleja, escapando en un suspiro, le permitió ver –aturdida- el magnífico rostro de Michael, su amadísimo galán que de pie junto a su padre, recibía en el oído el mandamiento cumplido con la meticulosidad del caso.


-“Hice lo que usted pidió, señor Dickens”- Argumentó sólido y seguro de sí, hasta encontrar el sueño hecho real: Esmeralda frente a sus ojazos color cacao recién macerado.

-“Gracias…”- Expresó secamente el tutor de la joven, en una vaga tentativa de apagar el rugido sordo de la reunión, descerrajado de cada lengua bífida al ver al chico ahí, dirigiéndole la palabra a la niña de la casa luego que esta lo saludase:

-“¿Cómo estás, Michael?”- Pudo balbucear ella, mareada por la inspección del muchacho, logrando con sudor y sangre, no demostrar la alegría imperante en sus sentidos.

-“Muy bien, señorita...”- Fue lo único que él contestó, confundido y abochornado también por lo que oía de los invitados:

“Dios… ¿Qué hace un esclavo de campo aquí en la mansión?”; “¿Cómo permite Dickens que le hable con tanta familiaridad a su hija?”; “Esto no es sensato ni aceptable, bajo ningún punto de vista”, entre otras cosas podía entenderse.

Antes que las habladurías de siempre desembocaran en el consabido: “Estamos frente a otra desgracia, como la de hace añares en esta finca….”, refiriéndose al estigma de Luisiana Grimm y el esclavo John; el amo, cortó los corrillos haciendo caso omiso de los mismos, duplicando –riesgosamente- el reto con un anuncio:

-“...el fiel Michael, es mi mano derecha aquí… Es muy servicial, deferente y prolijo… ¡Muy pronto, tendrá una buena recompensa por su lealtad…!”- Enumeró el caballero.

En tanto Esmeralda, notando los delicados dedos de su madre, deteniendo la cascada caliente de la tetera temblorosa a punto de desaguarse sobre los pantalones del aterrorizado director de la escuela, se hizo objeto de un recorrido apasionado por parte de quien la amaba desde ese pandemónium de presagios detestables.

Él, no dejó un milímetro de las pálidas mejillas de porcelana sin peregrinar de su algo más que amiga.

Los ojos de ambos se cautivaron sin importar el entorno, ni los límites corporales ya descorridos. Nada existía más allá de ellos. Voces altisonantes, que decían cosas indescifrables. Sentencias que condenaban sólo a quienes la emitían como jueces mezquinos.

Y Michael y ella ahí… incendiándose en brasas vanidosas de los que no reconocían el Amor, así tropezaran con él.


La inmortalidad del instante, duró lo que los sorbos y las mordidas consumían la merienda, dejando de observarlos extrañados y acordonándolos con comentarios puritanos. Era evidente que para que la gente dejase de hablar, convenía llenarles las fauces de dulzuras con el fin de ablandarles el corazón.
El escenario menos pensado, conjuntaba a los jovencitos que parecía siglos no se contemplaban.


Repuesto de la felicidad mixturada con patrañas de pueblo, la prudencia del moreno primó y se fue agachando la cabeza, tras pedir permiso de retiro a Brighton Dickens.
Muy cerca de la escena, Junior criticaba –a la par de su papá-, refunfuñando rencores contra el sirviente y contra Dickens:


-“¿Escuchaste padre…? ¿Has oído lo que yo…?”- Manifestó, catalogando pormenorizadamente los puntos del diálogo: -“Le dijo “señor” en lugar de “amo”, como yo le digo…”- Continuando con lo que más había herido su ego: “¿¿Recompensa?? ¡¡Por Dios, si he hecho más yo por el amo Brighton que este… que este… mocoso...!! ¡¡Diablos!! ¿Qué es eso de premiar a ese…?”- Cuchicheó profiriendo sapos y culebras.

En tanto su padre, ultimó duramente la andanada de blasfemias orientadas al Creador.

-“¡¡Cállate, Junior!! Deja de maldecir de una vez, quieres… Mejor ocúpate de engatusar a la palomita...”- Peter bastante harto, lo conminó enfurecido, aseverando: -“Lo único que haces es quejarte, hijo… Deja en paz al muchachito… No es más que eso… No le des más entidad de la que tiene… Y actúa como un hombre, si quieres que ella se fije en ti… Basta de arrastrarte ante Dickens y familia… Son tus patrones, no tus dueños… ¿Comprendes?”-
Al fin alguien ponía paños fríos al mal carácter del joven Coltrane, reencauzándolo en lo que aviesamente planeaba. Rezongando -los dos- se introdujeron en sus trabajos.


Así llegó la cena y la quietud de la noche, habitada por sus gnomos y espectros. Los elementales, labraban el adormecimiento de los adultos; y los fantasmas, emergían de las tinieblas espesas de Michael y Esmeralda, con interrogantes cascando las altas horas de la insaciable madrugada, procurando ungirse en desvelos absurdos. Inclusive obligándolos a transitar por los vaivenes de reproches y culpas: “Michael, no demostró tanta alegría al verme hoy… Ni parece que hubiere sido el de la correspondencia atormentada…”; “Y si… es razonable que no pudiera hacer nada… Mis padres y todo el mundo, estaban expectantes de lo que dijéramos…”. Sospechó “Piedrecita”, dejando pasar a un rayo solar por los visillos de lino y los entretelones de la pana morada, oscureciendo la paulatina alborada.

El juvenil Michael, flechado hasta la médula, se obstinaba con idénticos reclamos y consideraciones fatigosas: “Ella, no fue muy elocuente con el saludo esta tarde…Apenas si me miró…”; “Ni que estuviera avergonzada porque le contesté al saludo”; “Bueno... qué podía pretender yo… si soy un esclavo…”-

Idas y vueltas, oscuridades y luces de la adolescencia que duele y aletarga, más cuando no se comprenden los hechos cotidianos caratulados de “destinos marcados”.

Fastidiosas horas, fueron las transcurridas entre la medianoche y la mitad de la mañana siguiente. Poco dormir y demasiado pensar precipitado, tanto que para el mediodía, los jovencitos habían deambulado por una existencia entera, aún sin haber respirado de un primer día juntos y en soledad.

Como acordaron con el señor Dickens en una reducida charla, Michael regresaría del campo de algodón al alcanzar Febo su diario cenit. Un fugaz chapuzón en el río, más un paseo por el bosque, secando su ropa con el extrañísimo calor torturando el final de un invierno intrascendente del Sud, lo reconfortaría, sin concebir jamás que -en ese momento- se conformaría un milagro en “El Dorado” frente a su persona...

En medio del follaje, de imperecedero verdor como el de los berilos refulgentes, la primorosa Esmeralda brotó paseando serena, olisqueando una rosa carmesí robada al jardín de Natura. Iba gloriosa, enfundada en un sencillísimo vestido lila, sin el antipático miriñaque que la aislada del universo.. Acompañada de su cabellera renegrida de abismo azabache, revuelta como los anillos de Saturno, entre lánguidas ventoleras provenientes del éter sideral.

Michael, quedó estupefacto con la alucinación. Se apresuró a salir del agua -brava en sonidos-, suspendiendo el trino de las aves reinantes en un cielo más celeste que nunca.

Mientras esa niña vuelta una sílfide, abrió sus ojos, lo halló manando del torrente translúcido cuan regalo de Dios, goteando lágrimas de arroyo manso que lo acariciaban confabuladas con el Sol.

Lo vio mucho más espigado que el día anterior. Derrochaba belleza, apagando cualquier indicio ostentoso sobre lo creado por Dios. Dejó de haber rio, hierba, flora y pajarillos. Simplemente él hechizó el paisaje, encumbrándose endiosado y digno de ser reverenciado. La estremecida mujercita, sucumbió inevitablemente...

Sus parpadeos, lo pincelaron en una travesía que lo atesoró por completo. Fue de su suave y tórrida mota, enmarcando ojos sobrecogedores, a una sonrisa de nácar impecable y centelleante. Prosiguiendo por sus pectorales, que exhibían un par de insolentes tetillas erectas. Y se detuvo, de manera descarada en una entrepierna transparentada -por obra divina del agua-, adhiriendo el lienzo ocre de sus pantalones, sobre una protuberancia exageradamente llamativa, dibujando formas imposibles de no curiosear por más que la ingenuidad le dictara no estancarse justo allí…

Fingiendo que nada la había sacado de su eje, ella inspiró por última vez de la flor, como si en su corola hubiese un brebaje mágico que le otorgaría la resistencia a la armonía admirada.

El apreciado con obstinación, velozmente colocó su camisa tapando lo prohibido, anteponiendo sus manos delante de lo que a la joven tanto la perturbó.


-“¡Hola, Esmeralda…! Te ves muy bien hoy, así… con tu cabello suelto…”- Habló él en su afán de distraer el momento, retrotrayendo el pasado a cuando ella usaba su melena de tal estilo.

-“Buen dí… buenas tardes, Michael… Tú te ves bien también… Luces tan… tan… alto…”- Dijo, desconociendo la hora y la fecha que la contenía, no sabiendo muy bien cómo dirigirse a quien parecía distante. ¿Sería posible que las millas, hubieren resquebrajado lo que escondían sus corazones?

Se acechaban plácidos, se observaban sin impedimentos y sin las manecillas inaguantables de relojes latiendo.

Unos cuantos pasos por el vergel juntos, los llevó a la gran casa. Y un par de estaciones se contaron bajo sus pies y sus edades con peldaños imperceptibles.

En los muchos escalones mensuales que pisaron, Roy aprendió a caminar con ayuda de los jovencitos, que ensayaban futura paternidad. Y Hester Sue dio a luz a una preciosa niñita de nombre Janice a mediados de la Primavera, floreado escalón. La alegría se manifestaba en cada fruto hermano de la grandiosa madre esclava.


De a poco, los chavales recuperaron el lazo que los había unido cuando todavía eran simientes en los vientres maternos. La amistad fue fácil de reconstruir. Muchas conversaciones compinches, les demostraba que había muchas cosas en común, como el apego por lo simple y por la fomentada adoración por la literatura.

La santa intervención del "El señor de los cuentos", el hombre que dijo ser pariente del dueño de la librería; y la de la prima Corine, de admirable entusiasmo, les habían obsequiado el mismo libro -al mismo tiempo y en diferentes latitudes- para originar en ellos la vehemencia por el alcance de las metas. "La cabaña del tío Tom", referente continuo de una ideología nacida de la voluntad, fue tema y lema recurrente de los que anhelaban la Igualdad y la Libertad, y de los que necesitaban amarse...

El requisito de pasar más tiempo a la par, no tanto ya como amigos, se volvió imprescindible. El sabor del beso de aquella siesta en la rivera, reaparecería rebelde. O de ese beso que no fue, aquel inconcluso en la lejana mañana por los andenes de Jackson rumbo Chicago, renacería sin más. Se agazapaba travieso, aguardando el minuto riguroso de abalanzarse sobre sus pieles y cumplir lo debido. Mientras tanto los sobrevolaba, encaprichado con su cometido, en una suerte de sugestión.

Una de las ocasiones en que -ellos- se reunieron a regocijarse, como leales compañeros, el astuto duende de los mimos, al amparo del árbol preferido de la infancia ausente, los acabó por anudar...

Esmeralda, que particularmente aquel día hablaba hasta por los codos, sofocó su ánimo exaltado al apreciar cuando Michael -espontáneamente- cambió su proceder risueño y ocurrente, por una tenue bruma inquietante que le encapotó los iris a lo felino cazador.

Ella amordazó la verborragia, aceptando que su Príncipe Azul acortara el espacio perturbador habido entre los dos. El ansia por discernir si su boca sabía a cerezas maceradas con canela, la doblegó, disparándose a la persecución de la humedad que brillaba en sus labios y muy suculenta de catar.

Él, estampó sus ribetes jugosos encima de los de “Piedrecita”, levemente pulposos. Libando de la más rica mezcla de grosellas silvestres y azúcares celestiales. Y el mundo dio un vuelco completo de un día para el otro….

Michael, el más osado de la parejita, fue el que la convenció -con acciones- de probar un voluptuoso repertorio de besos habido entre los humanos que se aman.

Del achuchar tierno-de labios, a la primera invasión de lengua en el interior de la pequeña boquita de Esmeralda. La que sorprendida, inicialmente con terquedad, se opuso con la suya parapetando los denodados empeños del masculino y delicioso “adversario”, que irrumpiendo con la arrebatadora impertinencia del que nació con frenesí, empujó apetitosamente a quien no se animaba a más y más...

En millonésimas de segundos, la novata aprendió de qué se trataba… Supo que al entrelazar la lengua con la de su muchacho, la ambrosía y el vigor que las enredaba, se impregnaba de exquisiteces de variada intensidad. Lo que no comprendía demasiado era el por qué al regresar de cada tarde con Michael, sus bragas -de costoso entredós- se mojaban con una trasluciente jalea... Lo que sí recordaba, era que eso le pasó la noche aquella en que espió a la prima de su padre, haciendo el amor con el mayordomo.

En conjunto con los inexpertos cortejadores, las caricias se fueron modificando con el correr alocado de las semanas ahora veraniegas, como si la incandescencia del estío quisiera explotar en sus cuerpos. Moraba un no sé qué en la atmósfera que los cercaba. Lo mismo que provocaba que los encuentros, se hicieran más seguidos y decisivos.

El devoto mancebo, también solía escabullirse -muy a menudo- de la plantación durante las mañanas, aunque simplemente fuera a abrazarse de la cintura de su todo, para vibrar con sus brazos colgados al cuello, apoyando su varonil poderío en la femínea triangulación de muslos y pubis, que Esmeralda ya no le esquivaba. Sólo sus enaguas y falda, la acorazaban.

Las caricias, la volvieron atrevida. Moldeaba bajo el sol y sus sombreados, el ocaso de la espalda y el génesis de las nalgas de Michael contraídas con cada arrumaco. Él, ni lento ni perezoso, incrementaba valor al tantear, por encima de las puntillas del vestidillo, los pechos adolescentes de su damisela, adivinando el tamaño con la palma de su mano.

En varios momentos, estuvieron a punto de trasponer las fronteras de lo consentido... Ella, de bajar su escote; y Michael, atientas de tocarlo al desnudo. Aunque una rebelde y correcta cuenta regresiva, los desviaba de la consumación definitiva... Hasta que la jornada de la verdad anticipada, llegó como debía ser. Faltaban poco más de dos semanas para que el cumpleaños de Esmeralda, arribara. Y siete días antes, para cumplirse el de Michael.

Entre roces desmesurados y desenfadados, el de tono ronroneante tomó la voz cantante, previendo:

-”¡¡Te amo y quiero estar contigo, Cariño…!!” - Anunció, arrastrando un bramido de depredador oculto en la maleza.

-”Pero… si, estás conmigo en este instante, Amor…”- Retrucó con candor la chica, deshaciéndose en sus antebrazos, erizándose ante una obertura de presagio conmovedor

-”Sí, lo sé… Es que… quiero estar contigo mucho más… Más cerca tuyo… Necesito… necesito estar dentro de ti, mi Adorada… ¿Me comprendes?...”- Remarcó en el ánimo desarticulado de Esmeralda, temblequeando como un junco en un canoro huracán.

Con lágrimas y sonrisas, ella bajó la guardia, albergándose en el pecho ancho de su chico, ambicioso hombre en esplendor.

-”¿Quieres que aguardemos al día de la celebración de tu natalicio para… para hacerlo…? ¿Te parece…?”- Propuso él, esperando una pronta respuesta.

-”Tú cumples antes que yo, Michael… Quizás sería un buen momento..”- Expresó la futura mujer, desencajándolo por lo arrojada.

Antes que -él- lograra decir algo, luego de la audaz moción, la última frase lo sacudió hasta la más recóndita de sus vísceras:

-”Te prometo mi virginidad… Ese mi tesoro y quiero regalártelo, “Ciervito de chocolate”...”- Convencida, declaró.

-”Te prometo mi pureza, “Piedrecita”... esa es mi ofrenda...”- Así se comprometió el hidalgo varón.

Pactando sendas entregas de castidad, poniendo a prueba el irrefutable Amor prodigado, no tan lejos de ahí, en el despacho del señor de “El Dorado”, se pergeñaba una componenda demasiado artera.

Brighton y el padre del esclavo, se juntaban a decidir el porvenir, aprovechando que las mujeres de la casa, se distraían en los quehaceres.

En un acto de demagogia, Mr. Dickens le ofreció asiento a Walton, sirviéndole una copa de su brandy europeo favorito, introduciéndolo a una plática que acarrearía “beneficios” a las dos partes.

-“Muy pronto, tu hijo cumplirá 18 años…. Es hora que reciba un premio que realmente tiene bien ganado...”- Preludió Dickens, entusiasmando al oyente.

-”Al igual que hice con sus hermanos mayores; Michael, es hoy mi elegido… Ya sabes Walton… es un joven fuerte, saludable y con una buena dentadura… ”- Sentenció con una oración que enalteció al progenitor, enorgullecido de ser el padre de un privilegiado por la “benevolencia” del dueño, designándolo -sin discusión alguna- novel “semental”. Prosiguiendo con la “sugerencia” de que fuera Donna la “servida”. Quizás la más prolífica de la hacienda. Además el amo, que todo lo sabía, conocía el apego amistoso del mozuelo con la misma. Difícilmente no se sintiese complacido.

Y así sería... Otra de las barbaries cometidas durante el período esclavista, se reanudaba en su endiablada ruleta: el ruin negocio del “semillero de siervos”. Hombres y mujeres jóvenes, obligados a ser reproductores, como bestias de granjas que saciaban la codicia de los blancos.

Más esclavos poseían, más riquezas tenían. Ya fuere conservándolos -en el caso de los Dickens-Grimm- o vendiéndolos a alto precio, como había sido desde la antigüedad.

Muchos de los dominados, presumían de ser reproductores machos. No así las mujeres, las más vulnerables junto a sus hijos, que les eran quitados a muy temprana edad. Pero eso no sucedía en la finca. Muchos años atrás, la madre de James, bisabuela de Esmeralda había impedido que su marido siguiera -al menos- con el comercio de personas.


Después de ese sínodo de progenitores; Walton, ensanchado de satisfacción, aceptó dicha distinción en nombre de Michael -sin siquiera haberle consultado-, tras jurarle a su señor que ni Hester Sue -su esposa-, se enteraría de la decisión tomada, por ende tampoco Georgia. “Las mujeres, no saben nada tratos...” perjuraban ellos. “Son demasiado sensibles, como para alcanzar a entender lo provechoso…”, aducían.

-”Estoy honrado con su decisión, amo Brighton… Le contaré a mis hijos, así lo hablan con él… Michael, tiene más confianza con ellos que conmigo…”- Apostó Walton, sellando el convenio que no le correspondía ni podía declinar. Una negación sería una afrenta. que por descartado perdería.

El caballero Dickens, “mataba a dos pájaros de un sólo tiro”. Agrandaba la “empresa”, y sacaba del camino de su hija al muchacho, aun temiendo que tuviera intenciones de hacer la de John con su cuñada.

Así como todo estaba acordado entre los novios, también ocurría con el arreglo entre los hombres. Solamente restaba, llevarlos a cabo.

CONTINUARÁ….

Star InLove






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