Capítulo 16


“El efecto mariposa”

En el cuarto, Esmeralda se preparaba para el glorioso momento que toda mujer espera: la entrega de su sagrada virginidad al hombre amado. Sabía que los amantes consagraban en esa unión perfecta, lo más grande del Amor, cultivado a través de los años, quizás cumpliendo con un designio pactado mágicamente, sin que lo supiesen a ciencia cierta, pero conscientes de que eran el uno para el otro.

Atrás quedó el altercado de sus padres esa mañana. Muy lejos de cuestiones tan mundanas, que ensombrecieren el futuro más próximo. Se encontraba muy dispuesta a experimentar lo que su alma delineó en los últimos días.

Con Hester Sue entretenida en el habitáculo próximo a la cocina, y con su familia a la mitad del tramo que separaba el rancho de Jackson, contaba con una tarde sólo para ella y -desde luego- para Michael.

De su cuidado closet, separó del costado más invisible al ojo humano, un vestido que pendía del enguatado perchero debajo de una discreta funda gris. Aquel atuendo había sido obsequiado por la prima Corine, el cual la recubriría para una ocasión extraordinaria… La oportunidad de usarlo, había llegado por fin… Y ese era el día elegido…

Después de acomodarlo meticulosamente en su lecho, cogió la enagua, la corsetería, las pantaletas y las calcetas que acompañaban tal regalo.

Acarició cada pespunte de la delicada y detallada confección, como siguiendo los trazos mapeados en el cosmos. En sus componentes, grabaría la bitácora de su travesía hacia un placer inimaginable, vivido junto a su hombre.

Después de ese recorrido por ese mundo sideral, cálido y bucólico, se detuvo en el almidonado corsé de lucimiento fastuoso. Era una divina combinación entre los albos hilos asedados y los asalmonados de los moños, que por doquier florecían antojadizamente. Mojones directos al cordón trasero, marcando la finitud de su cintura una vez colocado.

Ese tímido aleteo del pensamiento, tan imperceptible como categórico, trajo en sus alas una advertencia: la anécdota de la mamá de Michael, que le había confiado al despertarse en horas tempranas.

Si hacía unos días -la adolescente- había elegido usar el ceñidor para esa circunstancia, ahora era descartado de plano. De pensar en que su chico no pudiese desanudarlo, la inquietaba en demasía. Si por su cabeza cruzó un atisbo de manifestarse impenetrable, lo que le aportaría más incandescencia a la situación, tampoco era cuestión de verse imposible… No fuera a darse que por una tontera así, todo quedase en la nada, o que tuvieran que postergarlo, apagando la llama que los arrebata cuando se juntaban a mimarse por encima de las barreras de los tejidos envolviéndolos.

Entonces de inmediato guardó el ajustador, desestimado por semejantes motivos de fuste, y continuó con la admiración del resto del ajuar de novia clandestina.

Quitando los zapatos de la caja, usados solamente en los domingos, los colocó cerca su cama. Después se trasladó hacia el cuarto de baño, dejando indicios de la harina desperdigada en su delantal frutado.

Al entrar en él, se quitó cada cosa, sacudiéndolas con fineza y las depositó azarosamente por allí. Previo a dejar la saya que rozaba su piel, cargó la bañera con el agua que -a tutiplén- rebasaba los cántaros del aseado lavabo.

En particular esa tarde, la recompensa del manantial se entibió con sus manos al sumergir el puñado de sales que le había robado a su madre, la legítima dueña del atractivo frasco de “Reina de la noche”. La acción de ladronzuela improvisada, fue disparada al embriagarse del aroma, y por el nombre idéntico de las flores que adornaban los antepechos de sus celosías.

Asociaba ese perfume con el perfume del Amor… Se figuraba que -esa esencia- era usada por las deidades paganas durante las noches al abrir sus pétalo-, y a la caza de jovenzuelos en la plenitud de sus caprichos…

Revolviendo el agua, se hundió en ella. Su desnudez fue recibida por una espuma generosa, abundante en pompas que discurrían licenciosas por los rebordes de la bañera.

Esparciéndolas por sus hombros, dejó que las mismas jugaran con sus senos, erectos de escalofrío y de ardor. Humedeció su pelo, lavándolo con suavidad, y se relajó sobre la orilla opuesta, donde sus pies hacían de sostén en esa barca de loza.

Un procaz rayo solar, se introdujo escurridizo por la claraboya de vitrales añejos a adular parte de su figura. La llenó de oros y brillos que, en complot con una esponja, adornó su melena con una mantilla semejante a un velo de perfecto rebrodé y canutillos, decayendo por su coronilla azabache.

Era una mansa prometida, arrastrada por impetuosos razonamientos románticos. Recordaba la terneza de Michael, al tomarla entre sus brazos fuertes. Y de sus besos dulces, salpimentados con una lengua renuente a dejar su boca…

Suponía que el encuentro, estaría rodeado de la realidad que acompañan a las poesías leídas a altas horas de la madrugada. Pero también, evocaba los dichos de su compinche Paulette y las correrías eróticas de la aquella mucama gálica perteneciente a su servidumbre. Más patente aún, era lo que por sí misma observó en la mansión Cristel… El mayordomo Paddy y la prima, sublevando sábanas de una manera desenfrenada, jamás fantaseada. Él, un animal envilecido saqueando su intimidad. Y ella, convertida en una vulpeja aullante, permitiéndole ultrajarla hasta desfallecer gozosa en su pecho, salvándolo del desquicio únicamente con besos. Después del paroxismo profano, en el que caían con frecuente hábito y al que se obcecaban en llamar pasión, ocurría la serenidad soñada.

Ese fragmento del ideario de la joven Dickens, era salteado por lo excesivo de la visión… Quizá los vecinos de Chicago, contaban con razón en calificar de “loca” a Corine… A Esmeralda, le costaba pensar una situación así con Michael, tan desposeída de ese lirismo típico de Shakespeare. Ni por asomo les pasaría algo así… TODO INDICABA QUE LO DE ELLOS, TRANSCURRIRÍA POR EL ITINERARIO DE LO ROMÁNTICO…
¿Estaría equivocada…?

Ya lavada hasta el último rincón de su esbeltez, salió del estanque fabulado, arrastrando una estela espumosa, cuan sílfide emergiendo de la simiente fecunda de Zeus posterior al deleite con alguna de sus diosas favoritas…

Se secó muy bien… En su totalidad, la toalla anduvo de la cabeza a los pies, absorbiendo las gotas de su larga cabellera, deteniéndose vergonzosamente más allá del talle, donde una agraciada corola de castas carnes y de resumidos vellitos ensortijados, latía por sí sola derramándose al son de un diáfano néctar…

Le resultó singular el hecho de estar mojada… Más si se enjugaba con vigor, la sensación era sumamente agradable… Igual le había pasado cuando vio en sus menesteres amatorios a la llamada “Viuda negra” y a su servidor, el señor Westinghouse.
¿Qué sería aquello que le acaecía en ese sud subrepticio de sus entre muslos…?

Sin darle mayor importancia, se dedicó a peinar su pelo húmedo. El calor del campo, haría el resto del peinado. A Michael le encantaba contemplarla con sus hebras sueltas y al viento. Adoraba arrastrar sus dedos por ellas, para desenlazar sus ganas contenidas de amar. Nada de rodetes engreídos, traídos de la moda del Norte, que impidieran el desarrollo de su temperamento viril.

Antes de ataviarse de pretendiente anhelante, frotó unos cuantos pimpollos de la flor de sus balcones, aún no abiertos por la hora. Únicamente el calor de las lunas –llenas o azules- las avivaba en los confines de la medianoche.

En los brazos, torso y piernas, se hicieron incienso floral con su tez de porcelana. Eso potenció el sortilegio del agua del baño y de sus sales furtivas.

Una vez arreglada, se calzó y partió de su cuarto con su nombre pendiendo regulgente en su escotadura, despidiéndose de unos contados osos de felpa, escondidos detrás de su presuntuosa adolescencia que pretendía perder dándole paso a la mujer adulta.

Bajó cautelosa las escalinatas, cerciorándose de que la nana permaneciese en la cocina, ahora alimentando en su regazo a la pequeña Janice, con Roy ejecutando un chillón berrinche desde el suelo, enojado por haber dejado de ser el más benjamín de los hermanos.
Todo parecía tranquilo…

Al salir y escaparse por uno de los costados de la casona, vio a Junior montarse en el caballo y rumbear religiosamente a la taberna. Allí, entre copas abarrotadas y ojeadas descaradas, como la de un troglodita al fuego, acechando a las doncellas que por la acera paseaban, lo encontraría el anochecer, oliendo a vino y tabaco barato, entretanto el labrantío continuaba con sudor sin que existiesen domingos.

De ahí, Esmeralda partió llana al horario establecido… Simplemente unos pocos minutos le restaba recorrer, lo que le daría tiempo para hacerse de un ramillete silvestre, aportándole color de frescales colorados al conjunto dominguero, aún no descubierto por su joven amado.

Encarando al punto de encuentro, divisó a Michael bastante turbado, caminando errático, en círculos. Su piel lucía dorada y con un resplandor inusitado, nunca visto. Él había despejado tristes memorias de renunciaciones, con una zambullida en el remanso del riachuelo, renovando la débil fe de conservar a su chica como compañera de vida.
En la lejanía, una tormenta renegrida anunciaba tempestades meritorias de un apocalipsis inminente…

Con bríos, ya sin temores ni entrometidos en la postal campestre, la señorita Dickens se acercó a su predestinado, tomándolo por sorpresa y por la espalda, tapándole los ojos con las manos.

Acobardado y confuso, sin sonreír como de costumbre por la ocurrencia repentina, preguntó:

-¿Quién es…? ¿Quién eres…?- Así comenzó a cavarse la fosa del desamor a medida que se quitaba ese antifaz de tersos dedos.

-“¡¡Soy yo, Cielo…!! “Piedrecita…”- Dijo, sobrenadando en sus labios, las felicitaciones por su estrenados 18. –“¿Esperabas a alguien más aparte de mí…?”- La cara y la expresión de ella, cambiaron bruscamente como el clima sobrevolándolos. Los relámpagos acelerados, abrumaban con una cruel frecuencia continua.

Al girar, el esclavo bajó su titilar sin disfrutar de la cascada nácara de volados, decayendo airados por su blanco faldón. Intentaba no ser desenmascarado sin el más mínimo preámbulo de coartada. Señal suficiente para que la que tenía enfrente, iniciara una licenciatura corta de celosa incorregible.

-“¡¡No, no…!! ¿Cómo crees…? Sólo pensé que era Donna…”- Largó, aunque no pretendía nombrar el apelativo del desliz. La verdad hiriente crecía, apurándose ávida por nacer a la luz y a cualquier costo.

Él, desesperado y detestando su lengua propensa a la inmediata franqueza, antepuso como salvaguarda a la muñeca Blosson, que con ahínco renovó para Esmeralda. Era demasiado tarde, volver sobre los pasos sería inasequible. Ella ya había escuchado el signo de una de las esclavas a la cual no conocía en persona. Sobraban motivos para que estallara en un perseverante goteo de interrogantes, de esos que hunden un navío a vapor.

-¿Quién es Donna…? ¡¡No la conozco…!! ¿Por qué me confundes…? ¿Acaso ella cubre tus ojos como lo hago yo? ¿Esa juega así contigo…? ¿Por qué nombraste a esa chica?- Una detrás de otras se sucedían las demandas y sus pestañeos descontrolados, al igual que los nubarrones decantaban sobre “El Dorado”.

-“Yo… Yo… ¡No…! Es que… nada… Yo… ¡¡Mira, aquí te traje a tu muñeca…!! Le cambié la ropa y… también redibujé sus rostro y rearmé su cuerpecito y… yo… yo… ¡¡¡Debo hablar contigo Esmeralda…!!”- Murmuró en un inútil experimento de salvación, hasta decaer en el indefectible testimonio del yerro perpetrado.

La noviecita, con poca gracia tomó a Blosson con sus dos manos sin siquiera apreciarla. Aspiraba bocanadas de aire, queriendo timonear una respiración sulfurada. La labor pulmonar era tan vana, como la del muchacho desviviéndose arduo por ocultar algo que sus poros acusaban.

-“¿Qué es lo que ocurre, Michael?”- Preguntó sin recurrir a apodos cariñosos, con una corazonada de calamidad. Y se aferró a la pepona, apretándola contra sí, a la espera de un puñetazo de realidad dándole de lleno en la boca del estómago.

-“¿Por qué no me miras cuando hablas…?”- Inquirió con desánimo la amita Dickens. -¿Qué escondes al apartar tus ojos de mis súplicas?- Continuó.

Desarmado por completo, Michael desencorvó su cuerpo abatido por el engaño. Los trozos del acuerdo deshecho, le pesaban a lo convicto engrilletado. Tenía la obligación de darle una explicación.

Ciertos lamentos del vendaval, caían indiferentes sobre las pestañas de los dos adolescentes. Y unos relámpagos despiadados, iluminaban tétricos el firmamento más no sus palpitaciones embaladas. Algunas centellas, detonaron entre las piedras y erizaron briznas de hierba promovidas por los céfiros.

-¡¡Mírame a los ojos, Michael!!- Gritó Esmeralda, presintiendo lo que iba a escuchar.

Sin quererlo, el muchacho refregó sus párpados procurando apartar la niebla de lujuria conseguida por otra mujer, flotando en su retina. Pero no pudo más, afrontó la tarde con el valor enseñado por sus padres; la herencia única de hidalguía de varón.

TODO ADVERTÍA QUE IBA RUMBO AL DESASTRE…

¿Estaba desacertado también con esta presunción…?

-¡¡¿¿Qué has hecho, Michael??!! ¡¡Dímelo de una vez, acaba con esta agonía…!!!- Clamó “Piedrecita”.

-¡¡Pues yo… yo… me acosté anoche con Donna…!!- Resonando el dragón en su voz, en un postrero fuego ceniciento de pasión pasada.

-“¿¡Cómo…?? ¿¿Qué dices…?? ¡¡¡No lo puedo creer, Michael!!! ¿Por qué…? ¿Por qué lo hiciste…? ¿Por qué me haces esto…? ¿Por qué destrozaste el pacto que teníamos…?”- Sollozó Esmeralda, cediendo definitivamente al llanto predicho.

Michael quiso abrazarla, explicarle de alguna manera lo que no tenía destino. Quiso arrullarla de la misma lanza que él se encargó de fraguar y ensartar. Y quiso ampararla de la lluvia también, sugiriéndole ir al cobertizo del algodón para hablar con serenidad y sin la peligrosa tormenta imperante en la estancia.

-“¡¡¡NOOOO!!! ¡¡¡Recién te acuerdas de cuidarme…!!! ¡¡¡Apárate, aléjate de mí… No me toques!!!”- Mandó ella, y sin más viró sobre sí y salió a la carrera.

A los pocos metros, el acusado y condenado la atajó, rogándole escucharlo. Empero aupada en pena e ira desenfrenada, bramó:

-“¡¡NOOOO!!! ¡¡¡Quítate, déjame sola…!!!! ¡¡¡Vete con tu Donna y dale a ella esta estúpida muñeca…!!! ¡¡No quiero volver a verte nunca más…!!!!”- Sentenció, en tanto arrojó a Blosson a su cara, y le dio un soberano empujón dedicado a tirarle de trasero al suelo.

Él, con firmeza lo toleró. Se merecía lo que le dijera o hiciera. En cada palabra, sonaba a un rebenque descuartizándole la piel. Si hasta lo hubiere preferido, con tal de no haber hecho lo que le hizo a su prometida.

-“¡¡Por favor Esmeralda… necesito que me escuches, aunque más no sea por última vez, por favor!! ¡¡Ven conmigo…!!!”- Expresó su alma, con las cuerdas sonoras de los ángeles, consintiendo la voluntad de un moribundo.

Más floja y regañadientes, acusándolo con mudez de embustero, Esmeralda Dickens se animó a seguirlo y atender el pedido.

Más atrás quedó Blosson, echada en el verdor apenas chamuscado por las chispas del cielo roto. Encima de su vestidito nuevo, yacían las flores rojas del ramo vencido de la cintura de su patrona, sinónimo de epitafio a lo que ya no sería y en honor a lo que alguna vez fue…

Y como el efecto mariposa, que al agitar sus caleidoscópicas alas y en otra parte del mundo se desencadena un huracán… No tan retirado de allí, mister Dickens alcanzaba a la suegra a lo de su amiga, a tres manzanas de la plazuela del pueblito en la que después aparcaría el carruaje, próxima a la explanada del consistorial, sitio designado de la asamblea. Allí una importante muchedumbre esperaba la arribada de Miller.

Muchos en Jackson permanecían a la expectativa, charlando sobre la temática que expondría el reverendo fuera de su púlpito religioso, mirando rabiosos al otro sector del bordillo, en el cual -relajada e imponente- estaba el “Chantecler”, el motivo generador del debate y de la intranquilidad de los pacatos moradores…

En pocos segundos, entre medio de un par de ligustros, el ministro de la iglesia se materializó flanqueado por su hijo Bruster -a la izquierda- de donde sopla el aliento del inframundo. Y a la derecha –lugar de las bondades humanas- según la propia mitología del pastor mandón e intolerante, su único sobrino de nombre Erik, hijo de una hermana fallecida, al cual creyó formar a su imagen y semejanza… Simplemente de un espejismo se trataba.

En cada cual, depositó sus ambiciones y también sus frustraciones. En Bruster, malcriado y tosco, procuraba ver al futuro conductor de su ministerio, aunque le resultaba un discípulo díscolo e ingobernable. Si seguía así, lo borraría de un plumazo del congraciado árbol genealógico, desheredándolo de su mísero cariño. La competencia impuesta con su primo, lo corroía, y cada tanto desparecía del hogar harto de las falsedades.

Y en el inefable Erik, de aspecto aniñado e instruido, pretendía al político capaz de proyectar una oscura sombra encima de alcalde Rice, para quedarse con el puesto hasta alcanzar la gobernación de Missipi. Tanta era la codicia que hasta llegaron a sembrar el rumor de que Rice, no era demasiado afecto a las faldas, sino que tenía “otros gustos”, conforme a su malintencionada opinión. Recurrirían a cualquier cosa, con tal de desbancarlo de su bien ganado mandato. El humilde hombre, convivía con el monstruoso mote de sodomita con una condescendencia atinente de un torturado.

Entre los dos jóvenes primos, existía una temible rivalidad pese a que se mostraban a menudo juntos, siendo que -en el fondo- no estaban tan enfrentados y ni eran tan distintos uno del otro… Ninguno de los dos aspiraba a grandezas devenidas del trabajo. Eran renuentes al esfuerzo y al sacrificio, más apegados a la vagancia y la comodidad. El punto que marcada la diferencia era que Bruster, lo único que anhelaba era la predilección de su padre. Quería que lo comprendiese y fuera su compinche, y no sólo un maestro religioso, que lo único que rescataba de su persona eran los defectos. Aspectos que sobraban en Erik, siendo que ese simplemente aparentaba. Conocía muy bien el genio de Miller padre, y sacaba provecho de ello.

Los señoritos, cuando no estaban al alcance del cascarrabias del predicador, compartían fechorías imposibles de describir, y de una simpatía con Junior –la única que poseía-, con quien se sentían a gusto y en su salsa. Los tres conformaban el típico: “corre, ve y dile…”. Solían juntarse de incógnito con él en la cantina, y lo menos grave que ejecutaban era una batería de chismorreos a lo vieja comadrona. Y si no, evocaban la vez que Miller los pescó pecando: al muchacho Coltrane, empinando whisky y fumando como un murciélago; y a los primos, con dos vasos llenos de leche…

Al darse cuenta cuenta que recibirían un reto memorable, al estar en compañía del vicioso empedernido de Junior, no tuvieron mejor idea que atajarse con una mentira tan burda como cómica. Tanto Erik como Bruster, se defendieron con la excusa de que habían recibido un mensaje divino de salvar el alma del joven capataz.

Solamente así –el pastor- los dejó en paz. De lo que nunca se enteró es que esa bebida, tan inocua era más inicua, y contenía tres cuartos de ginebra perfectamente camuflada con leche de cabra.

Al traspasar la baja arboleda, ellos y todos los vecinos de la ciudadela, penetraron al salón principal del ayuntamiento, reverenciando al señor Rice que ahora oficiaba de secretario a desgano de las órdenes del reverendo y sus mecenas.

Rápidamente, Miller se adueñó de la vista de las damas y de la de los caballeros invitados. De los oídos se ocuparía su vozarrón, hiriente y desalmado, con una perorata mesiánica y revulsiva que no se hizo esperar.

A los gritos maldijo a las burguesas del burdel, que lo inducían al desvelo. No dejó a ninguna por agraviar. Ellas, que al parecer eran cuatro, recibieron su ración en el reparto de insultos impropios de un ministro del Señor. También sumó a los esclavos, que días pasados se habían fugado de uno de los algodonales. Tampoco con ellos hubo misericordia verbal, y ni un solo vocablo injurioso que se privara de regurgitar en contra.

Los señores, que atónitos escuchaban, no sabían cómo detenerlo o siquiera enfrentarlo. Un irracional, un verdugo, que de tener los culpables enfrente, no dudaría en bajarles la guillotina en sus gargantas.

Con una grandilocuencia innata, batía sus brazos al borde de echarse a volar con un extravío similar al de un navegante en un maremoto de escarnios. Las asistentes, espantadas se santiguaban cuando el desmadrado “caballero”, hacía alusión a que esas rameras eran emisarias del mal.

Las maldiciones, con formato de proverbios despreciables, recaían aplastando a lo que se moviera por ahí ostentando tetas y caderas.

Un caos de palabrotas, asistía a la capital de Misisipi en un rapto de enajenación, hasta que del costado prudente de Brighton Dickens, y ante su inconmovible impavidez, Georgia acaparó las palabras en un momento de alivio que Miller otorgó a sus oyentes, previo a ponerse morado. Prácticamente había olvidado inhalar oxígeno.

Como si una fuerza supra humana la impulsara a trasladarse a la tarima, missis Dickens embelesada por un algo imperceptible, que se apoderó de su gola, principió un audaz socorro del género femenino. A cada epíteto del reverendo, le correspondió una barricada que no pudo superar desde su atrincherado machismo carca.

En encendido, pero moderado discurso, Geo amparó sus alegatos apropiados a una mediadora divina, como si en las letras hallase la cura para las “descarriladas”.

Lo que hizo fue formular preguntas a una audiencia conquistada con encanto, sin confrontar con Miller que ya había dado muestras de fulgurante idiotez, enfangando su condición con hechos aberrantes, entremezclados -y sin gollete- con rameras tentadoras y mulatos fugitivos:

-“¿Por qué sojuzgar a esas mujeres…?”- Debía plantearse cada uno de los presentes, según Geo. –“¿Acaso paseaban su desvergüenza por la calle invitando a los transeúntes…?”- Acusó con sutileza. –“Y los concurrentes al lupanar ¿eran llevados a punta de pistola, o simplemente decidían entrar por voluntad personal…?”- Proseguía preguntándose en voz alta. –“De ser así, ¿cuál era el motivo que los movía a ir a ese sitio…?.

El razonamiento de la dama de “El Dorado”, estaba granjeándose de adeptos tanto como de detractores. Y llegó a sacudir los juicios, cuando puso en lo más crítico del cuestionario la siguiente oración: -“¿Acaso estos “pobres” mortales descendientes de Adán, no obtienen lo que buscan de sus desposadas…?

Con el auditorio acallado y pensativo, incluso su marido observándola asombrado, percibió cuando Miller -enrojecido de odio- estuvo a punto de sacarla de un brazo del estrado, atronando:

-“¡¡Dickens, si no hace callar a su esposa, le juro que le daré una bofet…!!”-

En su banco, Brighton se alzó furioso, contestando con ojos inyectados:

-“¡¡¿Una que, reverendo… una que…?!! ¡¡¡Usted se atreve a ponerle un dedo a mi mujer encima, y le juro que se arrepentirá…!!”- Retrucó más alborotado el ofendido oponente.

El alcalde Rice, los detuvo al fin a ambos.

-“¡¡POR FAVOR SEÑORES, HAYA PAZ!!”- Gritando más que los dos. A uno, lo conminó a sentarse. Y al otro, le murmuró: -“¡¡Señor Miller, he sido demasiado tolerante con usted, pero ha excedido mi paciencia…!! ¡¡Usted se ha quedado en la antigüedad, en la época de Moisés, y algún día con esa vara será juzgado…!!!”- Refrendó, afirmando y galanteando con su mando asumido.

Más enfadado, el braveado hacía caso omiso de los dichos del intendente, atizando la riña con Brighton:

-“¡¡Agradezca que el señor Rice intervino, que si no… que si no…!!!”- Prosiguió con congénita provocación.

-“¡¡¡Que si no qué, malnacido…!!!”- Contraatacó el esposo arremangando su saco, dispuesto a darle un correctivo al retador.

Otros, alterados se acercaron para impedir un daño mayor. El pastor, lenguaraz como ninguno, insistió:

-“¡¡Que nervioso está usted, caballerísimo Brighton…?!! ¡¡Y si… no es para menos, con su señora desautorizándolo delante del gentío, apoyando a esas mugrientas golfas como si fuera del mismo pozo de las asquerosas…!!- Expresó haciéndole pisar el palillo al marido de Georgia, que atropelló a Miller apuntándole un mamporro que desacomodaría su tabique nasal.

En conjunto, como si lo hubieren practicado, Geo y Rice unánime conminaron: -“¡¡¡BASTA!!!!”- A lo que el magistrado agregó: -“¡¡Aquí termina esta asamblea!!! ¡¡¡Me veo obligado a levantar la sesión!!!”-. La mujer, desplomándose en una silla, cercana a desvanecerse, agarró su cabeza como si le partiera.

Muchos se arremolinaron a ayudarla, pero su compañero se aventajó y la barajó antes que se tumbara en el asiento contiguo, donde apoltronada permanecía una retacona vecina de Jackson, con un ataque de risa y de tos, ante la camorra armada. La preocupación excesiva, impulsaba su mandíbula batiente. Los contertulios, abrían exageradamente sus niñas, como las lechuzas que la señorona compilaba por sus éxodos anuales a las Europas.

-“¡Estoy bien… no se incomoden…! Me encuentro bien, Brighton, no te alarmes…”- Dijo tranquilizando a los que la obligaban a olisquear un pañuelo impregnado con azano. –“Simplemente perdí por un instante el conocimiento… Me ocurre esto a menudo… ”- Con poca contundencia ilustró.

En concordancia, un hombrecillo que en la acera escuchó atentamente su alocución, se tambaleaba descompuesto y murmuraba: -“¡¡Hoy es el día, hoy es el día en que se cumplirá la profecía…!!. Después de eso, conmocionado se fue precipitado…
Determinado grupo de espectadores, lo rondaron para asistirle, pero huyeron ante lo que interpretaron como otro botarate religioso, maquillando su paranoia con misticismo…

Adentro, con más tranquilidad, Brighton se disculpó con el público de alrededor, pero obvió dirigirle el descargo al señor Miller. Auguraba que él lo haría primeramente, más el orgullo enaltecía al desconsiderado clérigo.

-“¡Vámonos a casa Georgia…!”- Apremió a su consorte el patrón de “El Dorado”. No obstante, convergió al sitial donde el reverendo lo examinaba de reojo, sellando una antipatía que quedó más expuesta que nunca: -“¡Por un momento pensé que en realidad le importaba la aldea y sus habitantes, hombre…! Veo que es el mismo maldiciente de toda la vida… ¿Sabe qué…? Me importa un rábano lo que ha dicho hoy… ¡¡Al cuerno con todo…!!”-

Empinándose de nuevo el iluminado Miller, se excitó cerca del infarto al oír el término “cuerno”, pero fue detenido a la vez que Brighton Dickens, tomó a su esposa y se fundió en la anubarrada oscuridad de un temible domingo...

La ofuscación en el cónclave, desoyó el entusiasmado introito del diluvio por venir….

CONTINUARÁ…

Star InLove






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