Capítulo 14


“El sinuoso sendero del Amor – Culpas que matan…


Posterior a haber cumplido con el mandato de Brighton Dickens -amo y señor de “El Dorado”-, Donna y el desvirgado muchacho, se despidieron, abandonando él la humilde pieza de su maestra sensual, sitio del fogoso encuentro impuesto.

Los dos esclavos, cargaban sobre sus espaldas la culpa del engaño, de la traición a sus respectivos amores prohibidos. La mujer a su amante, el caballeroso Sam, vecino de los Dickens. Un resuelto abolicionista, aunque velado a los demás, que trabajaba por la causa desde hacía mucho y que se había unido a la prolífica cautiva en un apasionado romance a escondidas de la época.

Al menos la mujer, auguraba que contaba con el apoyo de Fraser. Él estaba al tanto de su faena, discrepando –por supuesto- con tales exigencias hacia los esclavos en general, mucho más hacia las mujeres, naturalmente. Invariablemente -ellas y los niños-, eran los que resultaban perdedores. Había que protegerlos.

Donna, le había anticipado que no habría una próxima vez con un reproductor. No continuaría con ese tipo de cosas. Ya no sería parte esencial del engranaje en el tráfico de humanos, ofreciéndole más hijos a los campos de algodón.

Lo que el hombre ignoraba, era de la terrible atracción de su amante con el hijo de Walton, que llegó a propiciar y disfrutar sobradamente del acercamiento íntimo obtenido. Ese asunto sería resguardado por la servil madura muchacha. No dañaría a nadie con eso. Además, el enamoramiento que sentía por el lugarteniente, febril conquistador ya retirado de la práctica, contrarrestaba el desmedido deseo que el juvenil siervo desataba en su femineidad de desaforados apetitos….

En el peor de los casos, si era descubierta por el patrón desobedeciendo las órdenes, sería Samuel el que respaldaría su decisión, pese a todo. No sería la primera -en el Sur- en que una esclava, era comprada y luego liberada de los partidarios de la abolición, para salvarla de los castigos bajo la inhumanidad del látigo.

Pero Michael, era el que corría con la mayor desventaja de la dupla. A él le pesaba, como a ninguno en el mundo, la responsabilidad de amparar lo sucedido con Donna. Tampoco nadie debía saberlo. Pero era algo imposible de mantener bajo secreto. Tarde o temprano, llegaría a oídos de Esmeralda, su genuina amada.

Las consecuencias de su silencio, más allá del hecho en sí, le acarrearía demasiada tristeza que sobrevendría una vez que ella se enterase. Sí o sí, se lo confesaría esa misma tarde a la hora del pacto a consumar...

Dándose cuenta del resultado de sus actos, estaba muy lejos de imaginarse lo que sucedería en esos pocos minutos separados de Febo -amaneciendo acusatorio- entre las nubes, dejando al descubierto una noche salvaje en vela...

En la casona, la señorita de la estancia, se desperezaba con sólo dos cosas en mente. La más importante de todas: descontar las horas para encontrarse con su adorado esclavo, erigido en el hombre que la haría mujer. El noviazgo de ellos, ya no daba para seguir postergando lo inherente a la naturaleza humana. Ambos necesitaban unirse, definitivamente.

El segundo propósito, y no menos significativo, era el cómo hacer para eludir esa tarde, el consabido paseíto dominguero a la capital a visitar amigos de la familia. Tenía que idear un plan evasivo, sin levantar sospechas en sus progenitores, en especial en su padre. Desde que regresó de Illinois, la asolaba con un marcado seguimiento de su persona.

Esa mañana, ella no aguardó a que su ex nana -Hester Sue- y madre de Michael, la despertase como era costumbre los domingos, un poco más tarde. Cuando la cariñosa sierva llegó a la alcoba, la jovencita hacía malabares, intentando por sí misma ajustar su divino y barroco corsé. El golpecillo previo a entrar de la señora, la hizo brincar y erizar la piel. Y una mirada asustadiza, fue el recibimiento cosechado por la que se adentró, sonriendo y dándole los buenos días.

Con temblorosa voz, Esmeralda le saludó, tratando de apaciguar el sobresalto sufrido. La mujer, perceptiva hasta la médula, pilló la alarma de su pequeña ama, preguntando:

-“¡Muy buenos días, mi Niña…! ¿Te asusté? ¡¡Reaccionaste como si el demonio se hubiera entrometido aquí...!! ”-

-“¡No… no… estoy bien, Hester Sue…! Es que no lograba atar el cordel de mi ceñidor, entonces me distraje y me inquieté un poquitín, nada más...”- Pudo contestar, enredándose en excusas y entre cintas resistentes de suave satén.

-”¡¡Vaya que sí es complicado hacer eso, Esmeralda…!! Una vez, tu madre probó uno en mí… Quería obsequiármelo, pero me sentí tan apretujada, que ni podía respirar… ¡Figúrate, apenas me movía…! Al final, entre penas y risas, le devolví el regalo… ¡¡No hubo manera de convencerme de quedarme con él...!!”- Narró la nana, en tanto tiraba de las cintas de la faja de la joven –para ajustar y atar- tomada fuerte de la madera sobresaliente de los pies de su cama, mucho más contrariada de lo que estaba.

-“¿Entre penas y risas…?”- Inquirió embarullada.

Acabando con el menester de socorro inmediato, la belleza morena de la vasalla, le contó -sacándola de dudas- en tono de confidencia femenina. Una anécdota de alcoba junto a su esposo, surgía gracias al presente de su mamá:

-“¿Sabes una cosa, Esmeraldita? ¿Sabes lo que me ocurrió con aquel bendito sostén…?”- La interrogó riendo y tapándose la boca, como quien impide la fuga de un misterio velado.

Esmeralda, que ya se sentía señalada, por lo que más allá de la siesta se produciría, expuso una palidez digna de un monumento de piedra, igualando su tez a la del delantal de su colocutora.

Meneando la cabeza de un lado al otro, escuchó ruborizada la historia de Hester Sue:

-”Una noche, después de haber acostado al pequeño Roy, nos quedamos solos con Walton… Jacob, Jeremy y Michael, habían ido a reposar a la luz de la Luna… Adentro, estaba muy caluroso. Entonces… ¡¡mi querido esposo, se puso muy cariñoso…!! Noté que no me quitó los ojos de encima mientras cenábamos… Me sentía muy nerviosa; los muchachos se encontraban allí, y él tenía esa mirada… No comí mucho en esa ocasión… además, el corset me estaba asfixiando.... ”- Comenzó a desgajar la esclava, lo que serían unas cuantas horas con su deseoso marido.

La aprendiza, delineó en su imaginación cada pedazo del relato, empero se quedó con cuatro palabras que le punzaron la intriga y el alma: “ÉL, TENÍA ESA MIRADA”.

¿A qué se refería específicamente?, se cuestionaba la señorita Dickens. ¿Acaso había una mirada especial para eso que parecía un prolegómeno de parábola romántica?

Prosiguiendo con lo dicho, la nana continuó:

-”Ya muy cerquita de nuestro camastro, Walton me arrancó suavemente parte de la ropa… y quedó boquiabierto al verme con mi cintura bien afinada, resaltando más todavía mis curvas… Me asemejaba a una abeja reina, alegaban sus palabras... ¡¡Yo me sentía tan halagada, tan admirada por mi hombre…!! Eso sí, tremendamente sofocada… ¡¡¡porque el ceñidor me estaba matando!!! Hasta morada debo haberme puesto… Pero igual, lo seguí en sus requerimientos… ¡¡Imagínate mi Niña… él, tan inquieto… y la que te habla también, pero… taaan ahogada por el corsé...!!”- Suspiró soltando un gracioso alborozo que cascó la mudez de Esmeralda, sorprendida por la soltura de su madre segunda, al hablar de esas cuestiones… Y más desconcertada, por los avatares que -al parecer- traía la corsetería….

-”Luego de besos y arrumacos, mi Walton quiso desnudarme por completo, pero aquello... las cuerdas del corsé… se terminaron confundiendo entre sus dedos, los míos y varios objetos con los que intentó quitármelo… Al final, yo opté por una tijera y corté esa trama que nos impedía amarnos como era debido….”- Así concluyó la narración de Hester Sue a su impresionada observadora.

La primera, con la conclusión de su alocución, buscó aquella sensación plena que solamente se encuentran en los recuerdos compartidos con el patrón de sus ansias. Y la segunda, mostrando incomodidad por la correctamente descripta crónica nocturna, conservó celosa e incólume reserva, más una gran pizca de retraimiento. Y eso que la esclava no le contó, que tras ese acontecimiento desopilante y amoroso, había concebido a la diminuta Janice.

Amainando en la prédica, Hester se excusó con la jovenzuela, expresando:

-“¡¡Discúlpame, mi querida…!! Estás tan grande, y a punto de cumplir dieciocho años edad, que veo en ti a una amiga, como lo es tu madre… A veces no me doy cuenta cual es mi lugar en la casa…”-

-“¡¡¡Nooo por favor, mi mami del corazón!!! No me molestas en absoluto… ¡¡Tu lugar está muy bien ganado en esta casa!!”… Es sólo que… me pareció ocurrente lo que relataste…”- Subrayó Esmeralda, no obstante no sonrió en lo que duró el monólogo de la mayor en la habitación. Había quedado enclavada en una oración: “ÉL, TENÍA ESA MIRADA…”

Saliendo del estupor en el que cayó, se vistió, rastreando los pasos de la sierva cuando tendía su lecho. Y espiando a lo lejos por el ventanal, queriendo descubrir a Michael, atalayando su despertar. De alguna manera, él se las ingeniaría para hablarle, para abrazarla, para besarla… para tantas cosas.

En esa barahúnda de reflexiones acerca de lo que recién había escuchado atenta y dispersa, y lo que procedería después; su madre, hizo aparición en la mañana:

-“¡¡Muy buenos días, hija!! ¿Cómo has amanecido?”- Reverenció la dama a su retoño.

-“Estoy bien, madre… Muy bien… ¿Y tú…?”- Dilucidó con dificultad la vestida “Piedrecita”.

-“¡¡Me alegro, encanto!!... Y yo… digamos que estoy bien…”- Entre dientes aclaró, prosiguiendo: -“Es un día muy bonito este domingo… Ideal para salir a pasear y quitarse los problemas de encima… Lástima que tu padre hoy tenga un humor de perros…”- Adujo sencillamente la señora desposada con Dickens: -“Pensar que hasta hace unos años, amanecía tierno y enamorado al despuntar el día…”- Testimonió, segura de su juramento.

-“Ah ¿sí…? ¿Y por qué está así, mamá?”- Investigaba, anticipando una posible futura tempestad de hosquedad y disgusto paternal.

-“No te angusties, preciosa… Olvida lo que termino de comentar…”- Le sugirió, no muy convencida la ama de casa. El refugio en la personalidad de su amiga Hester Sue, se encaminada a darle una buena recomendación marital. Contaba con unos cuantos meses más de estar con un compañero, que los de ella con mister Brighton Dickens.

-“¡Lo siento mucho, madre…! Aunque a decir verdad, ahora me has dejado con mucha intriga sobre el malhumor de papá…”- Selló Esmeralda, sin dejar de indagar en los ojos meditabundos de la mujer que le había dado la vida. Precisaba conocer si ella, con sus tiernos diecisiete años, a punto de ser dejados la semana entrante, era objeto del enojo matutino. Sentía culpa por adelantado. Esa que corroe con entusiasmo las entrañas, antes de cometer la fechoría escogida.

-“No tiene importancia, hijita… Pero casi ni durmió anoche por esa razón… Resulta que se han venido a vivir a Jackson, hace unos cuantos meses ya, unas forasteras…”- Explicó, a duras penas, a la luz de sus ojos mucho más perpleja y encendida que antes.

-“¿Y eso qué tiene de especial? ¿Por qué a papá eso lo enoja?”- Insistió la muchacha.

-“¡¡Aaah no es nada, hija, por favor olvídalo…!! ¡¡Son sólo tonteras que se le ocurren…!!”- Ultimó Georgia.

Definitivamente, Esmeralda no entendía que era lo que su señora madre intentaba justificar. Una verdad en capítulos, que poco esclarecía la curiosidad. No averiguar más de la cuenta, sería lo prudente. No fuera a ser que se armara algún lío, impidiéndole cumplir para lo que había nacido: la unión soñada, la conjunción imaginada con Michael.

Sin perder más tiempo, y alejándose de probables contratiempos, abandonó la recámara. Las dos mujeres mayores, eligieron uno de los sillones con los que contaba el sitio de descanso, y cuchichearon por más de media hora…

Mientras, la joven fue donde su padre leía en la gaceta, repartida de forma semanal, las novísimas noticias sociales y de política. Precisamente esa sección en particular del semanario, lo predisponía mal. El avance ideológico de la abolición y de las consecuentes “cartas de libertad” y “libertad de vientres”, proveniente de los estados de la Unión, le envenenaba el carácter más de la cuenta. Un conjunto de circunstancias que prometía un día complicado en la hacienda. Ni los domingos salvaban al “El Dorado”, de una jornada para ser dejada de lado.

-“¿Dónde diablos está tu madre?”- Refunfuñó el señor, bajando el diario a la mitad de su retina.

-“Buen día, padre…”- Retrucó la muchacha, acobardada con la visible tapa de la publicación en cuestión.

-“Buen día, Esmeralda… Lo siento… no estoy de afable talante hoy, como verás…”- Espetó Brighton, aunque no había necesidad de elucidar mucho más.

La jovencita no hacía más que confirmar lo preludiado: como nunca estaba disgustado. Y era sumamente fundamental, andar con “pies de plomos” las horas venideras, sin contradecir nada de lo que dijera o hiciese. Eso sí: de dónde sacaría la excusa para no ir al pueblo, ya era cosa de Dios. Se negaba categóricamente a hacer esa insulsa caminata por las callecitas de la pequeña capital. Empero, tampoco podía ponerse en pie de guerra con su progenitor. No era conveniente. Si lo hiciere, captaría más atención de la debida.

A los pocos minutos de comenzar a prestar oídos al monólogo anti-abolición del patriarca Dickens, sacudió la escena, el zapateo apremiante de la madre y su esclava, con la urgencia del servicio del desayuno. Tras la discreta charla mantenida entre ellas, habían desatendido el horario.

Al menos esta vez, no existió reclamo alguno del hombre a las mujeres por la demora en acercarle su café, más las tres tostadas –con quesillo de cabra- infaltables, para satisfacer su hambre tempranero.

Con Hester Sue avizorando disimuladamente un ambiente en estado crítico, recargado de fastidio. Y con Geo, procurando hilar una conversación, alejada de lo atinente a lo bélico, gobierno y temas parecidos, la tertulia decantó por el lado de las extrañas damas que deambulaban Jackson.

Para la señora, hubiese sido preferible estimular un recitado de críticas contra el presidente Lincoln, que se derivase justo en la dirección, que con exagerado tesón pretendió soslayar. La Ley de Murphy, siempre funciona así: por sí mismas, las cosas tienden a ir de mal en peor…

-“¡¡Por Dios Brighton!! Ya no continúes con eso… ¿Qué te han hecho esas pobres mujeres a las que ni conoces…?”- Le endilgó al marido, poniéndole un punto final al tema. No quería otras horas, como las de la noche anterior, en donde él no le permitió pegar un ojo con un rosario de censuras a las desconocidas.

-“¡¡No Georgia, no dejaré esto de lado…!! ¡¡Me niego a que “esas” permanezcan aquí en Jackson…!! Somos gente decente, y esas son… ¡¡son unas malditas zorras!!”- Acabó gritando, enfurecido y desorbitado. La discusión, daba inicio.

-“¡¡Basta Brighton Dickens, no hables así delante de nuestra hija!! ¡¡Has silencio, te lo ruego!!”- Contestó la esposa, en el mismo tono que su contrincante media naranja.

La avezada esclava, se replegó lentamente hacia la cocina, en tanto la hija del matrimonio asistía a una batalla de palabras que iban y venían. De un lado, la defensa sensata y genuina del género femenino por cuenta y orden de Geo Dickens-Grimm. Y por el otro sector, la defenestración por parte de un cultor del axioma misógino, justificando el enfado.

-“¿¿Pero qué ocurre mamá?? ¿¿De qué señoras hablan…?? ¿¿Malditas zorras…?? ¡¡Jamás te escuché hablar así, padre…!! ¿Tanto cambiaron las cosas en el tiempo que estuve en el Norte, que hoy afloran de esta manera…?”- Cortó la disputa Esmeralda, aterrada y al borde de las lágrimas.

De los meses que hacía que estaba, no se percató que hubiese tal sisma conyugal.

-“¡¡Cielo Santo, Brighton… has traspasado los límites!!”- Decretó firme, aquella Georgia completamente desarticulada por los epítetos vertidos.

En silencio y casi aceptando la transgresión atribuida, el caballero agachó la cabeza, ahogando su furia en un sorbo de café con leche tibio, serenando una gola colérica por cada vocablo deslizado contra las ya afincadas citadinas.

-“¡¡¿¿Me pueden explicar por qué se echó a perder este domingo, pese a que el Sol brilla afuera??!!”- Conminó la adolescente a sus padres, ahora verecundos.

-“Es que… es que se han instalado en la capital, hace ya bastante, unas fulanas… unas…!!! A ver cómo lo digo para que tu madre no se afecte… Unas mujeres de vida reprochable, por así decirlo, hija mía… ¡¡Y eso, eso me tiene enfermo!!! ¡¡¡No es bueno para nuestra sociedad…!! ¡¡¡Aquí no se quedarán a esparcir la corrupción entre nuestras familias intachables… ¡¡¡En Jackson somos honrados…!!!”- Pretextaba el padre, levantando el dedo índice, dando una clase magistral de presunta dignidad y de legítima ironía.

-“¿Por qué las condenas, Brighton? Tanto problema porque son mujeres solas y porque tiene una casa de té…”- Intimó la agitada consorte.

-“Si… si… una casa té… ¡¡¡Por Dios Santo, no seas ingenua, mujer…!!! ¿¿No te das cuenta a qué se dedican…??- Vociferaba con su grave voz, añadiendo: -“Y tan solas, no están… He visto un tipejo, que parece cuidarlas… ¡¡¡Bah, su proxeneta ha de ser…!!!”- Dijo el marido en una intentona por ganar la cruzada. Segundos después, ensartó: ¡¡¡Además con ese nombrecito que le han puesto al negocio… “Chantecler”, ja…!!!”-

-“¡¡No es que sea inocente que-ri-do, es sólo que me parece desmesurada tu facilidad de señalar a los demás, sin saber nada de sus vidas…!!”- Se explicaba. ¿O será que las conoces bien…? ¿Acaso te codeas con alguna de esas señoras?”-Demandó Geo ya fuera de sus cabales, insinuando alguna visita a la emblemática “casa de té”, donde únicamente los hombres entraban y no siempre a degustar alguna infusión....
El tema tomaba un vuelo inusitado. Marido y costilla, estaban inmersos en un conflicto desacuartelado.

El amo de la finca, muy distante de apaciguar las elucubraciones de ambos, siguió apostando a la insensatez, generada por las advenedizas que -según él- venían a enviciar a los moradores de la diminuta porción del Sud de la nación.

-“¡¡Georgia, deja de decir estupideces!!- Gritó ensordecedor. -“¡¡¡Sabes muy bien que no me interesa, ni necesito ir a ningún puto burdel de mala muerte…!!!”- La regañó perdiendo el estilo, la clase y la buena educación que lo caracterizaba.
Esmeralda rompió en llanto, repitiendo esas palabras, como obnubilada: “estupideces” y “puto burdel”…
Entretanto el matrimonio peleaba verbalmente, la porción masculina que la formaba, terminó su enloquecida carrera, reprochando:

-“¡¡¡Cielos, Geo… que talento tienes para voltear las situaciones y hacerme ver como el culpable!!! ¡¡¡Mira que prácticamente acusarme de ser asiduo concurrente del burdelito…!!! Al principio las defendías ¿¿y ahora…?? ¿¿Quién te entiende, mujer?? ¡¡Eres irritante como un dolor de muelas…!! ¿Por qué diablos las damas de “El Dorado”, se revelan así contra los hombres que aquí habitamos?? ¡¡¿Dime por qué me desafías?!!!”- Sellando sus decires con un alarido.

Sumida en la pesadumbre, jamás había oído al jefe de familia referirse así, la heredera Dickens se levantó de la mesa y corrió donde Hester, hablaba débilmente con la abuela Claire que volvía de su gira por el jardín. Las dos agobiadas, deseaban la calidez de la estufa, escapándole al frío letal del altercado.

-“¡¡Lo penoso de esto, mi queridísimo esposo, es darme cuenta que eres un calco de mi padre… un insensible de pies a cabeza…!!!”- Definió la madre de “Piedrecita” a su desafiante.

Posteriormente, precipitada siguió a la joya de sus maternales entrañas, afligida por la lógica indignación de esta, dejando a Dickens en completa soledad.

Asimismo ocurría cuando litigaba con el abuelo Francis por cuestiones mundanas. Lo único que esta vez, él solo se dio cuenta que, lo de minutos atrás, había incurrido en una falta grave, la peor de todas. Involucrar a su propia esposa e hija en un problema semejante, originado al fin y al cabo por extraños.

Respirando hondo y haciendo un esfuerzo sobrenatural, le costaba horrores reconocer yerros propios, acudió a la cocina a disculparse con la pequeña familia, y con las demás esclavas que sorprendidas entraron al escuchar la trifulca, refrendando el sainete trágico al que asistieron absortas.

-“¡Los siento mis amores…! Lo siento mucho, suegra… No quise decir lo que dije, empero estoy tan nervioso con la situación que aqueja a nuestra comunidad… Hemos evitado por casualidad un combate sangriento en las puertas de Jackson… y nos viene a pasar esto… ¡¡Qué barbaridad!!”- Manifestó meditabundo, aunque exculpándose a como diese lugar.

El puñado de súbditas, apenas esbozaron una sonrisa y una caída sumisa de ojos, continuando con sus habituales y tediosas labores. En cambio Claire Grimm, ni siquiera lo miró a la cara y se retiró de ahí, sin acotar ni un “mu”. Y Geo, fuera de sí, salió de la tirante tregua tomándole la mano de Esmeralda que imploraba quietud.
Nada más se podía agregar. De hacerlo quién sabe a dónde terminaría aquello.

La mañana transcurrió sorteando el fastidio dominguero y el malestar del entuerto. En especial, la adolescente enamorada tuvo que hallar un margen en el cual no estuviese la presencia repentina y mordaz de Junior –el vástago de Peter Coltrane- persiguiéndola encubierto, en lugar de la grandiosa mirada –color de garrapiñadas mágicas- de Michael, infringiendo la ley que se autoimpusieron previo al horario concertado de la consumación del Amor.

Restaba también, planear una maniobra para desertar de la salida semanal. Carecía de una resolución favorable. No obstante cavilaba, que conforme venían dándose las cosas, no habría dicha excursión al poblado. Pero tampoco podría desaparecer de la vista de sus tutores si ellos se quedaban.

La desesperación de Esmeralda, se incrementaba a medida que avanzaba los minutos hacia un mediodía eternizado en un diáfano firmamento azulado, tachonado de palomas canoras. Lo único que celebraba, y daba por sentado, era que con su chico, jamás disputarían como lo habían hecho sus papás. Estaba plenamente segura, que llegar a un acuerdo estaría siempre en el horizonte de cualquier dilema. Hallarían el remedio a todo. Para eso ya eran adultos, arribando a buenos términos en las diferencias, en el caso extremo que ellas surgiesen. Se amaban muchísimo. Y eso no pasaría en absoluto, jamás de los jamases…

A todo esto Michael, en el sembradío, se hacía objeto de felicitaciones de su recién estrenada mayoría de edad, pero más que nada por su debut como reproductor con Donna. Los muchachos de su edad, e incluso los más grandes, sentían cierta envidia por lo venido en suerte. Ser elegido por el patrón, para destacarse como semental, y más todavía con semejante hembra, era para admirarlo con una evidente y descarada animosidad.

Él lo que menos quería, era ser el centro de las consideraciones ese día justamente. Pensar que otro se vanagloriaría y se encontraría orgulloso por tal privilegio. En cambio el jovenzuelo, contaba con una hondísima tribulación en su pecho, un gran hueco que lo vaciaba de algún sentimiento rescatable. La culpa por engañar a su Esmeralda, lo consumía, lo aniquilaba de a poco. Igualmente se daba el permiso de pensar en lo que su esclava “amiga”, compañera sibarita, le había hecho vivir entre la medianoche y la alborada. No conseguía obviarlo. Era demasiado cargo de conciencia.

Sus hermanos, lo notaban raro. No poseía la sonrisa que alegraba la campiña, y añoraban su disposición para poner la voz al servicio del trabajo, entonando una canción al Creador por un día más de vida, aunque más no fuera transitándola en la cautiva sombra de alguna perlina nubecilla, porfiándole luz al fruto del algodón.
Él, seguía forcejeando entre callar lo acaecido y contárselo ya a Esmeralda. Estaba en un atolladero.

A la hora de la comida, en la vivienda de los amos, estos se dispusieron en la gran mesa de los exquisitos sabores que presumían los almuerzos de Hester Sue.

Un poco atragantados por un comienzo del domingo demasiado exaltado, y precisamente cuando la joven ensayaba una excusa para zafarse de la ida a la villa; un trote determinado, enderezó al terrateniente de la estancia, que vio difusa la silueta de un gran jinete, cabalgando implacable directo a la casona…

¿De quién se trataría…? ¿Traería la paz familiar que tanto hacía falta? ¿O acarrearía un nuevo huracán de desentendimientos a “El Dorado”?

CONTINUARÁ…

(Star Inlove)



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