Capítulo 13



 “Infierno en virgo...”


Los cuatro partícipes, tenían en mente lo concertado. Walton, padre del joven, se pronunció con Jacob y Jeremy -sus hermanos de sangre-, para que lo ayudaran con Michael. Seguramente accederían a él con más facilidad y confianza, logrando inducirlo a consumar su nueva tarea.... Además, ellos eran también “reproductores”, y no les costaría darle las primeras directivas del mundo de los placeres carnales y de la gloriosa “elite” de sementales, que ahora pasaría a conformar su hermano adolescente. Algo que les ensanchaba el pecho de algarabía y de soberbia orgullosa. Entonces, no vendría mal una charla fraterna, hablando de las mujeres y sus bondades… Un diálogo iniciado hacía mucho tiempo atrás, recién cuando Esmeralda había partido a Illinois, dejándolo con el corazón partido y desahuciado por ese Amor lejano. 

En ese entonces, era más el dolor que la picardía de hablar de chicas. ¿Para qué…? Si la suya, ya no estaba y quién sabe cuándo volvería. Aunque la curiosidad pubescente, hizo mella en él y lo llevó a preguntarse y a averiguar -meses después-, qué era específicamente aquello que le sucedió esa vez en el río, donde su virilidad en efervescencia, lo sorprendió a él y a su compañera de aventuras.

Mientras tanto, en medio de las conversaciones, cada vez más seguidas e interesantes sobre cómo tratar a una fémina en la cama; él, recreaba los consejos de sus mentores con su “Princesa”, planificando el lugar, los detalles y los obsequios del “gran día” de ambos, justo y premeditadamente el 29 de agosto, fecha del aniversario de nacimiento -número 18-, escogida por su bella e intacta enamorada.

Los muchachos mayores, hablaban con la soltura de eruditos en la materia frente al aspirante. Un atento aprendiz, ávido de saber y con deseos de perfeccionarse con lecciones impartidas de manera generosa.

Ellos sugerían con la delicadeza de caballeros a la hora de especificar las particularidades de cómo eran los frágiles y fortísimos cuerpos -capaces de engendrar bebés- y sus distintos rincones de las doncellas. Claro estaba, en el caso de desflorar alguna… Pero, Jeremy y Jacob, conocían de antemano que -en esta ocasión- no sería así. Ya que la destinataria de las recomendaciones y advertencias, eran para tratar a Donna -una experta reconocida en esas lides- y no así a Esmeralda, una novata.

Michael, algunas cosas preguntaba. Otras, prefirió guardarlas para sí. No dejaría entrever a la que habitaba en su cabeza y alma, cuando -ellos- reiteradamente marcaban las “diferencias” -según rezaban- de las “plebeyas de marfil”, tildándolas de esclavas de una sociedad pacata, incapaces de disfrutar del sexo con sus hombres, los cuales salían disparados a los burdeles en busca de satisfacciones que ellos mismos les negaban a las propias, mediante una educación contradictoria y repleta de tabúes a lo largo de la vida y la historia. Las damas debían ser castas y puras, impolutas al llegar a la noche de bodas. Pero pretendían -inconscientemente- que se comportasen como rameras en la recámara. Un absurdo a todas luces.

En nada tenían que ver esas con sus mujeres, sus “diosas de ébano”, como les decían. Unas verdaderas hembras, que sí dominaban los gozos y sus luces, aún en las sombras del cautiverio. Ellas eran absolutamente libres en ese sentido, muy distintas de las gringas.

Con el transcurrir del tiempo, Esmeralda descontaba los minutos para el día de la verdad. La hora en que dejaría de ser una chiquilla, convirtiéndose en una toda una señora, hecha y derecha, por más que no se casase con Michael. Eso carecía de importancia. El Amor bastaba. 

Lo que no asumía ni entendía, eran las consecuencias de tal decisión. Una señorita que perdía la virginidad en esas condiciones y en esa época, viraría a ser el blanco perfecto de índices acusadores, señalándola como a una rea. Pero mucho más le preocupaba, si hacer “eso”… le dolería, más una andanada de titubeos: ¿Cuál sería el instante preciso en que ella debía entregarse? ¿Cuándo sería el momento indicado para quitarse la ropa? ¿Se desnudaría ell, o le correspondía a Michael despojarla de su vestido? Y sobre todo: ¿Cómo debería actuar luego de hacer el amor? ¿Y el día después...? ¿Y los siguientes? ¿Su padres notarían que ya no era inmaculada?

Cuanta falta le hacían sus amigas de Norte y aquel libro, que tantas veces había visto y que inequívocamente resolvería sus preguntas y le indicaría qué hacer. Cuánto extrañaba a Corine. Probablemente, la habría ayudado en esas cuestiones…. No podía consultarle a su madre. Jamás lo entendería. Si ella fue criada reprimida, de igual manera que la abuela Claire. Así siempre, generación tras generación, ignorando lo importante que ocurre entre un hombre y una mujer, cuando llega cierta edad y quieren estar solos…

No había libertad de hablar de ello. ¿Cómo la habría...? Si ni siquiera se atrevía a indagar a Georgia, acerca lo que verdaderamente ocurrió con la tía Luisiana. Sería una necedad hacerlo, más en los meses de luto por la muerte del abuelo James.

La sospecha que carcomía su incertidumbre, era si la hermana de su madre, la despreciada por su padre por el simple hecho de enamorarse del siervo John, había arribado a la situación que a ella pronto le tocaría. De solamente imaginarlo, le erizaba la piel de temores. Su tía en un retiro espiritual, que era temporario y según decían los corrillos pueblerinos, desaparecía por la desgracia de la fiebre amarilla. Y el sirviente, llevado muy lejos de ahí, vaya a saber con qué final. 

Despejando el pensamiento de recuerdos tristes, pronto tendría la oportunidad de enterarse de todo eso, rememoró el enojo de la prima de su padre ante un berrinche lacrimógeno de “niñita malcriada”, al querer regresar a Jackson, cuando en pocas palabras, le indicó el camino que seguía una chica enamorada: aniquilar los miedos absurdos, que no la alcanzarían a buen puerto, ni a ella ni a su amado. Por lo tanto, en honor a ello, proyectó el “Gran Día” sin la carga de antaño de la que muy poco conocía.

Buscó entre sus ropajes el atuendo para la ocasión. Algo sencillo, como le gustaba a él, resguardaría su castidad. Más puso especial énfasis en las enaguas y la corsetería, que oficiarían de barricada endeble antes de llegar a su piel. Un poco de dificultad y enigma, favorecerían al momento... 

Esmeralda empezaba a pensar como una mujer al elegir su ajuar, lo mismo que ejecutan las prometidas, previo a la boda….

Después de las elecciones correspondientes, las cuales ocultó en un lugar especial de su guardarropa, apartándola de la vista de Hester, que era la que habitualmente arreglaba su vestuario, se infiltró -con mucho sigilo- a donde su madre, en su habitación, tenía sales de baño. 

En el delantal diario, y dentro de un primoroso pañuelito, atesoró unos cuantos granos de sal con perfume a “Reina de la noche”, conforme preludiaba la etiqueta, imitado aromáticamente a esa flora del mismo nombre que -casualmente- era la misma de la enredadera que adornaba su ventana. Y que durante las noches cálidas, florecía inundando con fragancia persistente, persuadiendo entresueños extraordinarios.

Restaba mucho menos, aunque las visitas de Michael a su ventana cuando nadie lo veía, se hacían muy asiduas. Allí, sin trasponer el muro que los separaba, combatían -dulcemente- el tiempo, con abrazos y besos más allá de lo posible. La batalla final, estaba próxima a desatarse: quedaban sólo 48 horas… 

Y como en una alianza, los dos dispusieron que -ella- no sería vista por él hasta la hora fijada: las 6 de la tarde del domingo, en el almacén del algodón de la estancia, en la antepenúltima fecha de Agosto.

Las jornadas y las noches preliminares, duró lo que la infinitud de dos medias lunas -de sonrisa vasta- animando al Sol. 

Con nerviosismo e ilusiones, la futura consorte, bailaba en anhelos propios y presagios intrusos que la atañían. Y entre trabajos artesanales, pensamientos románticos –e inconfesables- lo hacía el desposado Michael, que en un vano afán de terminar con la ofrenda para Esmeralda, arribó a dos madrugada continuas, rehaciendo a Blosson -la muñeca de trapo de su amada- para darle un aspecto renovado, más parecido a su gema actual que a la de veranos pasados. 

Antes de que el gallo interpretase la oda sabatina al alba, Jeremy irrumpió repentinamente donde dormía su hermano menor, buscando algo que le pertenecía y que había olvidado allí, empero lo observó, aferrado a la pepona cuan náufrago a un madero en el océano. 

La expresión de disgusto, de quien invadió la tregua juvenil, no se hizo esperar. Con rezongos fruncidos en su garganta, cuestión de no despertarlo de un grito, salió del lugar -a la carrera- para contarle al hermano mayor de los varones, que Michael dormía con un juguete, como un niño lo hace.

Si ellos creían que él aún no estaba preparado para ser un “elegido”, quedó manifestado en esa escena malinterpretada por Jeremy, alertando por sobremanera a Jacob que puso su inquietud en los cielos.

No se esperaría más, mañana en las primeras horas de su cumpleaños, haría su “debut” con Donna. Ya no había más que hablar ni aleccionar. 

El sábado se sucedió extraño, en todo. Las cosas corrientes, no discurrían con fluidez. Pero sí lo hacían, con total ligereza, el enamoramiento de los amantes que ansiaban verse. Probablemente esas últimas 24 horas, serían las decisivas de los dos.

Llegado el descanso -nuevamente-, el insomnio atrapó a Esmeralda, imperando junto a una vigilia perturbadora. Tendría su última noche como impenetrable vestal. 

Michael, también transcurría su postrera anochecer como ángel cándido. Más los cuartos de hora -con los adláteres Jacob y Jeremy- se agolparon a la vera de su catre en los minutos finales del día 28.

El novio artesano, a punto de completar su obra con Blosson, escuchó cuando ellos se dirigieron a él, en medio de risillas y sarcásticos preámbulos:

-”¡¡¡Hey, hermanito!!! ¿Desde cuando juegas con muñecas?”- Dijo uno riendo.

-”¡Ya es tu cumpleaños, Michael…! Deja esa cosa a un lado… ¡¡Tenemos algo importante para ti…!”- Contestó el otro, mirando fijamente al primero que parecía un acólito rematando la frase.

-”¡¡Nooo!! No duermo con muñecas… Esta es la… la muñeca de la niña Esmeralda… Mamá me pidió que se la arreglara...”- Se defendió el chico que todavía apropincuado en su cama, no entendía el motivo que los había acercado ahí.

-”Ven con nosotros… Te llevaremos a que te hagas hombre… ¡¡Eres dichoso, hermanito…!! ¡¡Donna, es la hembra que todos queremos…!! ¡¡Más tú eres el predilecto…!!”- En pocos términos le pintaron el panorama, mientras lo arrastraron al filo de la batiente de un lugar hasta ahora desconocido por él. De afuera, inocente; sólo una choza más. Y de adentro, un antro sensual, peligroso.

-”¡¡Pero… esperen… esperen!!- Gritó. -“¿Qué hago aquí…?”- Fue la última oración entrecortada de Michael, luego de ser ingresado a empellones detrás de la cetrina puerta.

-”Ella te pondrá al tanto, hermano...”- Predijo con mordacidad Jeremy, literalmente encerrándolo. 

Su respiración, se cortó por lo inconcebible de la situación. A lo lejos escuchó los festejos fraternos de los que lo adentraron en una tromba de penumbras. Sólo la luminosidad de unas velas huyéndole a la medianoche, le marcaron el rumbo que sus pies siguieron con cohibido ardor.

Prontamente, sus ojos se repartieron en sendas estrellas que fulguraban cual candelas derretidas. Algunas, en el piso. Las demás, en las salientes de madera de las paredes, que habían vivido miles de domingos así... El resto era un prolijo colchón, arriba de una humilde piltra…

Una voz mujeril, lo sacó de la que creyó era una broma cumpleañera. Era Donna, que apareció nacida de la diestra del dormitorio, envuelta en una sábana que la abarcaba un poco más arriba de las rodillas… Sus hombros, cuello y rostro brillaban, como el tramo descubierto de piernas hasta sus pies descalzos.

Él, de inmediato, se sintió turbado. Una dupla desencontrada de sentimientos, hondos y a flor de piel, le abofetearon las mejillas. Ella era su gran amiga a la cual quería, pero solamente como amiga y no como otra cosa. Aunque, igualmente y en simultáneo, le gustaba y estaba sumamente atraído desde un tiempo a esa parte. 

A su mente venía la imagen de Esmeralda, querellando no dejar de imaginarla. Apenas si podía pensar con lógica. No quería estar ahí, no debía… No podía decir ni una palabra que explicara algo que -sinceramente- no entendía.

Sus pedestales, persistían clavados en el suelo. Y se sentía una roca azotada por una marea alocada, que pronto terminaría por triturarse con facilidad.

Donna vio que su desazón era enorme. Entonces, despejando la desconfianza, acarició su mota con cariño y deslizó su pequeña mano a la nuca. Se ancló a ella, le arrimó los labios entreabiertos y a distancia razonable, estimulándolo para que atrapara un beso, nadando en los suburbios del intenso calor que ahora afloraba en sus cuerpos. 

Dicho y hecho… En un tris, ese ósculo disolvió la irrompible voluntad de Michael, como a la de cualquier criatura en esta Tierra, en donde la carne es demasiado débil. 

El muchacho respondió indudablemente, dejándose jalar por el encantamiento de esa deidad pagana. 

-”No me temas…”- Le tranquilizó ella, esbozando una sonrisa breve. 

-”No te temo, Donna… Es que no sé por qué estoy aquí contigo…”- Replicó Michael, arrollado por el aliento a hierbabuena que se desprendía de la dulce boca, que no dejaba de besarlo con intermitencias en tanto lo absorbía hacia sí.

Sus labios, otra vez se fundieron para no despegarse. Había cierta desesperación en ambos. El novato, en fallida intención, se afianzó a la figura de “Piedrecita” rescatándolo virtualmente y por muy poco tiempo de ese averno que lo tragaba. Percibía que su angelado ser, dejaría de serlo muy pronto... Y la mujer -deseosa-, retrocediendo unos cortos pasos, se colocó -cómodamente- al borde del camastro. Conocía que su destino, era perderlo entre sus carnes.

Con avezada habilidad, Donna comenzó a rozarle la tremolante piel que lo recubría, alcanzando sitios de su figura que ni él mismo sabía que temblaban. En mente, pretendió resistirse. Y cuando estaba por ponerle un coto a la situación, que ya no soportaría más, la hembra -con todas las letras- tocó por encima del holgado pantalón a un falo que iniciaba su levantamiento, y a sus testículos -orígenes de los orígenes- abombándose. Ya nada se podía hacer. Estaba encarcelado en el abismo de las bajas pasiones.

Erizado a más no poder, cedió al arte de una suprema y genuina maestra…

Después que los límites del algodón, sirviera de contención de los fluidos iniciales del doncel, Donna desató el cordel de sus pantalones a medida que se asentó en la cama.

Al término de la caída -en lento proceder- de los lienzos, ella descendió de los ojos de Michael, todavía parado. Y asombrada depositó las retinas en un pene, que para ser el de un adolescente en sus preliminares, realmente la acobardó.

Había conocido muchos hombres, de los cuales varios fueron padres de sus hijos, desde aquella vez en que fue entronizada reproductora, pero como este jamás vio uno igual. No registraba precedente alguno. Por tan evidentes razones -el amo Brighton-, lo había escogido la labor…

Salvando la impresión que se dio, tragó saliva y a modo de “disculpa” atorada por lo que le haría vivenciar, era un muchacho principiante, se abalanzó a su cetro poderoso, lamiéndoselo desde la naciente, trepando hasta su lustroso y prominente glande, centímetro a centímetro, en segundos perdurables…. 

Un grave jadeo ahogado, la volvió a la realidad, notando que su adorable virgo estaba rendido, traduciendo ese sonido en un suplicante MÁS… 

Sin demoras, se sujetó con fuerza de uno de sus delgados, pero vigorosos muslos, y de la base de esa escultura engrosada que se prolongaba ante el flagelo de su lengua peregrina, le dio paso a una cadena de acometidas, mostrándole a Michael como su cúspide viril desaparecía en las fauces femeninas. 

Entraba en la insospechada profundidad de su garganta, y brotaba ensalivada, mientras se oteaban fascinados casi sin verse a los ojos. Él, con sus manos -entrelazadas- a la cabellera de ella, acompañaba el perseverante y sonante movimiento, ciñéndolo en totalidad.

Era un verdadero vicio saborear esas formas celestiales. Pero en un único acto de lucidez, el único que tendrían hasta finalizar con el concierto de debilidades terrenas-, la dedicada discípula de Eros, detuvo sus chupeteos. Presintió que -él- acabaría antes de tiempo... Muy equivocada estaba…

Desprendiéndose tal objeto de deseo, que la consiguió desequilibrar, se dispuso suave y calmadamente sobre la cama. 

Primero desanudó la sábana que la tapaba, desplegándola como enormes alas bermellón de delirante mariposa, surgiendo de una crisálida de fino cristal, dejando a la vista del admirador dos grandes pechos que salieron desmadrados, huyendo de sus manos -en bien intencionado sostén- desbordados por su espléndido tamaño. 

El muchacho, como todo macho, derritió su mirada en esas cúspides que parecían llamarle. Ella se las entregaba en cada apretujón. Parecían esferas, que relucían con el tibio fulgor de los cirios, disolviéndose extrañados. 

Después soltándolas, la diestra de la mujer rubricó la trayectoria pendiente, que acercaría al infierno a un apabullado y excitadísimo zagal, manteniendo - entre sus dedos- una imponente y rígida erección.

Apurando la fogocidad, que era habitual en la amante impuesta, acortó las distancias y llevó sus manos a su espeso y recortado monte de Venus, trazándole la travesía a un jugoso fruto prohibido -que exhibía un pequeño carozo desafiante- yaciendo en la unión de sus piernas, abiertas de par en par en un ángulo terrible. 

A Michael la cordura lo abandonó por completo, en el instante mismo en que Donna separó el portal de sus genitales, embadurnándose la inflamada vulva con la viscosidad de sus flujos, y hundiendo -definitivamente- los dedos en una vagina que lo invitaba enmudecida.

Él se aproximó agitado, agorando el baño de fuego que quemaría sus alas de chocolate, igual como ocurrió con Ícaro al liquidar las suyas de cera por volar tan cerca del astro rey.

Sin importar la remota leyenda, decayó su figura encima de la de Donna, incrustando su miembro firme y febril en las resbalosas entrañas. De una sola vez le descuajó un gemido, que detonó en las paredes de la vivienda. 

Una danza impecable ondulaba en la piel de la complaciente esclava, que lo atenazaba con sus muslos prietos y se dejaba a merced de un placer que no creyó obtener con un neófito. Michael la penetraba con la destreza innata de un lobo salvaje conquistando la colina. Carecía de la típica torpeza adolescente. Era consecuente su refinada gracia -de gacela- con sus formidables atributos. Aunque en su mente, la que estaba bajo los instintos desbocados, era Esmeralda Dickens jadeándole al oído. Donna, apenas si se manifestaba desdibujada, en algunos tramos en que él abría sus ojazos al oír los aullidos mujeriles.

Las primeras horas del domingo, acontecían con los fluctuantes meneos de la pelvis del ahora hombre. Su ferocidad masculina, germinaba a velocidad meteórica. Y alcanzó su máxima concentración al coger las muñecas de la aventajada compañera, imponiéndolas detrás de su cabeza, en tanto él taladraba su intimidad, empujándola a un orgasmo devastador que le quitó el aliento… Y él persistía, con su falo duro en exceso, como si el reloj no existiese.


Tras recuperarse en medio de espasmos, Donna no pudo con su genio, no desperdiciaría el recio estado de gracia en que él se encontraba... Prosiguiendo con el apasionado ballet, giró y se encaramó, cabalgando a Michael sin piedad.

En las arias de la indomable ópera que los liberaba, viajaron -en contrapuntos sincronizados- a las tierras africanas de sus antepasados de reyes.

Enfurecida de frenesí, la mujer brincaba, meciendo sus caderas al compás de esa fiera masculina, apoyado en su arqueada espalda, la impulsó al infinito con otro clímax, al estallar en su fértil interior atestándola de semen. 

Una sucesión de contracciones, los abatió fatigados. En el inenarrable silencio, se desacoplaron y se ovillaron, cada cual para su lado, entre las turbulentas sábanas imperfectas que ejemplificaban más que cientos de desolados sonetos. 

Por igual la culpa los asaltó. La amistad, ya no sería la misma habiendo intimado de esa manera. Estaba quebrantada, hecha trizas. 

En la serenidad de la zozobra, un sollozo avivó a Michael. Su querida secaba lágrimas productos del peor de los pecados: la traición... 

Al amparo de un abrazo, él escuchó lo conjeturado en el alma, además de una verdad que Donna le confesó, contando con su discreción: 

-”Sabes Michael, cuando fornicábamos... dijiste su nombre en varias oportunidades...”- Endilgó suspirando.

-“¿Su nombre…? ¿Cuál nombre, Donna?”- Preguntó desenmascarado.

-“El de la señorita Esmeralda...”-Contestó la muchacha, aliviando su angustia.

-“¡Yo… yo… lo siento…! No quise lastimarte, amig… No fue mi intención… Sé que es una locura lo que siento por ella…”- Admitía Michael.

-”¡¡No, por favor, no te apenes ni te justifiques!! No te estoy reprochando nada… Tampoco necesito que me expliques tus sentimientos con respecto a la ama Dickens… Además, me doy cuenta lo enamorado que estás...”- Con adultez replicó la desnuda sensatez. 

Y reanudando su revelación: -“En todo caso, ya somos dos los locos en esta habitación...”- Anunció.

Él quedó de una pieza, al comprender lo que a continuación le fue relatado:

-“Como tú mi amado amigo, nunca dejarás de serlo, aunque haya pasado lo que pasó esta noche entre nosotros… Yo también amo a un blanco, y no quiero seguir siendo reproductora... ¡¡Ya no…!! Basta de ser parte de la yeguada, quiero vivir una vida normal al lado de mi hombre, sea de la raza que sea…”. Donna, refrendó con solidez.

Narrando que uno de los nuevos terratenientes arribados a Jackson, dedicado a la ganadería, luego de la tregua en plena guerra de secesión y tras la retirada de las tropas, en una de las mañanas en que paseaba a sus niños, ese puso fin a su extensa carrera de mundano Don Juan, flechado de su bella persona. 

Pasaron muchos meses de un disimulado cortejo, ya que nadie podía enterarse del amorío: Hasta que el Sr. Samuel Fraser, la convirtió en parte de su mundo, a escondidas pero parte de él al fin. Así como lo era el romance con “Piedrecita”, clandestino y furtivo.

Escuchándola, la madrugada llegó. Y con la claridad diurna, también se arrimaba el momento en que se haría hombre enserio, cuando enfrentara a su prometida, contándole lo sucedido, rompiendo su ilusión.

CONTINUARÁ...

Star InLove 










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